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– Entiendo. Una visita. -Macro les guiñó un ojo-. ¿Por casualidad no habrá recibido a una joven de pelo negro?

Los guardias cruzaron una rápida mirada. -Lo que yo pensaba. A Cato le entraron náuseas. Lavinia estaba allí, en la tienda de Vitelio, «de visita».

De pronto se dirigió a grandes pasos hacia la tienda, dispuesto a matar.

– ¡Lavinia! ¡Sal aquí fuera! Uno de los guardias, entrenado para reaccionar al instante ante cualquier amenaza hacia aquellos que protegía, dejó caer la lanza y la metió entre las piernas de Cato. Interceptó su tobillo y el optio tropezó y se cayó. Antes de que pudiera reaccionar, ya tenía encima al guardia con la punta de la lanza peligrosamente cerca de su garganta.

– ¡Tranquilo! -Macro calmó al guardia-. Tranquilo. El chico no es peligroso.

El faldón de entrada a la tienda se levantó y el tribuno Vitelio, con una toga de seda, salió fuera con la cabeza por delante al tiempo que gritaba enojado:

– ¿Qué es todo este maldito alboroto? -Vio a Cato tendido en el suelo y a Macro de pie junto al guardia que amenazaba con atravesar al joven-. ¡Vaya! ¡Pero si son mi Némesis y su pequeño acólito! ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? Que sea breve. Tengo a una deslumbrante señorita esperando.

El calculado comentario provocó el efecto deseado y Cato agarró el astil de la lanza que tenía encima y se la arrancó de las manos al guardia. Echó hacia atrás el extremo con fuerza y le dio un fuerte golpe en la cara al soldado que le hizo un profundo corte en la frente y lo dejó sin sentido. Antes de que el otro guardia pudiera reaccionar Cato ya se había puesto en pie de un salto y levantaba la lanza, dispuesto a clavársela al tribuno en las tripas. Pero no llegó a hacerlo. Una rápida patada en la parte de atrás de la rodilla lo volvió a tirar al suelo. Pero en esa ocasión sobre su cuerpo había otro que lo sujetaba.

– ¡No te levantes! -dijo Macro entre dientes junto a su oído-. ¿Me oyes, maldita sea?

Cato trató de forcejear y enseguida recibió un rodillazo en la entrepierna. Se dobló en dos a causa del dolor y sintió que iba a vomitar. Macro se volvió a poner en pie rápidamente.

– Lo siento, señor. El muchacho está pasando una época de mucha tensión últimamente.

– No te preocupes, centurión -oyó Cato que respondía Vitelio-. Tiene un feo corte en la cabeza. Os daría una venda, pero resulta que acabo de quemar la última de las mías…

Hubo un momento de silencio; incluso Cato dejó de moverse. Entonces Macro tiró de él para levantarlo y lo alejó del tribuno de un empujón.

– Lamento que lo hayamos molestado, señor. Me encargaré de que el muchacho no vuelva a importunarle.

– No tiene importancia -respondió Vitelio cansinamente. -Vámonos -dijo Macro con dureza, y con otro empellón apartó a Cato de la tienda-. ¡Eso te enseñará a no faltarles al respeto a tus oficiales!

Cuando ya estaban lo bastante lejos para que no pudieran oírles, Macro se inclinó hacia Cato y le dijo entre dientes: -Has tenido una suerte endiablada de salir de ésta con vida. De ahora en adelante vas a escucharme y a obedecerme.

– Pero, el emperador… -¡Cierra el pico, idiota! ¿No te das cuenta de que intentaba que le pegaras? Ya sabes cuál es la pena por atacar a un oficial. ¿Quieres que te crucifiquen? ¿No? Pues quédate calladito.

Cuando estuvieron fuera del alcance de la mirada de Vitelio, Macro agarró a Cato por el cuello de la túnica y lo acercó a él. _¡Cato! ¡Espabila! Tenemos que hacer algo. Pronto empezará el banquete y tenemos que encontrar la manera de detener a Vitelio.

– ¡Que se joda Vitelio! -masculló Cato. -Más tarde. Ahora tenemos que salvar al emperador.

CAPÍTULO LIII

– No está mal -comentó Vespasiano con la boca llena de un pastelito salado-. Nada mal.

– Ten cuidado. Te están cayendo migas por todas partes. -Flavia las sacudió de los pliegues de la túnica de su marido-.

