– ¿Esperar? No podemos permitírnoslo. Esos de ahí fuera no tardarán en recuperar el valor para ir a buscar ayuda.
– Señor, ¿qué cree que ocurriría si nos descubren aquí sin invitación ni autorización y armados?
– De acuerdo. Esperaremos un poco más. Cuando se agacharon tras el contrafuerte, los salvajes gruñidos y rugidos de la pelea de animales llegaron a un punto culminante. Los invitados al banquete daban gritos de entusiasmo y aullaban como si ellos también fueran bestias mientras el oso y los perros se destrozaban mutuamente con una furia espantosa. Con un último aullido agudo que quedó ahogado de inmediato por el rugido triunfal del oso, la lucha llegó a su fin y las ovaciones de la audiencia terminaron convirtiéndose en ruidosas conversaciones. Cato se arriesgó a echar un vistazo tras el contrafuerte de piedra toscamente tallada y vio que una docena de fornidos britanos se llevaba con cadenas al oso, de cuyas fauces y numerosas heridas goteaba sangre. A sus destrozadas víctimas las sacaron de allí arrastrándolas con unos ganchos.
Se oyó un fuerte batir de palmas proveniente del exterior del salón y las puertas se abrieron de golpe para dejar paso a docenas de esclavos imperiales que empezaron a circular por los lados del salón. ~¡Vamos! -dijo Cato entre dientes al tiempo que le tiraba del brazo a Macro. Ambos se pusieron en pie y se unieron a los esclavos con disimulo, abriéndose paso entre la multitud de artistas e invitados. A Cato le latía con fuerza el corazón, sentía frío y tenía miedo ante el espantoso riesgo que estaba corriendo. Si los descubrían, lo más probable era que los mataran en el acto, antes de que tuvieran oportunidad de explicar su presencia. Cato vio a Lavinia de pie detrás de sus amos. Un poco más allá, Vitelio se había levantado de su triclinio y le hizo señas a Lavinia. Con una rápida mirada para asegurarse de que su ama no miraba, ésta corrió con ligereza hacia el tribuno. El corazón de Cato se endureció al ver esto y tuvo que obligarse a apartar a Lavinia de su pensamiento.
Con Macro a su lado, Cato se escurrió entre el gentío y se colocó detrás de Vespasiano. En ese preciso momento Flavia volvió la cabeza y frunció el ceño al ver a los dos soldados entre los esclavos. Entonces sonrió al reconocer a Cato. Le tiró de la manga a su marido.
Al otro extremo del enorme salón, el jefe de camareros dio unas palmadas y los esclavos se acercaron a las repletas mesas de los invitados.
– Señor -dijo Cato en voz baja--. Señor, soy yo, Cato.
Vespasiano levantó la vista y tuvo exactamente la misma reacción que su esposa.
– ¿Qué demonios ocurre, optio? ¿Y tú, Macro? ¿Qué estás haciendo aquí?
– Señor, no hay tiempo para explicaciones -susurró Cato en tono apremiante. Vio que Vitelio tomaba a Lavinia de la mano y la conducía hacia la mesa del emperador-. El asesino sobre el que nos advirtió Adminio está aquí.
– ¿Aquí? -Vespasiano puso los pies en el suelo y se levantó-. ¿Quién es?
– Belonio.
Los ojos del legado se dirigieron instantáneamente hacia el grupo de britanos, que en aquel momento estaban todos borrachos y dando gritos, todos excepto Belonio. Él también estaba de pie con una mano escondida entre los pliegues de su túnica.
– ¿Cómo sabes que es él? -Giró sobre sus talones para mirar a Cato-. ¡Rápido!
En la mesa del emperador, Claudio se relamía mientras recorría con la mirada a la atractiva esclava que tenía ante él. Lejos de estar nerviosa por la perspectiva de ser presentada a su emperador, la chica sonreía con timidez.
– ¡Qué mujer! -exclamó Claudio apreciativamente. -Ya lo creo, César -coincidió Vitelio-. Y es muy servicial. -No lo dudo. -Claudio le sonrió a Lavinia-. ¿Y de verdad estás dispuesta a entregarte a tu emperador?
Lavinia frunció el ceño y se volvió hacia Vitelio con inquietud, pero el tribuno miraba fijamente hacia delante, totalmente indiferente ante las insinuaciones del emperador.
