– ¿Es prudente ponerse a beber estando Carataco por aquí cerca? -preguntó.
– No te preocupes por él. Pasará mucho tiempo antes de que pueda causarnos más problemas. Además, una de las legiones estará de servicio mientras tanto. Tú reza para que no sea la nuestra.
– Sí, señor -dijo Cato en voz baja. -¡Relájate, muchacho! Lo peor ya ha pasado. El enemigo ha huido, se prepara una fiesta y ha mejorado el tiempo. -Macro se tumbó en la hierba, se puso las manos detrás de la cabeza y cerró los ojos-. La vida es bella, así que disfrútala.
A Cato le hubiese gustado compartir el buen humor del centurión y los demás legionarios, pero no podía sentirse contento. No mientras lo atormentara el fantasma de Vitelio seduciendo a Lavinia. El séquito del emperador se había unido al ejército a mediodía y estaban atareados levantando el campamento en una esquina de las fortificaciones que el general Plautio les había asignado. El hecho de saber que Lavinia estaba cerca hacía que a Cato se le acelerara el pulso, pero, al mismo tiempo, la perspectiva de encontrarse de nuevo con ella lo llenaba de terror. Seguro que en esa ocasión ella le diría lo que él más temía, que ya no quería volver a verlo. Aquella idea lo torturaba de tal forma que al final Cato ya no pudo soportarlo más, y la necesidad de saberlo se impuso al miedo a descubrirlo.
Dejando a Macro tranquilamente dormido bajo el sol, Cato se fue andando por el campamento hacia las elaboradas tiendas de los seguidores del emperador. Cada paso que daba hacia Lavinia le costaba un gran esfuerzo y, por todas partes, el buen humor de los legionarios aumentaba el peso del sufrimiento que soportaba. No tardó mucho en encontrar la tienda de la esposa del legado y de los miembros de su servicio, pero sí le llevó un rato armarse de valor para acercarse a la entrada. Un esclavo fornido al que no había visto nunca montaba guardia y en el interior se oía una apagada cháchara de voces femeninas. Cato aguzó el oído para ver si distinguía el timbre de la voz de Lavinia.
– ¿De qué se trata? -preguntó el esclavo, a la vez que se interponía entre el faldón de la entrada y el joven optio.
– Es un asunto personal. Deseo hablar con una esclava de la señora Flavia. _¿Mi señora le conoce? -preguntó el esclavo en tono desdeñoso.
– Sí. Soy un viejo amigo. El esclavo frunció el ceño, no sabía si echar a ese mugriento soldado o arriesgarse a interrumpir a su señora, que estaba desempacando.
– Dile que soy Cato. Y dile también que me gustaría hablar con Lavinia.
El esclavo entrecerró los ojos antes de tomar una decisión a regañadientes.
– Muy bien. Quédese aquí. Entró en la tienda y dejó solo a Cato. Éste se giró y echó un vistazo al campamento mientras esperaba que volviera el esclavo. Un susurro de la lona a sus espaldas hizo que se diera la vuelta rápidamente. En lugar del esclavo se encontró ante él a la señora Flavia, que con una sonrisa crispada en el rostro le tendió la mano para saludarlo.
– Mi señora. -Cato inclinó la cabeza. -¿Cómo te encuentras?
– Muy bien, mi señora. -Alzó los brazos y dio una vuelta rápida con la esperanza de hacerla reír--. Como bien puede observar.
– Estupendo… Se hizo un silencio incómodo y cuando el habitual humor alegre de Flavia no se materializó, Cato sintió que lo invadía una fría sensación de terror. _Mi señora, ¿podría hablar con Lavinia?
La expresión de Flavia adoptó un aspecto apenado. Dijo que no con la cabeza.
– ¿Qué ocurre, mi señora? ¿Le pasa algo a Lavinia?
– No. Está bien. La preocupación de Cato se calmó rápidamente. -Entonces, ¿puedo verla? -No. Ahora no. No está. -¿Dónde puedo encontrarla, mi señora? -No lo sé, Cato. -Entonces esperaré a que vuelva. Bueno, si a usted no le importa.
Flavia se quedó callada y no respondió. En lugar de eso, lo miró a los ojos y su semblante se volvió afligido.
– Cato, ¿respetas mi opinión como solías hacerlo?
