Apuesto… Miró a Zigman con los ojos muy abiertos sin poder terminar lo que había estado a punto de decir.

– ¿Qué es lo que apuestas? -dijo Zigman.

– Apuesto a que intenta decirnos que, a pesar de lo que nos hayan dicho los secuestradores -que la soltarán cuando reciban el dinero-, éstos no se proponen cumplir su palabra.

Que se proponen matarla. Y tal vez quiere decirnos que no esperemos a que la pongan en libertad porque ello no ocurrirá e intenta decirnos dónde está, darnos alguna pista para que podamos encontrarla y salvarla antes de que sea demasiado tarde. No puede ser otra cosa. Debe ser eso.

– Sí -dijo Zigman esforzándose por pensar.

– Tenemos que descifrar el mensaje, Félix. No podemos arriesgarnos a jugar al hágalo-usted-mismo.

No podemos esperar a que yo recuerde algo tan complicado, algo que he olvidado por completo. Necesitamos expertos. La policía y el FBI tienen expertos. Estos podrían hacerlo en seguida.

Y, en cuanto se enteraran de algo, actuarían con rapidez. Se trata de una cuestión de vida o muerte, de la vida o la muerte de Sharon, y estamos perdiendo el tiempo.

Cuando recojan el dinero que les has dejado, ya será demasiado tarde. Por favor, Félix, por favor, debemos hacer algo antes de que sea demasiado tarde.

Zigman miró a Nellie echó un vistazo a su alrededor y cruzó rápidamente la estancia en dirección al teléfono más próximo.

Lo descolgó y marcó 0. Esperó respuesta y, al recibirla, dijo:

– Señorita, se trata de un asunto urgente. Póngame con el Departamento de Policía de Los Angeles.

En el tercer piso del Departamento de Policía de Los Angeles, ubicado en las cercanías del barrio comercial japonés-norteamericano del centro de Los Angeles, la actividad que se estaba desarrollando en el transcurso de aquella tarde de fiesta era moderada y rutinaria, a excepción de lo que estaba ocurriendo más allá de la puerta de la Sala 327, la puerta en la que figuraba la siguiente placa: “Sección de Robos y Homicidios”.

Aquí, en el mismísimo centro de la extensa sala, en cuyas cuatro paredes se veían grises armarios, grises archivadores metálicos, ventanas con las persianas bajadas, una mesa con radios de cuatro bandas y fotografías de delincuentes buscados, el jefe de la sección, el capitán Chester Culpepper, un delgado y fuerte veterano del cumplimiento de la ley y el orden, de cabello corto, color herrumbre, y rostro impasible, se encontraba de pie junto a una de las cuatro hileras de mesas amarillas de madera de pino sosteniendo el teléfono entre el hombro y la oreja.

Estaba hablando lacónicamente y en voz baja con alguien, y sus dos docenas de subordinados, sargentos y agentes secretos, fingían no oírle y estar ocupados con sus respectivas tareas.

Sin embargo, el tono de voz del superior les había dado a entender que estaba ocurriendo algo especial.

– Sí, es importante -estaba repitiendo el capitán Culpepper por teléfono-, por consiguiente, deja lo que estés haciendo ahí abajo y sube a la Tres Veintisiete. Me reuniré contigo en la sala de interrogatorios.

Momentos antes, el capitán Culpepper había entrado en la sala de la patrulla en busca del teniente Wilson Trigg, su ayudante de más confianza.

Al enterarse de que Trigg se encontraba en el segundo piso, le había llamado por teléfono.

Ahora, tras colgar el teléfono, cruzó la sala y, sin pronunciar palabra, hizo caso omiso de las miradas inquisitivas de varios de sus compañeros.

Volvió después sobre sus pasos, y cruzó la puerta del tabique de separación, avanzando entre librerías y escritorios de secretarias y fotografías enmarcadas de algunos oficiales muertos en acto de servicio.

El capitán Culpepper entró en su despacho, recogió unas hojas de papel y un cuaderno de notas que había encima del escritorio, descolgó del perchero su chaqueta azul oscuro de anchos hombros y regresó a la zona de las secretarias.

A punto de dirigirse a la pequeña sala de interrogatorios para esperar en ella al teniente Trigg, cambió de idea y pensó que ahorraría tiempo si se reunía con su ayudante en el ascensor.

