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Lazarus hizo una pausa. Simone guardó silencio, esperando a que el fabricante de juguetes finalizase su relato.

– Nadie volvió a ver a Jean Neville en el barrio.

La mayoría de quienes tuvieron conocimiento de la historia supusieron que el muchacho había huido por alguna trampilla del sótano y había puesto tanta distancia entre él y su madre como había podido. Supongo que eso es lo que sucedió, aunque si le hubiese preguntado usted a su madre, que pasó semanas, meses, llorando desconsoladamente la pérdida del muchacho, estoy seguro de que le hubiese dicho que la sombra se lo había llevado… Le he dicho antes que yo fui probablemente el único amigo de Jean Neville. Sería más justo decir que fue al revés. Él fue mi único amigo. Años más tarde, me prometí que, si estaba en mi mano, nunca jamás ningún niño quedaría privado de un juguete. Ningún niño volvería a vivir la pesadilla que atormentó la infancia de mi amigo Jean. Todavía hoy me pregunto dónde estará, si vive todavía. Supongo que le parecerá una explicación un tanto extraña…

– En absoluto -respondió ella, su rostro camuflado en las sombras.

Simone salió a la luz y esbozó una amplia sonrisa para recibir a Lazarus.

– Se hace tarde -dijo suavemente el fabricante de juguetes-o Debo ir a ver a mi esposa.

Simone asintió.

– Gracias por su compañía, madame Sauvelle -dijo Lazarus, retirándose de la habitación en silencio.

Ella lo observó partir y respiró profundamente.

La soledad trazaba extraños laberintos.

El sol empezaba a declinar sobre la bahía y las lentes del faro destilaban destellos de ámbar y escarlata sobre el mar. La brisa era ahora más fresca y el cielo se teñía de un azul claro, surcado por algunas nubes que viajaban perdidas como zepelines de algodón blanco. Irene yacía ligeramente apoyada contra el hombro de Ismael, en silencio.

El muchacho dejó que uno de sus brazos la rodease lentamente. Ella alzó los ojos. Sus labios estaban entreabiertos y temblaban imperceptiblemente. Ismael sintió un cosquilleo en el estómago y oyó un extraño repiqueteo en sus oídos. Era su propio corazón, martilleando a toda velocidad. Paulatinamente, los labios de ambos se aproximaron con timidez. Irene cerró los ojos. Ahora o nunca, parecía susurrar una voz dentro de Ismael. El muchacho optó por la opción ahora y dejó que su boca acariciase la de Irene. Los siguientes diez segundos duraron diez años.

Más tarde, cuando ambos sintieron que ya no existía una frontera entre ellos, que cada mirada y cada gesto era una palabra de un lenguaje que sólo ellos podían comprender, Irene e Ismael permanecieron abrazados en silencio en lo alto del faro. Si hubiese dependido de ellos, habrían seguido allí hasta el día del Juicio.

– ¿Dónde te gustaría estar dentro de diez años? -preguntó Irene de improviso.

Ismael se paró a meditar la respuesta. No era fácil.

– Menuda pregunta. No lo sé.

– ¿Qué es lo que te gustaría hacer? ¿Seguir los pasos de tu tío en el barco?

– No creo que fuese una buena idea.

– ¿Qué, entonces? -insistió ella.

– No sé, supongo que es una tontería…

– ¿Qué es una tontería?

Ismael se sumió en un largo silencio. Irene esperó pacientemente.

– Seriales para la radio. Me gustaría escribir seriales para la radio -afirmó Ismael finalmente.

Ya lo había soltado.

Irene le sonrió. Otra vez aquella sonrisa indefinible y misteriosa.

– ¿Qué clase de seriales?

Ismael la observó cuidadosamente. No había hablado de ese tema con nadie y no se sentía en terreno seguro al hacerlo. Tal vez lo mejor era plegar velas y volver a puerto.

– De misterio -contestó finalmente, dudando.

– Pensaba que no creías en los misterios.

– No hace falta creérselos para escribir sobre ellos -replicó Ismael-. Hace tiempo que colecciono recortes sobre un individuo que hace seriales de radio. Se llama Orson Welles. Tal vez podría intentar trabajar con él…

– ¿Orson Welles? No he oído hablar de él, pero supongo que no será una persona accesible. ¿Tienes alguna idea ya?

