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Le costaba pensar en Lazarus como en su patrón. A sus ojos, el fabricante de juguetes se parecía más a un amigo, un buen amigo. A medida que avanzaba la tarde, Simone comprendió, entre el remordimiento y una vergüenza casi infantil, que en otras circunstancias, en otra vida, aquella rara comunión entre ambos tal vez podría haber sido la semilla de algo más. La sombra de su viudedad y el recuerdo flotaban en su interior como el rastro de un temporal; del mismo modo en que la presencia invisible de la esposa enferma de Lazarus mojaba la atmósfera de Cravenmoore. Testigos invisibles en la oscuridad.

Le bastaron unas horas de simple conversación para leer en la mirada del fabricante de juguetes que idénticos pensamientos cruzaban su mente. Pero también leyó en ellos que el compromiso con su esposa sería eterno y que el futuro apenas deparaba para ambos más que la perspectiva de una simple amistad. Una profunda amistad. Un puente invisible se alzó entre dos mundos que se sabían separados por océanos de recuerdos.

Una luz áurea que anunciaba el crepúsculo inundó el estudio de Lazarus y tendió una red de reflejos dorados entre ellos. Lazarus y Simone se observaron en silencio.

– ¿Puedo hacerle una pregunta personal, Lazarus?

– Por supuesto.

– ¿Por qué razón se convirtió en un fabricante de juguetes? Mi difunto esposo era ingeniero, y de cierto talento. Pero su trabajo evidencia un talento revolucionario. Y no exagero; usted lo sabe mejor que yo. ¿Por qué juguetes?

Lazarus sonrió en silencio.

– No tiene por qué contestarme -añadió Simone.

Él se incorporó y caminó lentamente hasta el umbral de la ventana. La luz de oro tiñó su silueta.

– Es una larga historia -empezó-. Cuando apenas era un niño, mi familia vivía en el antiguo distrito de Les Gobelins, en París. Probablemente usted conoce el área, un barrio pobre y plagado de viejos edificios oscuros e insalubres. Una ciudadela fantasmal y gris, de calles angostas y miserables. En aquellos días, si cabe, la situación estaba incluso mucho más deteriorada de lo que usted pueda recordar. Nosotros ocupábamos un diminuto piso en un viejo inmueble de la rue des Gobelins. Parte de la fachada estaba apuntalada ante la amenaza de desprendimientos, pero ninguna de las familias que lo ocupaban estaba en condiciones de mudarse a otra zona más deseable del barrio. Cómo conseguíamos meternos allí mis otros tres hermanos y yo, mis padres y el tío Luc aún me parece un misterio. Pero me estoy desviando del tema…

»Yo era un muchacho solitario. Siempre lo fui. La mayoría de los chicos de la calle parecían interesados en cosas que a mí me aburrían y, en cambio, las cosas que a mí me interesaban no despertaban el interés de nadie a quien conociese. Yo había aprendido a leer: un milagro; y la mayoría de mis amigos eran libros. Esto hubiese constituido motivo de preocupación para mi madre de no ser porque había otros problemas más acuciantes en casa. Mi madre siempre creyó que la idea de una infancia saludable era la de corretear por las calles aprendiendo a imitar los usos y juicios de cuantos nos rodeaban.

»Mi padre se limitaba a esperar que mis hermanos y yo cumpliésemos la edad suficiente para que pudiésemos aportar un sueldo a la familia.

»Otros no eran tan afortunados. En nuestra escalera vivía un muchacho de mi edad llamado Jean Neville. Jean y su madre, viuda, estaban recluidos en un mínimo apartamento en la planta baja, junto al vestíbulo. El padre del muchacho había muerto años atrás a consecuencia de una enfermedad química contraída en la fábrica de azulejos donde había trabajado toda la vida. Algo común, al parecer. Supe todo esto porque, con el tiempo, yo fui el único amigo que el pequeño Jean tuvo en el barrio. Su madre, Anne, no lo dejaba salir del edificio o del patio interior. Su casa era su cárcel.

