Hannah avanzó unos pasos. Había algo extraño, algo desconcertante que no acertaba a descubrir acerca de aquellos objetos y muebles. Sus ojos sondearon de nuevo la habitación infantil. No había niños en Cravenmoore. Nunca los había habido. ¿Qué sentido tenía aquella cámara?
Repentinamente, la idea vino a su mente. Ahora comprendía lo que la había desconcertado en un principio. No era el orden. Ni la pulcritud. Era algo tan sencillo, tan simple, que resultaba difícil incluso detenerse a pensar en ello. Aquélla era la habitación de un niño. Pero faltaba algo… Juguetes. No había ni un solo juguete en toda la estancia.
Hannah alzó el candelabro y descubrió algo más sobre los muros. Papeles. Recortes. La muchacha posó el candelabro sobre la mesa del escritorio infantil y se aproximó a ellos. Un mosaico de viejos recortes y fotografías cubría la pared. El rostro blanquecino de una mujer dominaba un retrato; sus facciones eran duras, cortadas, y sus ojos negros irradiaban un aura amenazadora. El mismo rostro aparecía en otras imágenes. Hannah concentró sus ojos sobre un retrato de la misteriosa dama con un niño en los brazos.
Su mirada recorrió el muro y reparó en los pedazos de viejos periódicos, cuyos titulares no parecían tener ninguna relación. Noticias acerca de un terrible incendio en una factoría de París y sobre la desaparición de un personaje llamado Hoffmann durante la tragedia. El rastro obsesivo de aquella presencia parecía impregnar toda la colección de recortes, alineados como lápidas en los muros de un cementerio de memorias y recuerdos. Y en el centro, rodeado por decenas de otros pedazos ilegibles, la primera página de un periódico fechado en 1890. Sobre ella, el rostro de un niño. Sus ojos estaban llenos de terror, los ojos de un animal apaleado.
La fuerza de aquella imagen la golpeó con violencia. La mirada de aquel muchacho de apenas seis o siete años parecía haber sido testigo de un horror que apenas podía comprender. Hannah sintió frío, un frío intenso que irradiaba de su propio interior.
Sus ojos trataron de descifrar el texto borroso que rodeaba la imagen. «Un niño de ocho años es hallado tras haber pasado siete días encerrado en un sótano, abandonado, en la oscuridad», se leía en el pie de foto. Hannah observó de nuevo el rostro del pequeño. Había algo vagamente familiar en sus facciones, tal vez en sus ojos…
En ese preciso instante, Hannah creyó oír el eco de una voz, una voz que susurraba a su espalda. Se volvió, pero no había nadie allí. La joven dejó escapar un suspiro. Los haces vaporosos que emanaban de las velas atrapaban en el aire miles de motas de polvo y sembraban una niebla púrpura a su alrededor. Se aproximó hasta el umbral de uno de los ventanales y abrió con los dedos una franja entre la cortina de vaho que velaba el cristal. El bosque estaba sumido en la bruma. Las luces del estudio de Lazarus, en el extremo del ala oeste, estaban encendidas, y su silueta se podía distinguir recortada entre el cálido halo dorado que parpadeaba tras los cortinajes. Una aguja de luz penetró a través del claro entre el vaho y tendió un cable de claridad a lo largo de la habitación.
Esta vez, la voz sonó de nuevo, más clara y cercana. Susurraba su nombre. Hannah se enfrentó a la habitación en penumbra y por primera vez advirtió el brillo que despedía un pequeño frasco de cristal. El frasco, negro como obsidiana, estaba resguardado en una diminuta hornacina en la pared, envuelto en un espectro de reflejos.
La chica se acercó lentamente hasta aquel lugar y examinó el frasco. A primera vista, semejaba una botella de perfume, pero jamás había visto un ejemplar tan bello corno aquél, ni una talla en cristal tan elaborada corno la que exhibía el frasco. Un tapón en forma de prisma desprendía un arco iris a su alrededor. Hannah sintió un deseo irrefrenable de tornar aquel objeto en sus manos y acariciar con sus dedos las líneas perfectas del cristal.