Ismael asintió vagamente.

– Tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie.

La muchacha alzó la mano solemnemente. La actitud de Ismaelle parecía infantil, pero el asunto la intrigaba.

– Sígueme.

Ismaella condujo de vuelta a la vivienda del farero. Una vez allí, el chico se acercó a un cofre que reposaba en uno de los rincones y lo abrió. Sus ojos brillaban de excitación.

– La primera vez que vine aquí estuve buceando y descubrí los restos del bote en que se supone que se ahogó aquella mujer hace veinte años -dijo en tono enigmático-o ¿Te acuerdas de la historia que te conté?

– Las luces de septiembre. La dama misteriosa desaparecida en la tormenta… -recitó Irene. -Exacto. ¿Adivinas qué encontré entre los restos del bote?

– ¿Qué?

Ismael introdujo las manos en el cofre y extrajo un pequeño libro encuadernado en piel, cobijado por una especie de caja metálica, apenas del tamaño de una pitillera.

– El agua ha borrado alguna de las páginas, pero todavía hay fragmentos que pueden leerse. -¿ Un libro? -preguntó Irene, intrigada.

– No es un libro cualquiera -aclaró él-o Es un diario. Su diario.

El Kyaneos zarpó de vuelta a la Casa del Cabo poco antes del crepúsculo. Un campo de estrellas se extendía sobre el manto azul que cubría la bahía y la esfera sangrante del sol se sumergía lentamente en el horizonte, como un disco de hierro candente. Irene observaba en silencio a Ismael mientras pilotaba el velero. El muchacho le sonrió y siguió con la mirada en las velas, atento a la dirección del viento que se despertaba a poniente.

Antes que a él, Irene había besado a dos chicos.

El primero, el hermano de una de sus amigas en el colegio, fue más un experimento que otra cosa. Quería saber qué se sentía al hacer aquello. No le había parecido gran cosa. El segundo, Gerard, estaba más asustado que ella, y la experiencia no había disipado sus sospechas acerca del tema. Besar a Ismael había sido diferente. Había sentido una especie de corriente eléctrica recorriendo su cuerpo al rozar sus labios. Su tacto era diferente. Su olor era diferente. Todo en él era diferente.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó esta vez a ella Ismael, intrigado ante su semblante meditabundo.

Irene compuso un gesto enigmático, alzando una ceja.

Él se encogió de hombros y siguió pilotando el velero rumbo al cabo. Una bandada de aves los escoltó hasta el embarcadero entre los acantilados. Las luces de la casa dibujaban estelas danzantes sobre la pequeña cala. A lo lejos, los reflejos del pueblo trazaban una senda de estrellas sobre el mar.

– Ya es de noche -observó Irene con cierta preocupación-o No te pasará nada, ¿verdad?

Ismael sonrió.

– El Kyaneos se sabe el camino de memoria. No me pasará nada.

El velero se posó suavemente contra el embarcadero. Los graznidos de las aves en los acantilados formaban un eco lejano. Una franja de azul oscuro coronaba ahora la línea incandescente del crepúsculo sobre el horizonte, y la luna sonreía entre las nubes.

– Bueno…, se hace tarde -empezó Irene.

– Sí…

La chica saltó a tierra.

– Me llevo el diario. Prometo cuidado.

Ismael asintió a su vez. Irene dejó escapar una pequeña risa nerviosa. -Buenas noches.

Ambos se miraron en la penumbra. -Buenas noches, Irene.

Ismael soltó las amarras.

– Había pensado ir a la laguna mañana. Tal vez te gustaría venir…

Ella asintió. La corriente se llevaba el velero. -Te recogeré aquí…

La silueta del Kyaneos se desvaneció en la oscuridad. Irene permaneció allí, viéndolo partir, hasta que la negrura de la noche lo hubo engullido completamente. Luego, dos palmos por encima del suelo, se apresuró hacia la Casa del Cabo. Su madre esperaba en el porche, sentada en la oscuridad. No hacía falta un diploma en ingeniería óptica para adivinar que Simone había visto, y oído, el episodio completo en el embarcadero.