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Sabino maniobró su caballo para situarse junto a su hermano.

– No podía fallar, maldita sea -dijo en voz baja--. No levantamos el culo durante casi dos meses esperando al emperador con un sol glorioso y en cuanto reanudamos la ofensiva se nos viene encima una tormenta.

Vespasiano soltó una queda y amarga risita al tiempo que `asentía con la cabeza. -Y no hay esperanzas de que nos paremos a esperar a 'que amaine, supongo. -Ninguna, hermano. Hay un buen trecho que recorrer en esta campaña y Claudio no osa estar ausente de Roma más tiempo del absolutamente necesario. El avance sigue adelante haga el tiempo que haga.

– ¡Oh, mierda! -Vespasiano notó una gota en la mano.

A continuación se oyó el suave golpeteo de las pesadas gotas de lluvia sobre los cascos y escudos. Por toda la ancha superficie del Támesis, un frente gris se extendía hacia la orilla izquierda. De pronto el aguacero empezó en serio, cruzando el aire con un siseo y repiqueteando sobre cualquier superficie. Con la lluvia se levantó una ligera brisa que zarandeó las ramas de los árboles en los bosquecillos cercanos y agitó las gruesas capas militares de los oficiales cuando éstos se apresuraron a envolverse en ellas. Claudio levantó la vista hacia el cielo justo cuando un relámpago estallaba sobre el mundo con una deslumbrante cortina de luz blanca y la enojada expresión de su rostro se heló durante el más breve de los instantes.

– ¿Crees que esto podría ser un presagio? -preguntó Sabino medio en serio.

– ¿Qué clase de presagio? -Una advertencia de los dioses. Una advertencia sobre el resultado de esta campaña, quizás.

– ¿O una advertencia dirigida a Claudio? -Vespasiano se volvió para intercambiar una mirada de complicidad con su hermano mayor.

– ¿De verdad lo crees? -Tal vez. O puede que sólo sea una señal de los dioses anunciando que va a llover a cántaros unos cuantos días.

La desaprobación de Sabino por aquella despreocupada manera de mofarse de la superstición se hizo evidente por su ceño fruncido. Vespasiano se encogió de hombros y se volvió para observar al emperador, que le gritaba algo al cielo. Sus palabras quedaban ahogadas por el estrépito de los truenos y el golpear de la lluvia. Los elefantes se empujaban nerviosamente unos a otros a pesar de los mejores esfuerzos de sus conductores, y la agitación de aquellas enormes bestias estaba empezando a afectar a los caballos. _¡Sacadlos de aquí! -les gritó Plautio a los conductores-. ¡Apartadlos del camino! ¡Rápido! ¡Antes de que perdáis el control sobre ellos!

Los conductores de los elefantes percibieron el peligro, así que les dieron patadas con los talones frenéticamente y apearon las arrugadas calvas grises de sus monturas hasta que las bestias se apartaron del camino pesadamente y se dirigieron hacia el borde del río, alejándose del puente todos apiñados.

Claudio dejó de reprender a los dioses y se encaminó por el sendero hacia los oficiales a caballo.

– ;Dónde está mi co-condenada litera? -Ya viene, César -respondió Narciso a la vez que señalaba en dirección al puente, que en ese momento era cruzado al trote por una docena de esclavos cargando una enorme silla de mano dorada de dos plazas. Cuando la litera llegó a la orilla más cercana, por el sendero bajaban unos pequeños arroyos y lo que momentos antes era una superficie seca y dura se había vuelto resbaladiza. Los porteadores trataban con todas sus fuerzas de no perder el equilibrio mientras se dirigían hacia el emperador, el cual los aguardaba con furiosa impaciencia. Cuando alcanzaron terreno llano aceleraron el paso y rápidamente dejaron la litera en el suelo junto al emperador.

– ¡Ya era hora! -Claudio estaba empapado, tenía el ralo cabello cano pegado a la cabeza en desordenados mechones ,su capa, que antes era de un intenso color púrpura, se había oscurecido y colgaba en húmedos pliegues por encima de sus hombros. Con una última e iracunda mirada hacia los cielos se metió en la litera. A través de las cortinas llamó al general Plautio.

