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– ¿Quieres quedarte con el traje o te lo quito?- Le preguntó ella.

– Fuera. Si puedes soportar mirarme.

– No te preocupes por eso.

Ella le desató el cinturón de cuero y retiró la seda negra, queriendo llorar cuando él rodó hacia un lado y hacia el otro para ayudarla mientras gruñía por el dolor. Cuando terminaron de quitarle el traje, la sangre rezumaba sobre su costado.

Aquel hermoso edredón quedaría arruinado, pensó ella, no dando una mierda.

– Has perdido mucha sangre. -Ella dobló el pesado traje.

– Lo se. -Él cerró los ojos su cabeza hundiéndose sobre la almohada. Su cuerpo desnudo experimentaba una serie de intermitentes espasmos, sus músculos temblaban y los pectorales se movían sobre el colchón.

Ella puso el traje en la bañera y volvió. -¿te limpiaron antes de vendarte las heridas?

– No lo sé.

– Tal vez debería comprobarlo.

– Dame una hora. Para entonces el sangrado habrá parado.- Él suspiró e hizo una mueca. -Mary…ellos tenían que hacerlo.

– ¿Qué? -Ella se inclinó hacia él.

– Ellos tenían que hacer todo esto. Yo no…- Otra respiración fue seguida por un gemido. -No te enfades con ellos.

Que les den por el culo.

– Mary. -Dijo él con fuerza, sus embotados ojos se concentraron en ella. -No les di ninguna opción.

– ¿Qué hiciste?

– Se acabó. Y no debes enfadarte con ellos. -Su mirada se puso borrosa otra vez.

Con lo preocupada que estaba, lo que quería es que todos esos bastardos se fueran al infierno.

– ¿Mary?

– No te preocupes. – Ella le acarició la mejilla, deseando poder lavar toda la sangre que tenía en la cara. Cuando él se estremeció por el ligero contacto, ella se retiró. -¿No vas a permitirme conseguirte alguna cosa?

– Sólo háblame. Léeme…

Había unos libros contemporáneos en los estantes al lado de los DVD, ella se acercó a los libros de tapa dura. Cogió el de Harry Potter, el segundo y colocó una silla al lado de la cama. Al principio era difícil concentrarse por que ella seguía controlando su respiración, pero al final ella encontró el ritmo y él también. Su respiración era más lenta y los espasmos cesaron.

Cuando se durmió, ella cerró el libro. Tenía la arrugada frente y lo labios pálidos y apretados.

Ella odiaba el dolor que tenía él incluso el resto que había encontrado.

Mary sintió en la piel los años pasados.

Visualizó el dormitorio amarillo de su madre. Olía a desinfectante. Escuchaba las laboriosas y desesperadas respiraciones.

Allí estaba otra vez, pensó ella. Otra cabecera. Otro sufrimiento. Desvalido.

Miró alrededor de la habitación, sus ojos aterrizaron sobre la Madonna y el niño en el aparador. En este contexto la pintura era arte, no un icono, la parte de una colección de la calidad de un museo y sólo se utilizaba como decoración.

Por lo que ella no tenía que odiar la maldita cosa. Y tampoco a asustaba.

La estatua de la virgen en la habitación de su madre había sido diferente. Mary la había despreciado y al instante que el cuerpo de Cissy Luce había abandonado la casa, aquel pedazo de yeso había acabado en el garaje. Mary no tuvo corazón de romperlo, pero habría querido hacerlo.

A la mañana siguiente ella había cogido a Nuestra Señora y la había sacado. Lo mismo con el crucifijo. Cuando ella aparcó en la iglesia, el triunfo que había sentido, el verdadero jódete Dios, había sido embriagador, el único buen sentimiento desde hacía mucho tiempo. Sin embargo el arranque no había durado demasiado. Cuando volvió a casa, todo lo que podía ver era la sombra sobre la pared donde la cruz había estado y el lugar libre de polvo en el suelo donde había estado la estatua de pie.

Dos años más tarde, el mismo día que había dejado aquellos objetos de devoción, a ella le habían diagnosticado leucemia.

Lógicamente sabía que no la habían maldecido por haber dejado aquellas cosas. Había 365 días en el calendario para poder golpearla y como una bola sobre la rueda de una ruleta, el anuncio de su enfermedad había tenido que aterrizar en uno de ellos. En su corazón, sin embargo, algunas veces creía que no. Lo que hacía que odiara a Dios aún más.