Al salir al pasillo del tercer piso, sus ojos se posaron en el reloj de pared colgado encima del surtidor de agua.

Se detuvo para poner en hora su reloj. Iba adelantado y lo puso a la una y cuarenta y siete. Llevaba todavía la chaqueta a medio poner y en la mano sostenía las hojas de papel y el cuaderno de notas de tamaño legal.

Acostumbrado a hacer lo mismo en otras muchas ocasiones, Culpepper consiguió llevar a cabo la acrobática hazaña de ponerse del todo la chaqueta sin soltar los papeles.

Culpepper vio entonces al teniente Wilson Trigg, su ayudante preferido en numerosas investigaciones secretas, salir corriendo del ascensor y dirigirse hacia él a toda prisa.

Impaciente y deseoso de poner manos a la obra, Culpepper avanzó a grandes zancadas para reunirse con Trigg a medio camino.

El teniente Trigg delgado, elástico, con cara de niño, de treinta y tantos años, y diez años más joven que Culpepper, estaba que no cabía en sí de curiosidad.

– Debes estar muy nervioso porque ni siquiera me has esperado -dijo-. Bueno, ¿de qué se trata? -añadió con fingido enojo-. ¿A qué viene este acertijo? Me llamas y me dices que suba porque es importante. vamos, Chet, ¿Qué es eso tan importante? Echando un vistazo al pasillo para asegurarse de que estaban solos, Culpepper repuso en voz baja:

– Lo más importante que puedas imaginarte. Secuestro.

– ¿Quién?

Culpepper separó el cuaderno de notas de las hojas de papel sueltas que llevaba y se lo entregó a Trigg.

– Léelo tú mismo, si puedes descifrar mis jeroglíficos.

Trigg posó los ojos en el fondo de la página amarilla y los detuvo allí.

Arqueó después las cejas muy asombrado y soltó un silbido.

– ¿No es una broma? ¿Te refieres a ella? No puedo creerlo.

– Pues será mejor que lo creas.

Trigg empezó a leer de nuevo y levantó la página. La página siguiente aparecía en blanco.

– ¿No tienes más que eso, Chet? -preguntó sorprendido.

– Es lo que he podido saber a través del teléfono. Ha sido su representante personal, un tipo llamado Félix Zigman. No quería hablar demasiado. Destacó especialmente que existía un problema de tiempo. Ya ha depositado el dinero del rescate.

– Ya lo veo. Un millón de dólares.

– Pero teme decirme dónde. Lo comprendo. Están preocupados por su seguridad, y en las notas de rescate se advertía que no se efectuara ninguna denuncia a la policía so pena de convertirla en un cadáver.

Por consiguiente, tendremos que actuar lo que se dice con pies de plomo.

– Como de costumbre.

– Sí, como de costumbre. Estas cuestiones de los secuestros son siempre muy delicadas. Y ésta más que ninguna. Se trata de alguien muy famoso.

Es el secuestro más importante que se produce desde que Bruno Hauptmann secuestró al pequeño de los Lindbergh en 1932.

– Estoy de acuerdo contigo -dijo Trigg muy impresionado-. ¿Vas a comunicárselo a Wescott?

– Todavía no. Quiero saber algo más. De todos modos, él y los del FBI intervendrán en esto automáticamente dentro de veinticuatro horas.

Pero, dadas las circunstancias, me parece que el caso se habrá resuelto, para bien o para mal, antes de que transcurran las veinticuatro horas.

Se lo notificaré a Wescott en cuanto no tenga más remedio que hacerlo. En estos momentos, Willie, muchacho, el asunto es nuestro. Y tenemos que actuar con rapidez.

– ¿Cómo es posible que la información sea tan esquemática? -preguntó Trigg consultando de nuevo el cuaderno.

– Ya te lo he dicho. Porque por teléfono no ha querido decirme más y no desea perder el tiempo. Depositó el dinero para que pudieran recogerlo pasada la una.

Desde entonces, este Zigman y la secretaria personal de la Fields, una tal Nellie Wright, han descubierto algo, una especie de clave -no ha querido decirme de qué se trata-que les hace temer no poder manejar el asunto solos.