Francamente, diría que un hombre adulto tendría que dedicar un poco más de tiempo a pensar en las consecuencias de lo que elige comer.

– No me eches la culpa, cúlpalo a él. -Vespasiano agitó el pastelito hacia Narciso, que estaba de pie a un lado de la mesa del emperador mientras su amo picaba de un plato de setas con ajo-. -Él ha decidido el menú y lo ha hecho de primera. Por cierto, ¿esto qué es?

Flavia tomó una de las pastas y la olfateó con la refinada reflexión de aquellos que han sido educados para mirar por encima del hombro los esfuerzos de los demás.

– Es carne de venado (a lo que podría añadir que ha estado colgada más tiempo del necesario) adobada con salsa de escabeche de pescado antes de desmenuzarla, mezclarla con hierbas y harina y hornearla.

Vespasiano la miró con manifiesta admiración y luego volvió la vista a los restos de su pastelito.

– ¿Cómo sabes todo eso? ¿Sólo por el olor? -A diferencia de ti, yo me molesté en leer el menú. Vespasiano esbozó una sonrisa gentil. -¿Qué más hay en el menú, ya que tú eres la experta? -No tengo ni idea. Sólo llegué a leer los entrantes, pero me imagino que no es más que una repetición de todos los banquetes que Claudio ha celebrado hasta ahora.

– Un animal de costumbres, nuestro emperador. -De las costumbres de Narciso, por desgracia. El menú tiene su impronta por todas partes: elegido con escrupulosidad, pretencioso y con muchas posibilidades de dejarte una sensación de náusea en el estómago.

Vespasiano soltó una carcajada y, de forma espontánea, se acercó a su esposa y la besó en la mejilla. Ella aceptó el beso con una expresión de sorpresa.

– Lo siento. No pretendía asustarte -dijo Vespasiano-. Es que, por un momento, parecía como en los viejos tiempos.

– No tiene por qué parecer otra cosa, esposo. Si no me trataras con tanta frialdad.

– Frialdad -repitió Vespasiano, y la miró a los ojos-. Eso no es lo que tú me inspiras. Nunca te he querido más que ahora. -Se acercó más a ella y siguió hablando en voz baja-. Pero tengo la sensación de que no te conozco. Desde que me dijeron que estabas relacionada con los Libertadores.

Flavia le tomó la mano y la apretó con fuerza. -Te he contado todo lo que necesitas saber. Te he dicho que no tengo ningún contacto con esa gente. Ninguno.

– Tal vez ahora no. Pero, ¿y antes? Flavia sonrió tristemente antes de responder con una voz clara y queda:

– No tengo ningún contacto con ellos ahora. Esto es cuanto puedo decirte. Si te contara algo más podría ponerte en peligro, y tal vez a Tito también… y al otro niño.

– ¿El otro niño? -Vespasiano frunció el ceño antes de caer en la cuenta. Dejó de masticar la pasta, cogió aire para decir algo y de pronto empezó a ahogarse con las migas del pastelito. Se le puso la cara roja mientras tosía desesperadamente para intentar aclararse la garganta. Las cabezas empezaron a volverse y, en la mesa de honor, Claudio levantó la mirada, observó el espectáculo y volvió los ojos a su comida, aterrorizado. Narciso se acercó a él a toda prisa para tranquilizarlo y rápidamente mordisqueó una de las setas del plato de Claudio.

Flavia le daba golpes en la espalda a su marido, tratando de librarlo de la obstrucción hasta que, por fin, Vespasiano volvió a respirar y, con lágrimas saltándole de los ojos, atrapó las manos de Flavia para que dejara de vapulearle.

– Estoy bien. Estoy bien. -¡Creí que te morías! -Flavia estaba a punto de romper a llorar y, de pronto, se empezó a reír de los dos, con lo cual los demás comensales volvieron a quedarse tranquilos-. ¿Qué demonios te ha pasado?

– El bebé -logró decir Vespasiano antes de volver a toser--.

¿Estás esperando otro bebé?

– Sí -respondió Flavia con una sonrisa antes de mandar a Lavinia a buscar un poco de agua para su marido.

Vespasiano, todavía con la cara roja, se inclinó y rodeó a su mujer con los brazos, ocultando el rostro entre su hombro y su cuello.