»Ocho años atrás, Anne Neville había dado a luz dos niños mellizos en el viejo hospital de Saint Christian, en Montparnasse. Jean y Joseph. Joseph nació muerto. Durante los restantes ocho años de su vida, Jean aprendió a crecer en la oscuridad de la culpa por haber matado a su hermano al nacer. O eso creía. Anne se encargó de recordarle cada uno de los días de su existencia que su hermano había nacido sin vida por su culpa; que, si no fuese por él, un muchacho maravilloso ocuparía ahora su lugar. Nada de cuanto hacía o decía conseguía ganar el afecto de su madre.

»Anne Neville, por supuesto, dispensaba a su hijo las muestras de cariño habituales en público. Pero en la soledad de aquel apartamento, la realidad era otra. Anne se lo recordaba día a día: Jean era un vago. Un holgazán. Sus resultados en la escuela eran lamentables. Sus cualidades, más que dudosas. Sus movimientos, torpes. Su existencia, en resumen, una maldición. Joseph, por su parte, hubiese sido un muchacho adorable, estudioso, cariñoso…, todo aquello que él nunca podría ser.

»El pequeño Jean no tardó en comprender que era él quien debería haber muerto en aquella tenebrosa habitación de hospital ocho años atrás. Estaba ocupando el lugar de otro… Todos los juguetes que Anne había estado guardando durante años para su futuro hijo fueron a parar al fuego de las calderas a la semana siguiente de volver del hospital. Jean jamás tuvo un juguete. Estaban prohibidos para él. No los merecía.

»Una noche en que el muchacho se despertó gritando en sueños, su madre acudió a su lecho y le preguntó qué le sucedía. Jean, aterrorizado, confesó que había soñado que una sombra, un espíritu maligno lo perseguía a lo largo de un túnel interminable. La respuesta de Anne fue clara. Aquel signo era una señal. La sombra con la que había estado soñando era el reflejo de su hermano muerto, que clamaba venganza. Debía hacer un nuevo esfuerzo por ser un mejor hijo, por obedecer en todo a su madre, por no cuestionar ni una sola de sus palabras o acciones. De lo contrario, la sombra cobraría vida y acudiría para llevarlo a los infiernos. Con estas palabras, Anne cogió a su hijo y lo llevó al sótano de la casa, donde lo dejó a solas en la oscuridad durante doce horas para que meditase sobre lo que le había contado. Ése fue el primero de sus encierros.

»Un año después, cuando una tarde el pequeño Jean me contó todo esto, una sensación de horror me invadió. Deseaba ayudar al muchacho, reconfortarlo y compensar en algo la miseria en la que vivía. El único modo en que se me ocurrió hacerla fue reunir las monedas que había guardado durante meses en mi hucha y acudir a la tienda de juguetes de monsieur Giradot. Mi presupuesto no daba para mucho, y sólo conseguí un viejo títere, un ángel de cartón que podía ser manipulado con unos hilos. Lo envolví en papel brillante y, al día siguiente, esperé a que Anne Neville hubiese salido a hacer sus compras. Llamé a la puerta de la casa y dije que era yo, Lazarus. Jean abrió y le entregué el paquete. Era un obsequio, dije, y me marché.

»No volví a vedo en tres semanas. Supuse que Jean estaba disfrutando de mi regalo, ya que yo no podría disfrutar de mis ahorros en mucho tiempo. Supe más adelante que aquel ángel de trapo y cartón apenas sobrevivió un día. Anne lo encontró y lo quemó. Cuando le preguntó de dónde lo había sacado, Jean, que no quería implicarme, dijo que lo había hecho con sus propias manos.

»Y cierto día, el castigo fue mucho más terrible.

Anne, fuera de sí, llevó a su hijo al sótano y lo encerró allí, amenazándolo con que esta vez la sombra iría a por él en la oscuridad y se lo llevaría para siempre.

»Jean Neville pasó allí una semana entera. Su madre se había complicado en un altercado en el mercado de Les Halles y la policía la encerró, junto con otros tantos, en una celda comunal. Cuando la soltaron, estuvo vagando por las calles durante días.

»A su regreso, encontró la casa vacía y la puerta del sótano atrancada. Unos vecinos la ayudaron a derribada. El sótano estaba desierto. No había señal de Jean por ninguna parte…