A Yost se le había pasado por alto. Sus ojos se posaron en la parte de arriba del resguardo, en la que podía leerse en letras mayúsculas azules: Droguería y Farmacia Arlington, Avenida Magnolia, Arlington, California. "Visite nuestro establecimiento de Riverside".

Arrugó rápidamente el trozo de papel y lo arrojó al excusado. Después echó agua. La prueba condenatoria desapareció inmediatamente.

Arlington, Arlington, Arlington, California. El dulce canto resonó por su cabeza. Intentó imaginarse un mapa del sur de California.

A excepción de Los Angeles, Beverly Hills, Bel Air, Westwood, Bretnwood, Santa Mónica, Malibú, el mapa estaba en blanco. Pero había toda una serie de localidades a escasa distancia de las numerosas autopistas y Arlington debía ser una de ellas.

Estaba segura de haber oído mencionar aquel nombre alguna vez. Lo recordó. Una vez había rodado unos exteriores, un breve desplazamiento que había tenido lugar hacía tres, cuatro o cinco años para la filmación de una persecución en una película del Oeste en la que había intervenido.

Después había concedido una entrevista a dos simpáticos periodistas del “Press” de Riverside y el “Times” de Arlington. Ambos periodistas se habían gastado bromas a propósito -sí, ahora lo recordaba-del hecho de no ser Arlington más que un simple suburbio de la ciudad de Riverside propiamente dicho.

Muy bien, ello significaba que no debía estar a más de una o dos horas de distancia de Los Angeles. Se encontraba en alguna zona montañosa de las cercanías de Arlington, California. Le dio un vuelco el corazón. Eso ya era algo.

Pensó que ojalá dispusiera de más datos pero se mostró satisfecha. Había resuelto el penúltimo problema. Quedaba por resolver el último de los problemas, del que dependería su vida o su muerte.

Se había preparado esmeradamente para su último visitante de la noche, tan esmeradamente como cuando se preparaba para salir a cenar con Roger Clay.

Se probó uno de los jerseys y una de las faldas y desechó ambas prendas; se probó después el camisón y también lo desechó y, al final, se puso el sujetador y las bragas del sucinto bikini y se gustó más que con ninguna otra cosa.

A continuación se maquilló cuidadosamente ante el espejo del cuarto de baño. En el transcurso de los últimos meses había ido prescindiendo progresivamente de los artificios de la cosmética, prefiriendo, en su lugar, ofrecer un aspecto sano y natural.

Reservaba el maquillaje para cuando actuaba. Esta noche actuaría. Tras haberse aplicado la sombra de ojos, los polvos y el carmín de labios, se echó perfume detrás de las orejas, en el cuello y en la hendidura del pecho.

Después se sujetó el cabello rubio hacia atrás peinándose con cola de caballo y ya estuvo lista.

Tenía que disponerse a afrontar su más difícil interpretación. Desde el momento en que había decidido convertirse en la mujer que aquellos cuatro individuos soñaban, había estado segura de que su próximo visitante sería el más vulnerable a sus encantos y, por consiguiente, el más útil para sus propósitos.

Pero, inesperadamente, había resultado ser el más difícil de alcanzar y manejar. De los cuatro, era el único que no le había revelado nada.

Esta noche estaba decidida a sacarle provecho por arriesgado que ello pudiera resultar. Minutos más tarde se encontraba reclinada perezosamente en la tumbona canturreando una dulce balada, cuando él entró, corrió el pestillo y se volvió para mirarla.

El Soñador miró a su alrededor y, al final, la descubrió.

– Hola, cariño -le dijo ella con voz gutural-. Te estaba esperando.

– Hola -dijo él.

En lugar de acercarse a ella, se detuvo junto a una silla y se acomodó cuidadosamente en la misma. Sharon sabía que, al principio, siempre se mostraba extraño y distante, pero esta noche le veía más ausente que nunca.

– Bueno, ¿qué te parece? -le preguntó señalándole el bikini-. ¿Te gusta?

– Pareces una modelo de fotografía -le dijo él.

