Vitelio se enorgullecía del hecho de haber aprendido rápidamente a no suscribir nunca la causa de otra persona, La mera noción de «organización secreta» era una estupidez; las posibilidades de traición y de quedar al descubierto aumentaban de manera casi exponencial cada vez que una organización de ésas reclutaba a un nuevo miembro. No, era más seguro trabajar solo, hacia un fin específico, sin obligaciones hacia las causas de los compañeros. Mantenerse aislado de grupos como aquellos era a la vez su fortaleza y su debilidad, tal como demostraba su actual ardid.
En aquellos momentos, entre los oficiales superiores todo el mundo suponía que las armas que habían descubierto en manos de los britanos debían de haberlas suministrado los Libertadores. Estaba claro que aquellos traidores habían dado por sentado que los britanos volverían a arrojar al mar a los invasores y que una catástrofe de esa índole conduciría a la caída de Claudio. En medio del subsiguiente caos, los Libertadores se veían a sí mismos emergiendo como paladines de una nueva República. De haber fallado la invasión, nadie se habría alegrado tanto de ello como Vitelio. Si el sistema político se mantuviera inestable el tiempo suficiente, él tendría tiempo de mejorar su posición política. Un día, cuando estuviera completamente seguro de que fuera el momento propicio, él se haría con el poder.
Ahora, la que se consideraba la última traición de los Libertadores supondría el descrédito de su reputación en Roma. Desde las viviendas ilegales de los barrios más bajos de la Suburbia hasta las más ricas mesas del janículo, los Libertadores iban a ser maldecidos con los términos más duros. Vitelio trataba de aumentar su condenación con el complot para matar a Claudio. Le hubiera sido imposible llevar a cabo su plan solo, pero el cuidadoso cultivo del arraigado resentimiento de Niso había dado su fruto. Carataco resultó ser un aliado entusiasta cuando se mencionó la posibilidad por medio de aquel mensaje que llevaba el prisionero al que Vitelio ayudó a escapar. Cualquier desorden político en Roma que hiciera que los invasores se retiraran de Britania compensaba la lacra de estar implicado en un asesinato.
A Vitelio, Carataco le resultó simpático. Nunca había conocido al cabecilla britano en persona, pero el carácter de la mente de ese hombre se evidenciaba en sus planes para el complot. A pesar de contar con la terrible desventaja de provenir de una cultura guerrera que valoraba el honor de un hombre por encima de todo lo demás, Carataco era admirablemente pragmático. Iba a oponer resistencia a Claudio antes de que llegara a Camuloduno. Era una cosa segura. Dejar que la ciudad cayera sin que una sola espada se alzara en su defensa acabaría con cualquier voluntad de resistencia en las demás tribus de la isla. Debía mantenerse la postura desafiante, incluso al precio de otra derrota más. Siempre quedaba la posibilidad, por improbable que fuera, de que la batalla se ganara, te que al menos pudieran hacer que la victoria romana fuera tan pírrica que la invasión se retrasase.
Si el combate que se avecinaba terminaba en otra derrota de los britanos, entonces se podía intentar el asesinato durante la subsiguiente rendición de las tribus, de la que se encargaría el emperador en persona. Carataco se las había arreglado para convencer a uno de sus seguidores de que aceptara la misión suicida de empuñar el arma. A Vitelio sólo le faltaba encargarse de que a aquel hombre se le proporcionara un cuchillo tras el registro previo a la presentación ante el emperador. Pero, sin el mensaje que llevaba Niso, Vitelio no conocería la identidad del asesino. Si no la sabía, no se podía atentar contra la vida del emperador.
Tanto si el asesinato de Claudio tenía éxito como si no, se culparía a los Libertadores. Bien podría ser un cuchillo britano el que se hundiera en el corazón de Claudio, pero seguro que los que investigarían el complot encontrarían alguna manera de implicar a los Libertadores, sobre todo si se les animaba a hacerlo.