– ¿Y bien, jo-jovencita? Vitelio dirigió una rápida mirada hacia los invitados tribales y luego se volvió hacia su emperador.
– Tal vez al César le gustaría echar un vistazo más de cerca a la mercancía.
Sin previo aviso, agarró la túnica de Lavinia por los hombros y le dio un fuerte tirón hacia abajo hasta dejar sus pechos al descubierto. Lavinia dio un grito y se resistió, pero Vitelio la sujetó con fuerza. Todas las miradas se volvieron hacia ellos.
Hubo un repentino movimiento a la derecha del emperador cuando Belonio salió disparado de repente y echó a correr hacia él, con una daga que brillaba en su mano bajada. Cato fue el primero en reaccionar: de un salto se subió a la mesa que había frente a su legado y se precipitó por el salón hacia Belonio.
– ¡Detenedle! -gritó Cato. Belonio lanzó una mirada de reojo, con los ojos encendidos de un fanático y un gruñido con el que enseñó los dientes, y siguió corriendo hacia el emperador. Cato se precipitó de cabeza sobre el asesino y lo agarró de la pierna. Sujetándola con fuerza, consiguió derribar a Belonio. Ambos cayeron hacia delante, pero Cato volvió a asir rápidamente al otro y le clavó los dedos por un momento antes de que Belonio pegara una patada con el pie que tenía libre, la cual impactó de lleno en la cara del optio. Cato soltó la mano instintivamente y Belonio se zafó, se puso en pie apresuradamente y volvió a lanzarse hacia el emperador.
Los guardaespaldas germanos, que se habían distraído momentáneamente con la exhibición de Lavinia por parte de Vitelio, corrieron a situarse entre su señor y Belonio. Claudio tenía las manos levantadas para taparse la cara y profirió un grito tembloroso. El britano siguió corriendo, con la daga preparada en la mano y sin levantar el brazo, directo hacia el emperador. Cuando alcanzó al primer guardaespaldas, el germano se echó hacia atrás y le pegó al britano con el escudo en la cabeza. Belonio se estrelló contra el suelo de piedra.
– ¡Guardias! -gritó Narciso-. ¡Guardias! Vitelio sólo tardó un segundo en darse cuenta de que el asesino había fallado. Le arrebató la daga del cinturón a uno de los guardaespaldas y él mismo se echó encima del britano. Los guardias se estaban acercando pero, cuando llegaron allí, todo había terminado. Vitelio se levantó y se quedó de rodillas, con la mejilla y la parte delantera de su túnica manchadas de sangre. Belonio yacía a sus pies, muerto, con el mango de la daga del guardaespaldas asomándole por debajo de la barbilla. La hoja le había atravesado el cuello y se había clavado en su cerebro, y los ojos se le salían de las órbitas, con una expresión de sorpresa. Un hilo de sangre oscura se formó en la comisura de su boca abierta y le bajó por la mejilla.
El britano tenía en la mano la empuñadura enjoyada de la daga celta que Lavinia había introducido a escondidas en el salón. Ella bajó la vista hacia la daga, luego miró a Vitelio con una expresión de terror y retrocedió poco a poco, apartándose de él, al tiempo que apretaba la estropeada túnica contra su pecho.
Los guardaespaldas avanzaron con las armas desenfundadas. Desde el otro extremo, los invitados a la cena y los esclavos que la servían se precipitaron hacia allí para verlo mejor. Cato se puso en pie y se encontró rodeado de personas que se agolpaban. Miró a su alrededor y vio que Claudio estaba a salvo. Narciso rodeaba al emperador con un brazo y gritaba órdenes para que despejaran el salón. Cato volvió la cabeza y buscó con la mirada a Lavinia, preocupado. Entonces la vio forcejeando con Vitelio, que la tenía agarrada e intentaba llevársela a un lado.
Los guardaespaldas del emperador obligaban a la muchedumbre a alejarse de Claudio a punta de espada. A la vista de las armas se oyeron gritos de pánico y la multitud retrocedió,, arrastrando a Cato, que perdió de vista al tribuno y a Lavinia. Alguien le agarró del brazo con fuerza, le hizo dar la vuelta y se encontró frente a Macro.
– ¡Salgamos de aquí! -gritó Macro-. Antes de que llegue la guardia pretoriana y algún idiota empiece una masacre.