– ¿Sí, César? -¡Pongámonos en marcha! Este ejército se-seguirá con la ofensiva tanto si llueve como si hace sol. ¡E-e-encárguese de ello! -¡César!

Con un rápido movimiento de la mano Plautio hizo una señal a sus oficiales allí congregados, los cuales dieron la vuelta a sus caballos y, formando una tosca columna, se dirigieron a sus unidades para prepararse para el avance. Sabino siguió cabalgando junto a su hermano menor con la cabeza metida entre los pliegues de su capa. La cimera de ceremonia de su yelmo estaba empapada y colgaba de manera lamentable de su soporte. A su alrededor arreciaba la lluvia, acompañada de frecuentes destellos brillantes seguidos de oscuridad y de truenos ensordecedores que hacían temblar a la mismísima tierra. No era difícil darse cuenta de que la tormenta había estallado justo cuando el ejército abandonaba el campamento, como una señal de que los dioses no aprobaban el avance sobre Camuloduno. Sin embargo, los sacerdotes del ejército habían leído las entrañas al alba y el suelo había dejado ir libremente los estandartes cuando los abanderados de la legión habían ido a recogerlos de su santuario. A pesar de estos contradictorios indicios de favor divino, Claudio había ordenado de todas formas que el ejército avanzara según la estrategia que les había resumido a sus oficiales superiores. Sabino estaba preocupado.

– Lo que quiero decir es que incluso yo sé que deberíamos reconocer el terreno por delante de la línea de avance.

Estamos en territorio enemigo y quién sabe las trampas que Carataco puede habernos preparado. El emperador no es un soldado. Lo único que sabe sobre la guerra es lo que ha aprendido en los libros, no de su experiencia en el campo de batalla. Si nos limitamos a seguir adelante a ciegas hacia el enemigo, nos estamos buscando problemas.

– Sí.

– Alguien tiene que intentar razonar con él, sacarlo del error. Plautio es demasiado débil para poner objeciones y el emperador considera que Hosidio Geta es un idiota. Tiene que ser otra persona.

– Por ejemplo yo, supongo.

– ¿Por qué no? Parece que le caes bastante bien y gozas del respeto de Narciso. Podrías tratar de que adoptara una estrategia más segura.

– No -respondió Vespasiano con firmeza--. No voy a hacerlo.

– ¿Por qué, hermano? -Si el emperador no quiere escuchar a Plautio, difícilmente va a escucharme a mí. Plautio está al mando del ejército. Abordar al emperador es cosa suya. Y no hablemos más del asunto.

Sabino abrió la boca con la intención de hacer otro intento para persuadir a su hermano, pero la expresión petrificada del rostro de Vespasiano, que conocía desde la niñez, lo desalentó. Cuando Vespasiano decidía que un asunto estaba zanjado, no había manera de hacerle cambiar de opinión, e intentarlo sería perder el tiempo. A lo largo de los años Sabino se había acostumbrado a verse frustrado por su hermano menor; además, había llegado a darse cuenta de que Vespaciano era una persona más capaz que él. Eso no quería decir que Sabino hubiera llegado a admitirlo, y siguió haciendo su papel de hermano mayor y más sabio lo mejor que pudo. Aquellos que llegaban a conocer bien a los dos hermanos no podían evitar establecer una contundente comparación entre la calmada competencia y férrea determinación del joven Flavio y la nerviosa y tensa superficialidad de Sabino, demasiado dispuesta a complacer a los demás.

Vespasiano guió a su caballo para que siguiera a los otros oficiales colina arriba hacia la puerta principal. Se alegró de que su hermano se hubiera callado. Era cierto que Plautio y:Vas legados se habían preocupado muchísimo por la excesivamente atrevida estrategia que les había resumido un excitado emperador. Claudio había hablado y hablado, y su tartamudeo fue empeorando mientras daba una larga conferencia en la que divagó sobre historia militar y la genialidad de la audaz y directa ofensiva. Al cabo de un rato Vespasiano había dejado de escuchar y empezó a pensar en asuntos más personales. Tal como siguió haciendo ahora.