Infiernos…Él no tenía tiempo para hacerle un milagro a su madre, quien le había sido fiel. Pero Él hizo un esfuerzo extraordinario para castigar a una pecadora como ella. Figúrate.

– Me alivias. -Dijo Rhage.

Sus ojos reaccionando hacia él. Ella se aclaró la cabeza y le tomó la mano. -¿Cómo estás?

– Mejor. Tu voz me calma.

Había sido lo mismo con su madre, pensó ella. También a su madre le gustaba el sonido de conversación.

– ¿Quieres algo de beber? Preguntó ella.

– ¿Qué estabas pensando en este momento?

– En nada.

Él cerró los ojos.

– ¿Quieres que te lave? -Le dijo ella.

Cuando él se encogió, ella fue al cuarto de baño y volvió con una manopla caliente, húmeda y una toalla de baño seca. Le limpió la cara y con cuidado trabajó alrededor de los bordes de las vendas.

– Voy a quitártelas, ¿ok?

Él asintió y ella con cuidado retiró las cintas de su piel. Tiró las gasas y los acolchados.

Mary se estremeció, la bilis se le subió hasta la boca.

Lo habían azotado. Era la única explicación de las señales.

– Oh…Rhage. -Las lágrimas le nublaron los ojos, pero no les permitió que cayesen. -Solo voy a cambiarlas vendas. Pero también…aún mantengo la oferta de lavarte. Tienes que…

– El cuarto de baño. En el armario a la derecha del espejo.

Estando de pie delante del armario, se desalentó ante las provisiones que tenía a mano. Equipos quirúrgicos. Yeso para las fracturas. Vendas de todo tipo. Cintas. Ella cogió lo que pensó que le haría falta y regresó. Abriendo los paquetes de gasas almohadilladas estériles de 30 cm., las puso sobre su pecho y estómago y calculó que debía dejarlas allí. No había ningún modo de poderle levantar el torso para envolverlo, la acción de ponerlo todo junto implicaría un exceso de pérdida de tiempo.

Cuando ella tocó la sección de la zona inferior izquierda de las vendas, Rhage se tensó. Ella lo miró. – ¿Te he hecho daño?

– Graciosa pregunta.

– ¿Lo siento?

Sus ojos se abrieron, mirándola fijamente con dureza. -¿Aún no lo sabes, verdad?

Claramente no. -Rhage, ¿qué necesitas?

– Que hables conmigo.

– Ok. Déjame acabarlo.

Tan pronto como lo hizo, abrió el libro. Él maldijo.

Confundida, ella le cogió la mano. -No se lo que quieres.

– No es tan difícil entenderlo. -Su voz era débil, pero indignada. -Cristo ¿al menos por una vez podrías dejarme entrar?

Hubo un golpe que atravesó la habitación. Ambos miraron airadamente hacia el sonido.

– Vuelvo enseguida. – Dijo ella.

Cuando abrió la puerta, el hombre de la perilla estaba al otro lado. Llevaba una bandeja de plata sobrecargada de comida equilibrándola con una mano.

– A propósito, soy Vishous. ¿Está despierto?

– Hey, V. -Dijo Rhage.

Vishous pasó derecho por delante de ella y colocó la comida sobre el aparador. Cuando él se dirigió hacia la cama, ella sentía no ser tan grande como él para así poder sacarlo de la habitación.

El tipo apoyó la cadera sobre el colchón. -¿Qué haces, Hollywood?

– Estoy bien.

– ¿El dolor se va desvaneciendo?

– Si.

– Entonces te estás curando bien.

– No puede pasar lo suficientemente rápido para mí. -Rhage cerró los ojos agotado.

Vishous apartó la vista durante un momento, sus labios apretados. -Volveré más tarde, mi hermano. ¿De acuerdo?

– Gracias, hombre.

El tipo se giró y la miró, lo cual no podía haber sido más fácil. En este momento, ella deseaba que él tuviera el gusto del dolor que le había infligido. Y ella sabía que su deseo de venganza se le veía en la cara.

– Resistente galleta, ¿verdad? – Murmuró Vishous.

– Si es tú hermano ¿por qué le hicisteis daño?

– Mary, no lo hagas. -Rhage la cortó con voz ronca. -Te dije…