Cargado con las pesadas maletas y jadeando sin cesar, había recorrido la distancia exigida.

En el lugar en que el camino se curvaba detrás de la roca había colocado una maleta marrón y, después, la otra, en una estrecha concavidad de piedra oculta detrás de un reborde de la roca que se elevaba hasta la cima.

Mientras retrocedía, se preguntó si en aquel lugar habría una persona o más de una vigilándole y enfocándole con unos prismáticos.

Pensó en aquellos momentos que el apresador o apresadores de Sharon habían escogido muy bien el lugar.

Las dos maletas no podían verse desde la carretera asfaltada. Tras haber cumplido con su deber, se apresuró a alejarse cuanto antes de aquel espantoso escenario.

A pesar del cansancio y aturdimiento que experimentaba como consecuencia de la presión y el bochorno del día, regresó a su Cadillac en menos de un minuto.

Félix Zigman no se sintió a salvo hasta encontrarse en el interior de su elegante vehículo, con los cristales de las ventanillas parcialmente subidos, el motor en marcha y los chirriantes neumáticos alejándole velozmente de aquel mercado de ladrones situado en aquel lugar tan primitivo y desierto.

La experiencia le había inducido a recordar aquello que había estado intentando olvidar, es decir, la situación de Sharon en aquellos momentos; si él se había asustado tanto, qué debía sentir ella.

Bajando las colinas en dirección a la localidad de Topanga, rezó en silencio por ella, por la única persona que amaba. Ahora, siguiendo las instrucciones de la nota, se encontraba finalmente en Bel Air apuntando con su automóvil la ornamentada verja de la mansión de estilo colonial español, sin apartar la mirada del reloj del tablero de instrumentos.

Era la una y cinco. Sharon le había indicado que la recogida del dinero tendría lugar después de la una. Se preguntó si tardarían mucho en hacerlo. ¿Lo estarían haciendo ahora, a los cinco minutos? ¿O bien dentro de media hora? Procuró no hacer conjeturas acerca de lo que pudiera estar ocurriendo.

Tenía que pensar en el futuro. En lo que ocurriría al cabo de algunas horas. O mañana.

Hoy, viernes, o mañana, sábado, Sharon volvería a estar a su lado sana y salva. La espera sería insoportable; Nellie y él al lado del teléfono toda la tarde, toda la noche, tal vez durante parte de la mañana, esperando que sonara el teléfono para escuchar la voz de Sharon.

Escuchó un chirrido metálico y pudo ver a través del parabrisas que se estaba abriendo la verja de hierro forjado. El pie de Zigman se apartó del freno y pisó el acelerador.

El Cadillac abandonó el Camino Levico y enfiló el camino asfaltado que, a través de las palmeras y olmos, conducía hasta la impresionante mansión del altozano.

Al llegar frente a la casa, acercó el Cadillac a una zona del aparcamiento protegida por la sombra de los árboles y se dirigió a toda prisa hacia la entrada.

Se abrió la puerta y el umbral quedó parcialmente ocupado por la rechoncha figura de Nellie Wright, vestida con un bonito traje pantalón, mirándole con expresión apenada y sin quitarse de la boca el cigarrillo que estaba fumando.

A sus pies, la pequeña Yorkshire de Sharon ladraba nerviosamente.

Sin responder inmediatamente a la inquisitiva y preocupada mirada de Nellie, Zigman la besó en la mejilla, acarició a la Yorkie y penetró en el espacioso salón con aire acondicionado.

Cuando Nellie hubo cerrado la puerta, Zigman se quitó la chaqueta deportiva y la colgó del brazo de un sillón.

– ¿Es que hace tanto calor como yo creo o es que me ocurre algo? -preguntó. -Le diré a Pearl que te traiga una bebida fría.

– Pepsi de régimen -le gritó él a su espalda.

Empezó a pasear por la estancia, procurando no mirar las muchas fotografías y los dos retratos de Sharon, sintiéndose vacío e impotente, y preguntándose qué otra cosa tiene que hacer una persona tras haber hecho todo lo que se le ha ordenado.

Nellie regresó con un gran vaso lleno a rebosar de líquido y cubitos de hielo. Se lo entregó a Zigman y después encendió otro cigarrillo utilizando la colilla del anterior.