Con cuidado extremo, rodeó el frasco con las manos. Pesaba más de lo que esperaba, y el cristal ofrecía un tacto helado, casi doloroso al contacto con la piel. Lo alzó a la altura de los ojos y trató de entrever en su interior. Cuanto sus ojos pudieron advertir era una negrura impenetrable. Sin embargo, al trasluz, Hannah experimentó la ilusión de que algo se movía en el interior. Un espeso líquido negro, tal vez un perfume…
Sus dedos temblorosos asieron el tapón de cristal tallado. Algo se agitó en el interior del frasco. Hannah dudó un instante. Pero la perfección de aquel objeto parecía prometer la fragancia más embriagadora que pudiera imaginar. Hizo girar el tapón lentamente. La negrura en el interior del frasco se agitó de nuevo, pero ella ya no le prestaba atención. Finalmente, el tapón cedió.
Un sonido indescriptible, el aullido del gas escapando a presión, inundó la estancia. En apenas un segundo, una masa de negrura se expandió en el aire desde la boca del frasco, como una mancha de tinta en un estanque. Hannah sintió que le temblaban las manos y que aquella voz susurrante la envolvía. Cuando volvió a mirar el frasco, comprobó que el cristal era transparente y que lo que fuera que había ocupado su interior se había liberado gracias a ella. La muchacha dejó el frasco de nuevo en su lugar. Sintió una fría corriente de aire recorriendo la habitación, extinguiendo las llamas de las velas una a una. A medida que la oscuridad se extendía por la estancia, una nueva presencia se hizo visible entre la negrura. Una silueta impenetrable se esparcía sobre los muros pintándolos de tinieblas.
Una sombra.
Hannah retrocedió despacio hacia la puerta.
Sus manos temblorosas se posaron sobre el frío pomo a su espalda. Abrió lentamente la puerta sin apartar los ojos de la oscuridad y se dispuso a salir de la habitación a toda prisa. Algo avanzaba hacia ella, podía sentido.
La muchacha tiró del pomo para sellar la habitación y uno de los relieves de la puerta se enganchó en la cadena que rodeaba su cuello. Simultáneamente, un sonido grave y escalofriante resonó a sus espaldas, el siseo de una gran serpiente. Hannah sintió lágrimas de terror deslizándose por sus mejillas. La cadena se rompió y la muchacha pudo oír cómo la medalla caía en la oscuridad. Libre de la presa, Hannah se enfrentó al túnel de sombras que se abría ante ella. En uno de los extremos, la puerta que conducía a la escalinata del ala posterior estaba abierta. El silbido fantasmal se escuchó de nuevo. Más cerca. Hannah corrió hacia el umbral de la escalinata. Segundos más tarde identificó el sonido de la manija que empezaba a girar en la penumbra. Esta vez, el pánico arrancó un alarido de su garganta y la muchacha se lanzó escaleras abajo.
El camino de descenso hasta la planta baja se hizo infinito. Hannah saltaba los escalones de tres en tres, jadeando y tratando de no perder el equilibrio. Cuando llegó a la puerta que conducía a la parte trasera del jardín de Cravenmoore, sus tobillos y rodillas estaban repletos de golpes, pero apenas percibía el dolor. La adrenalina encendía un reguero de pólvora a través de sus venas y la empujaba a seguir corriendo. La puerta, que nunca se utilizaba, estaba cerrada. Hannah golpeó el cristal con el codo y la forzó desde el exterior. No sintió el corte en el antebrazo hasta que llegó a las sombras del jardín.
Corrió hacia el umbral del bosque mientras el aire fresco de la noche acariciaba sus ropas empapadas en sudor frío y las adhería a su cuerpo. Antes de internarse en la senda que cruzaba el bosque de Cravenmoore, Hannah se volvió hacia la casa esperando ver a su perseguidor cruzando las sombras del jardín. No había rastro de la aparición. Respiró profundamente. El aire frío le quemaba la garganta y clavaba en sus pulmones un punzón candente. Estaba dispuesta a correr de nuevo cuando avistó aquella silueta adherida a la fachada de Cravenmoore. Un rostro corpóreo emergió de la lámina de negrura, y la sombra descendió reptando entre las gárgolas como una gigantesca araña.