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– ¿Qué diablos crees que estás haciendo, muchacho? Cato reconoció el rostro del guardia pretoriano de la puerta del recinto. Trató de responder pero la ausencia de aire en sus pulmones hizo que, en lugar de eso, sólo pudiera emitir un resuello.

– ¿Te niegas a responder, eh? Muy bien, veamos si mi centurión te puede soltar la lengua y quizás algunos dientes, ya puestos.

El guardia enroscó el puño en el pelo de Cato y, medio a tirones, medio a rastras, lo llevó por el parque de carros hacia la tienda del cuartel general. Los esclavos y legionarios que cargaban el resto de carretas se detuvieron a observar aquel espectáculo tan poco edificante. Algunos de ellos se rieron y Cato notó cómo se ruborizaba por la vergüenza de ser tratado como un travieso colegial.

CAPÍTULO XLV

– ¿Todo listo? -El general Plautio echó un vistazo a su alrededor. Los últimos oficiales formaban a un lado del camino que iba del puente al campamento principal-. Pues bien, dad la señal.

Sabino hizo un gesto con la cabeza al tribuno del estado mayor a cargo de las comunicaciones, quien gritó una rápida orden a los trompetas y cornetas allí reunidos para que prepararan sus instrumentos de metal. Hubo una breve pausa mientras tomaban aire y fruncían los labios y luego, tras contar mentalmente hasta tres, una nota ensordecedora atravesó el río como un trueno. Aun estando entrenados para la batalla, los caballos del Estado Mayor se movieron inquietos al oír el estruendo y las filas bien ordenadas de oficiales superiores se desbarataron momentáneamente. En la otra orilla del río los bronces de las cohortes de la guardia pretoriana respondieron a la señal.

– Vamos allá -dijo Plautio entre dientes.

Las blancas figuras de las primeras filas de pretorianos salieron del otro campamento y, con toda la precisión de un desfile, marcharon hacia el puente a paso militar. Los bruñidos cascos de bronce refulgían bajo el brillante sol de la mañana en vívido contraste con las oscuras nubes que se iban acercando poco a poco desde el sur. La brisa era tranquila y húmeda antes de la tormenta que se avecinaba.

– Ojalá no marcharan al paso -se quejó el prefecto de los zapadores-. No es bueno para mi puente. Cualquier idiota sabe que las tropas deben romper el paso al cruzar por un puente.

– ¿Y arruinar el efecto estético? -replicó Vespasiano-. Narciso no lo toleraría. Tú reza para que no haga marchar al paso a los elefantes.

El zapador se sobresaltó, alarmado, ante aquella posibilidad, pero se tranquilizó al darse cuenta de que el legado estaba siendo irónico.

– Lo último que necesitamos es una campaña truncada -bromeó Vitelio, y los oficiales superiores hicieron una mueca.

La larga columna blanca se extendió a lo largo del puente como una enorme oruga hasta que por fin la cabeza llegó a la orilla norte y empezó a subir por la pendiente hacia el portón principal.

– ¡Vista… a la derecha! -bramó el primer centurión mientras conducía a sus hombres junto al general y su Estado Mayor. Con perfecta sincronización, los pretorianos volvieron la cabeza de golpe mientras que los soldados de la derecha, que marcaban la posición, seguían con la vista al frente para asegurarse de que se mantuviera debidamente la alineación. El general Plautio saludó con aire de gravedad al tiempo que las centurias pasaban por delante a paso rápido.

Al otro lado de la puerta principal se hallaba formado el resto del ejército, listo para avanzar hacia el enemigo. Las cohortes pretorianas encabezarían la ofensiva en territorio hostil. Su privilegiada posición en cabeza de la línea de marcha implicaba que el polvo levantado por el paso de miles de botas claveteadas no les obstruiría la garganta ni les ensuciaría las radiantes túnicas y escudos. Al otro extremo del puente se hizo un pequeño hueco en la columna y entonces apareció una ondulante barrera de color escarlata y oro cuando los estandartes del ejército salieron a paso decidido. Por detrás, dominando sobre ellos, iba el primero de los elefantes, lujosamente engalanado, que llevaba al emperador.