El tomó un sorbo, posó el vaso con aire ausente y empezó a pasear de nuevo.

Nellie se sentó en una banqueta.

– Estás más nervioso que una mona -le dijo.

– ¿Y tú no?

– Más que tú. -Entrelazó los dedos de ambas manos y esperó a que él le dijera algo más. Al final, no pudo contenerse por más tiempo-. Bueno, ¿es que no vas a contármelo?

Zigman se sobresaltó como si acabara de descubrir que no estaba solo en la habitación.

– ¿Qué quieres que te cuente? -preguntó acercándose a ella.

– Tenías que ir a Topanga Canyon para dejar el dinero. ¿Lo has dejado?

– Lo he dejado.

– ¿Cuándo?

El se miró el reloj.

– Hace cuarenta minutos. Con tiempo más que suficiente.

– ¿Te ha visto alguien?

– No creo. Siendo un día de fiesta y con este calor, nadie sube a la montaña. La gente se va a la playa. -Buscó el vaso, lo encontró y tomó un sorbo-. Allí arriba, en la carretera, parecía un horno. No soplaba la menor brisa del mar. Se estaba mejor en la montaña.

– ¿Estás seguro de que has encontrado el sitio?

– Completamente seguro -contestó Zigman tranquilizándola-. Las instrucciones estaban muy claras. Me parece que no había nadie. Aquellas dos maletas pesaban como si contuvieran piedras.

– Pepitas de oro querrás decir. Por valor de un millón de dólares.

– Mientras me alejaba de la carretera no hacía más que preocuparme por tonterías. ¿Y si me viera algún oficial del "sheriff" o algún guardabosques o un vigilante de incendios? Le extrañaría ver a un desconocido por aquellos andurriales con dos maletas marrones completamente nuevas.

Me dirigiría preguntas, tal vez me ordenaría que abriera las maletas y entonces encontraría todos aquellos billetes. Tendría que dar muchas explicaciones. Se descubriría toda la historia. Y la pobre Sharon estaría perdida.

No hacía más que pensar en eso. Y otra cosa que me ponía muy nervioso era pensar que el secuestrador pudiera estar oculto allí cerca, siguiendo mis movimientos con unos prismáticos. Te digo que he pasado mucho miedo, Nellie.

– Si yo que no he estado allí estoy que no veo de miedo, me imagino lo que habrás sufrido tú -dijo Nellie comprensiva.

– Tonterías -dijo Zigman-. Tú y yo no estamos sufriendo. La que me preocupa es Sharon. Pienso en lo que estará pasando.

– No hablemos siquiera de ello. Has hecho lo que tenías que hacer. No podemos hacer otra cosa más que esperar su llamada. No sé cuándo la recibiremos.

– Lo que me preocupa es si la recibiremos. Has revisado todos los teléfonos, ¿no es cierto? ¿Funcionan bien?

– Todos funcionan como es debido, Félix.

– Si llama alguna otra persona, quítatela en seguida de encima. No podemos tener la línea ocupada.

– No habrá llamadas. Estamos a fin de semana, Todo está cerrado. Tal vez llame alguno de estos periodistas que me han estado dando la lata estos días.

– ¿Y qué les dices? ¿Les dices que no tenemos ninguna noticia?

– Eso les he dicho últimamente. Había decidido que la próxima vez que me llamaran les diría que ya habíamos recibido noticias, que nos había enviado una postal desde México, donde está pasando unas vacaciones. Para que dejaran de fastidiarme.

– Muy bien. No se ha publicado nada desde aquel jaleo que armó Sky Hubbard. Creo que lo hemos mantenido bastante en secreto. -Zigman se dirigió hacia donde tenía la chaqueta y sacó un puro. Lo desenvolvió y dijo como hablando consigo mismo-: Hemos mantenido la tapa cerrada.

Eso es una ventaja. Pero, no sé estoy preocupado.

Nellie asintió.

– Y con razón. Está prisionera. Dios sabe dónde. Pero cuando tengan el dinero en su poder, estoy segura de que la soltarán. Ellos o él o quienesquiera que sean estos criminales. Zigman mascó pensativo el puro sin encender.