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– El animal está ahora en mi casa -repuse-. Si quieres llama a los descuartizadores para que vengan por él.

– Sí -convino.

Ambos colgamos el auricular.

Guggenheim, abatido, miraba fijamente por la ventana.

– Será mejor que regrese a Edimburgo -comentó-. A menos que haya otros caballos enfermos.

– Lo averiguaré hoy, a la hora de la comida. Todos los chismes y novedades de Pixhill estarán disponibles a esa hora, en casa de Michael Watermead.

Sugirió que, si yo estaba de acuerdo, se quedaría hasta después de eso y luego se marcharía. Estuve de acuerdo aunque, desde luego, le indiqué que podría regresar de inmediato si algo importante se presentaba.

No podía creer, según afirmó, el estado de mi sala tajada por un hacha. Yo contesté que el responsable del hecho; andaba suelto en alguna parte, y que todavía tenía el arma en su poder.

– Pero, ¿no está… bueno… asustado? -preguntó.

– Soy precavido -repuse-. Por eso no lo llevo conmigo a la comida. No quiero que nadie aquí sepa que conozco a un científico, especialmente a uno que es experto en garrapatas. Espero que no le moleste.

– Por supuesto que no -miró la habitación y se estremeció.

Lo llevé a la granja, a pesar de todo, y le mostré los camiones para transportar caballos, que lo impresionaron. Después me fui a la comida de los Watermead.

Maudie me saludó con afecto y Michael con calidez.

La mayoría de los invitados habituales se encontraba ahí, incluyendo a los Usher y a Bruce Farway. Los niños pequeños no estaban, ya que habían ido a pasar el fin de semana con Susan y Hugh Palmerstone. Me di cuenta de que tenía la secreta esperanza de ver a Cinders nuevamente en casa de los Watermead.

Le pregunté a Michael si ya había aceptado a alguno de los caballos viejos.

– A dos -respondió, al tiempo que asentía-. Son muy inquietos. Todo el tiempo trotan por el fondo del potrero como si fueran caballos de dos años.

Le hice la misma pregunta a Dot y dio una respuesta diferente.

– Benyi dice que podemos posponer este asunto con Tigwood por unos cuantos días. No sé qué le sucede, en realidad es extraño que haya accedido a mi petición. Detesto tener cerca de casa a esos caballos viejos.

El veterinario que les había dado el visto bueno a mis pasajeros geriátricos también se encontraba entre los asistentes; estaba comparando notas con Bruce Farway.

– Supe que los descuartizadores fueron a tu casa -comentó el veterinario.

– Uno de los caballos viejos que trajimos se murió -repuse con resignación-. Alguien más ha tenido problemas? ¿A uno de sus caballos se le contagió el bicho del año pasado?

– No, gracias a Dios.

– ¿De qué bicho del año pasado está hablando? -preguntó preocupado Bruce Farway.

El veterinario respondió:

– Una infección no especificada. Les dio fiebre. Les prescribí algunos antibióticos y se recuperaron -frunció el entrecejo-. Nos preocupó, en realidad, porque todos esos caballos perdieron condición y velocidad después de estar enfermos. Aunque, gracias al cielo, no se propagó.

Lorna, la hermana de Maudie, se acercó a Farway, dando a entender que ella también era dueña. Me alejé de ellos, segregado, en cierta forma, por todo lo que había descubierto mientras me preguntaba qué más ignoraba.

Ed, el hermano de Tessa, se hallaba solo y malhumorado. Traté de animarlo.

– ¿Recuerdas el comentario que nos dejó pasmados a todos la semana pasada? Acerca de que Jericho Rich acosó a Tessa.

– Es verdad lo que dije -insistió a la defensiva.

– No lo dudo.

– La estaba manoseando. Yo lo vi. Tessa lo abofeteó.

– ¿En verdad?

– Jericho Rich le echó pestes y la amenazó con llevarse sus caballos. Tessa le respondió que si lo hacía, iba a vengarse. Es una tonta. ¿Cómo podría desquitarse de un hombre así?

Más tarde, me senté junto a Maudie durante la comida, pero no quedaba mucho de la diversión que había encontrado en su mesa hacía una semana. Maudie lo percibió y trató de disipar mi tristeza, aunque me fui después de] café, sin lamentarlo.