– Ahora veremos lo buen zapador que eres -dijo Plautio al tiempo que observaba con interés el puente a la espera de los primeros indicios de derrumbamiento. A su lado, el prefecto de los zapadores parecía consternado ante la posibilidad de que un hundimiento imperial encontrara la manera de Introducirse en su currículum vitae.

El bamboleante avance de los elefantes ofrecía un espectáculo peculiar tras la rígida regularidad de las cohortes pretorianas y, para alivio del prefecto, la línea de enormes bestias ~ iba en absoluto sincronizada y el puente permaneció estable. Tras el último elefante se abrió un espacio. El séquito Imperial y sus carros viajarían con el resto del convoy de bagaje a la retaguardia del ejército, y no se pondrían en marcha hasta al cabo de unas horas.

Pasó el último de los estandartes y entonces el emperador salió del puente y el conductor del elefante le dio unos golpecitos al animal a un lado de la cabeza para hacer que se detuviera frente a Plautio y sus oficiales.

– Buenos días, César. -General. -Claudio saludó con un movimiento de la cabeza-. Confío en que no haya p-problemas con el avance. -Ninguno, César. Su ejército está formado y listo para seguirle hacia una gloriosa victoria. -Era una frase trillada y Vespasiano se esforzó para contener una expresión divertida, pero el emperador pareció tomárselo en serio.

– ¡Estupendo! ¡Maravilloso! Me muero de ganas de caer sobre esos britanos. ¡Démosles una fuerte dosis de acero roromano! ¿Eh, Plautio?

– Bueno, sí, claro que sí, César. El último de los elefantes se detuvo y Narciso se acercó a caballo. Iba a lomos de un pequeño pony que se sobresaltó, nervioso, cuando uno de los elefantes levantó la cola y depositó un pequeño montículo justo en su camino. El primer secretario esquivó rápidamente el desagradable obstáculo y siguió trotando hasta situarse al lado de la bestia en la que iba su señor.

_¡Ah! Estás ahí, Narciso. ¡Ya era hora! Creo que ahora me trasladaré a la silla de manos.

– ¿Está seguro, César? Piense en la heroica imagen que ofrece ahí arriba sobre una bestia tan magnífica. ¡Un auténtico dios conduciendo a sus hombres a la guerra! ¡Qué estampa tan inspiradora para los soldados!

– No, cuando este es-estúpido elefante me haga vomitar no lo será. ¡Conductor! Haga descender a este animal ahora mismo.

Después de su última experiencia al desmontar de un paquidermo, Claudio se agarró con fuerza a los brazos de su trono y se echó hacia atrás tanto como pudo cuando las patas delanteras del elefante se doblaron. De nuevo a salvo en tierra firme, el emperador miró al animal con desaprobación. _¡No sé cómo se las arreglaba ese sinvergüenza de A-Aníbal! Bueno, Narciso. Que me traigan la litera enseguida.

– Sí, César. Haré que la vayan a buscar inmediatamente al convoy de bagaje.

– ¿Qué hace otra vez allí?

– Usted mismo lo ordenó, César. Quizá recuerde que tenía intención de encabezar el avance a lomos de un elefante.

– ¿Ah sí? -Quería «ser más Aníbal que Aníbal». ¿Se acuerda, César? -¡Hum! Sí. Bueno, eso era ayer. Además -Claudio señaló hacia el sur-, no me apetece tener que aguantar encima de un e-e-elefante cuando todo eso estalle.

Narciso se volvió para mirar las negras nubes que avanzaban en grandes cantidades hacia el Támesis. Un fogonazo de luz blanca proveniente de su interior los iluminó y, momentos después, un profundo estruendo retumbó en dirección al campamento romano.

– La litera, por favor, Narciso. Lo más rápido que puedas. -Enseguida, César. Mientras el primer secretario se apresuró a pasar las líneas traseras, el emperador se puso a observar con el ceño fruncido la tormenta que se avecinaba, como si su desagrado fuera a desviarla. Una irregular línea blanca descendió hasta clavarse en el pantano a una corta distancia río arriba y un sonido terrible, como de metal al romperse, atravesó el aire.