El bikini tenía un anillo extrañamente anticuado que evocaba reminiscencias de Betty Grable, Rita Hayworth e incluso de las estrellas Wampus.

– ¿Debo considerarlo un cumplido?

– El mejor que te podría hacer.

– Quisiera darte las gracias por el traje de baño.

– No lo he comprado yo. Lo compró esta tarde mi compañero.

– Bueno, sea como fuere, es maravilloso. Lo único que echo de menos es una piscina.

– Sí -dijo él con aire ausente-, lamento que no podamos permitirte nadar un poco. Hoy ha hecho muchísimo calor. Más de treinta y cinco grados. Hasta yo hubiera querido darme un baño por el camino de regreso, pero el único lago que hay por aquí no está a disposición del público.

– Qué lástima -dijo ella con indiferencia, procurando dominar su emoción.

La referencia no se le había escapado. Acababa de recibir una recompensa imprevista. Un lago en las cercanías. En algún lugar situado entre la ciudad de Arlington y las colinas en que ella se encontraba había un lago.

Ello equivalía casi a señalar con alfileres sobre un mapa el lugar donde se la mantenía oculta. La geografía de su localización se había completado más allá de lo que hubiera, lástima -dijo él.

– Hubieras debido tomarte un baño de todos modos.

– No podía porque… bueno, no tiene importancia.

Había empezado a recelar. Sharon le vio muy distante.

Después de sus triunfos masculinos de las dos noches anteriores, Sharon había supuesto que se produciría en él un considerable cambio.

Creía que le vería más seguro de sí mismo y más tranquilo. Pero no había sido así y estaba desconcertada. Intentó leer la expresión de su rostro.

El la miraba parpadeando.

Era increíble pero, a pesar de las íntimas relaciones que les habían unido, se le veía como turbado ante su presencia. Era necesario descubrir cuanto antes la causa de aquella actitud. Dio unas palmadas a la tumbona.

– Ven aquí, cariño. ¿No quieres estar cerca de mí? ¿Ocurre algo?

El Soñador se levantó con evidente renuencia y se acercó lentamente a ella. Al final se sentó a su lado. Los fríos dedos de Sharon le rozaron la mejilla y las sienes y después le acariciaron suavemente el cabello.

– ¿Qué te preocupa? Puedes contármelo.

– No sé qué estoy haciendo aquí.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó ella perpleja.

– No sé qué estás haciendo aquí ni qué estoy haciendo yo, todo este asunto.

– Me confundes.

– Tal vez porque yo también estoy confuso -dijo él bajando la mirada.

– ¿Se trata de algo que tenga que ver conmigo? No es posible que estés enojado y que te haya decepcionado, de otro modo no te hubieras tomado la molestia de irme a comprar todas estas maravillosas…

– No, ahí está -le interrumpió él rápidamente-. Tal como ya te he dicho, no he sido yo quien te ha comprado el bikini y las demás cosas. Yo no te he comprado nada en la ciudad. Eso se lo dejé a mi compañero porque yo quería, bueno, muy bien, no hay razón para que no lo sepas.

– Dímelo, por favor -le instó ella.

– Me enteré de que esta tarde iban a proyectar una de tus antiguas películas, una de las mejores, “Los clientes del Doctor Belhomme”, y quise volver a verla.

Estaba deseando verla tal vez porque ahora ya te había conocido. “¡Que la había conocido!” Aquello era una locura. Sharon le escuchaba asombrada.

– Me fui allí y le dejé las compras a mi amigo. Sólo he podido ver la primera parte, pero lo que he visto ha sido suficiente. No me quito la película de la cabeza.

Estabas maravillosa, tal como siempre has estado. Sólo que yo lo había olvidado desde que estamos encerrados aquí.

Eras, no sé cómo expresarlo con palabras. Bueno, inalcanzable e inaccesible como una virgen vestal, como Venus, como la Mona Lisa, como la Garbo, lejos del alcance de los simples mortales.

Sharon estaba empezando a comprender lo que le había ocurrido.

El seguía explicándoselo como hablando consigo mismo.