Le informé a Guggenheim que no había ningún caballo que tuviera fiebre en Pixhill, y lo llevé al aeropuerto. De camino a casa me detuve a cargar gasolina y, después de pensarlo un poco, telefoneé a Nina.

– Deberás traer un paracaídas cuando te presentes a trabajar mañana -advertí.

– ¿Qué?

– Para que puedas aterrizar detrás de las líneas enemigas en la Francia ocupada.

– ¿Se trata del golpe que te dieron? ¡Ojalá me explicaras!

– ¿Puedo verte en alguna parte? ¿Qué te parece el Cotswold Gateway? Llegaré antes de las seis.

– Está bien.

Entonces cambié de rumbo y conduje al noroeste; hora y media más tarde llegué al hotel grande y anticuado que se encontraba en la carretera principal A40. Ella ya estaba ahí cuando llegué. Era la Nina auténtica, la de personalidad atrayente, no la versión esmirriada y ordinaria.

Estaba sentada en el vestíbulo, en un sillón de tela cruda junto a una chimenea en la que ardían vivamente los leños; había una bandeja de té colocada frente ella, sobre una modesta mesa. Se puso de pie cuando entré y disfrutó de mi admiración por su apariencia. No llevaba pantalones vaqueros en esta ocasión. En su lugar, unas mallas ajustadas negras le cubrían las piernas esbeltas. No traía puesto un suéter viejo y descuidado, sino una falda negra, blusa de seda blanca de manga larga, unas mancuernas grandes de oro y una cadena larga al cuello. No olía a caballos, sino que despedía un aroma sutil de gardenias.

– Parecías hablar en serio.

– Mmm -la besé en la mejilla como si se tratara de un hábito antiguo y después me senté lo suficientemente cerca para poder conversar, aunque no había nadie que pudiera escucharnos.

– Descubrí que han estado transportando debajo de mis camiones -le dije-. Y no se trata de algo tan sencillo como las drogas -ella aguzó su interés mientras yo hacía una pausa-. Fui a ver a uno de los altos funcionarios de aduanas y le pedí que me explicara que no podía salir y entrar con libertad de Inglaterra con las reglamentaciones de la Comunidad Europea. Se alborotó mucho al hablar de gatos, perros y rabia. Parece que las normas de la cuarentena sí se aplican. De todas maneras, mis camiones han estado transportando ganado extra, aunque no me refiero a gatos y tampoco a perros.

– No entiendo nada. ¿Por qué iban a transportar animales vivos en esos recipientes?

– Para que los mozos de cuadra de los caballos no se dieran cuenta de la existencia de esos huéspedes.

– Entonces, ¿quién ha transportado en secreto estos animales?

– Lewis.

– ¡Oh, no, Freddie! ¡Él tiene un bebé!

– Uno puede amar a su prole y ser un villano.

– ¿Quieres decir… no puedes referirte a que… que Lewis ha intentado deliberadamente traer la rabia a Inglaterra?

– No, no se trata de la rabia, gracias a Dios. Sólo de una fiebre que enferma temporalmente a los caballos, pero que los despoja de toda su velocidad, de tal manera que nunca vuelven a ganar.

Le conté que la "langosta" muerta del Trotador era un conejo.

– Langosta, cangrejo, conejo -Nina suspiró-. ¿Cómo lo averiguaste?

– Le pregunté a Isobel qué era lo que el Trotador había encontrado muerto en el foso y ella me lo dijo. Luego revisé los archivos de la computadora y ahí estaba el dato. El diez de agosto. El Trotador informó que un conejo muerto había caído de un camión que estaba reparando. Eso fue un día después de que Lewis regresó de Francia en ese preciso camión.

Nina no salía del asombro y escuchó con atención. Le conté paso a paso todo lo que había descubierto acerca de las garrapatas, los hábitos de entrenamiento de Benyi, los viajes de Lewis y al final, le hablé de Guggenheim.

– Una vez que un caballo viejo hubiera superado la etapa de la fiebre -expliqué-, podría vivir con las garrapatas todo el verano y sería una fuente continua de enfermedad para los demás receptores designados. Todo lo que se necesita para ello es pasar rápidamente una barra húmeda de jabón sobre el caballo viejo y, en una hora, frotar con el mismo jabón a un nuevo anfitrión. Es muy probable que el mismo Lewis haya llevado a cabo la transferencia -comenté sombríamente- cuando llevaba a las víctimas desafortunadas al hipódromo en mis camiones.