De repente Vitelio se sentó derecho en su cama de campaña, enojado consigo mismo. No tenía sentido pensar en los placeres que el futuro le reservaba cuando en cualquier momento Niso podía revelar su participación en la confabulación. Al mismo tiempo, poco podía hacer al respecto hasta que Niso, o alguna noticia sobre él, llegara al campamento base. Entonces podría justificar su interés haciendo el papel de amigo preocupado. Mientras tanto, se reprendió, debía mantener la calma. No debía mostrar inquietud, no fuera que alguien que lo viera lo recordara cuando prestara testimonio en cualquier investigación que se realizara si ocurría lo peor. Mejor sería pensar en algo más agradable.
Fue entonces cuando recordó haber visto a Flavia entre el séquito imperial. Detrás de la esposa de Vespasiano estaba aquella esclava terriblemente atractiva con la que una vez tuvo una aventura cuando la segunda legión estaba destacada en Germania. Hasta ese viejo chocho libidinoso de Claudio se había fijado en ella. Mientras recordaba las facciones de su rostro, Vitelio sonrió ante la perspectiva de reanudar su relación.
CAPÍTULO XLIII
¡Ponedlo bajo las lámparas! -gritó el cirujano jefe mientras los legionarios entraban la camilla a la tienda de tratamiento-. ¡Tened cuidado, idiotas!
Cato caminaba junto a ellos y apretaba un trapo manchado de sangre contra la herida. El cirujano jefe, un hombre de piel morena como Niso, les ayudó a poner la camilla encima de la mesa de reconocimiento, que estaba hecha de madera, y luego aflojó la cuerda que hacía descender las lámparas por la polea. Bajo su tenue luz sacó la compresa para examinar el punto de entrada de la jabalina, pero tanto la parte delantera como los costados de su torso estaban cubiertos de una capa pegajosa de color rojo. El cirujano agarró una esponja de un cuenco de bronce sumamente bruñido y limpió la sangre. Dejó al descubierto un agujero oscuro, del diámetro del dedo de una persona, que al instante se llenó de sangre. Volvió a colocar la compresa. «-¿Dónde lo encontrasteis?
– Intentaba cruzar las líneas de piquetes -respondió Cato-. Uno de nuestros soldados lo detuvo.
– ¡Y que lo digas! -El cirujano levantó la compresa de nuevo para examinar la herida e hizo una mueca al ver el incontenible flujo de sangre.
De pronto, Niso alzó la cabeza al tiempo que soltaba un grito y la volvió a dejar caer en la mesa con un golpe sordo, entre murmullos y gemidos.
– Tenemos que detener la hemorragia. Parece que ya ha perdido demasiada sangre. -El cirujano jefe levantó la vista--. ¿Cuánto tiempo dices que hace que lo encontrasteis?
Cato hizo un rápido cálculo basándose en los toques de guardia.
– Media hora. -¿Y ha estado sangrando así todo el tiempo? -Sí, señor. -Entonces está arreglado. No puedo hacer nada. -Algo se debe de poder hacer, señor -dijo Cato con desesperación.
– ¿Es amigo tuyo? Cato vaciló un momento antes de mover la cabeza afirmativamente.
– Bueno, optio. Lo siento muchísimo por tu amigo Niso, pero la verdad es que no hay nada que pueda hacer por él. Es la clase de herida que siempre es mortal.
Niso estaba temblando y sus gemidos tenían un tono de lamento. Sus ojos parpadearon y de repente se abrieron como platos, y miraron a su alrededor con aturdido pánico antes de posarse en Cato.
– Cato… -Niso alargó la mano.
– No te muevas, Niso -le ordenó Cato-. Necesitas descansar. Vuelve a tumbarte.
– No. -Niso esbozó una débil sonrisa y luego sus labios se crisparon cuando un terrible espasmo se apoderó de él-. Me estoy muriendo. Me muero, Cato.
– ¡Tonterías! ¡No vas a morirte! -¡El maldito cirujano soy yo! ¡Sé lo que me está ocurriendo! -Sus ojos centellearon con fiereza y se cerraron con fuerza cuando el siguiente espasmo recorrió su cuerpo-.