– Por supuesto, mi señora. -Pues olvídate de Lavinia. Olvídala, Cato. No es para ti. ¡No! Déjame terminar. -Alzó la mano para acallar las quejas de Cato-. Ha cambiado de opinión sobre ti durante las últimas semanas. Tiene… aspiraciones más elevadas.
Cato rehuyó a Flavia y ella se quedó consternada por la gélida furia que endurecía su joven rostro.
– ¿Por qué no me contó lo de Vitelio, mi señora? -preguntó con una voz forzada--. ¿Por qué?
– Por tu propio bien, Cato. Tienes que creerme. No deseo herirte innecesariamente.
– ¿Dónde está Lavinia? -No puedo decírtelo. Cato pudo imaginarse perfectamente dónde podría estar Lavinia. Miró fijamente a Flavia, apretando la mandíbula mientras luchaba por controlar las emociones que se arremolinaban en su interior. De pronto apretó los puños, dio media vuelta y se alejó de la tienda a grandes zancadas. _¡Cato! -Flavia avanzó unos pasos hacia él y se detuvo con la mano medio levantada, como si quisiera detenerlo. Se quedó mirando con tristeza el cuerpo delgado y casi frágil del joven que se alejaba rígidamente con paso enérgico, mientras que el dolor que sufría quedaba de manifiesto en los puños fuertemente apretados junto a su cuerpo. Puesto que, para empezar, ella era la responsable de haber permitido que la relación entre los dos jóvenes prosperara y la había utilizado para sus propios fines políticos, Flavia sintió que el peso de la culpa se abatía sobre ella. A pesar de los motivos personales que justificaran sus acciones, el coste humano que éstas conllevaban era difícil de soportar.
Flavia se preguntó si una simple y brutal declaración de dónde se encontraba Lavinia en aquellos momentos no hubiese sido una manera más rápida y gentil de ayudar a Cato a superar su juvenil adoración por Lavinia.
CAPÍTULO LI
La luz del sol poniente entraba a raudales por los faldones de la entrada de la tienda del tribuno y adornaba una parte de su contenido con un intenso brillo anaranjado a la vez que proyectaba unas oscuras sombras alargadas en el otro lado. Lavinia acurrucó la cabeza en el hombro del tribuno y deslizó los dedos por los negros rizos de su torso, en el que cada uno de los cabellos reflejaba la luz del sol crepuscular. El aroma de su sudor le inundó el olfato con el penetrante olor de su masculinidad y respiró al ritmo del suave movimiento ascendente y descendente de su pecho. Aunque el tribuno tenía los Ojos cerrados, ella sabía que estaba despierto por el ligero roce de un dedo en la curvada hendidura entre sus nalgas mientras él trazaba sus contornos.
– ¡Mmmm, qué bien! -Ella respiró suavemente junto a su oído-. No te detengas aquí.
– Eres verdaderamente insaciable -dijo Vitelio entre dientes-. Tres veces en una tarde es más de lo que cualquier hombre puede aguantar.
Lavinia deslizó la mano por su pecho y su estómago, y tomó entre sus finos dedos la carne blanda y maleable de su pene, que empezó a masajear lentamente.
– ¿Estás del todo seguro? Vitelio levantó su otra mano y extendió el dedo índice, el gesto con el que un gladiador vencido apelaba a la multitud.
– Suplico clemencia.
– No acepto la rendición de ningún hombre. -Lavinia soltó una risita mientras continuaba con su intento de provocar una reacción.
– ¿Ni siquiera de ese chico con el que tenías relaciones? El tono de aquel comentario era algo más que frívolo, y Lavinia retiró la mano y se dio la vuelta, alzó la cabeza apoyándose en un codo y lo miró.
– ¿Qué pasa? ¿Estás celoso? -Lavinia aguardó una respuesta, pero Vitelio le devolvió la mirada en silencio-. ¿Cómo puedes estar celoso de un chico joven?
– No tan joven como para no saber abrirse camino, según parece.
– Pero lo bastante joven como para tener que detenerse a preguntar de vez en cuando.
– ¿A una mujer aún más joven que él? -¡Ah! -Lavinia sonrió-. Yo le llevaba ventaja. Gracias a ti, mi tribuno particular. -Bajó la cabeza y lo besó en la boca, luego, lentamente, rozó el vello de su pecho con los labios y le dio un beso en el ojo y otro en la frente antes de volver a reclinarse apoyada en el codo-. Me alegro mucho de que volvamos a estar juntos. No sabes cuánto he echado de menos estar contigo así. Creo que nunca me había sentido tan feliz.