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Por suerte alcancé el último asiento en el vuelo del mediodía. Mi único equipaje era el recipiente de alimentos y el sobre de dinero de mi caja fuerte. Vestía pantalones vaqueros y una camisa de lana deportiva que usaba para trabajar. Coloqué el recipiente sobre las piernas y me dormí la hora que permanecimos en el aire.

Lizzie me estaba esperando en el aeropuerto; a su lado se encontraba un hombre que más parecía un instructor para esquiar que un profesor de química orgánica. El efecto de su apariencia atractiva, moreno y sin barba, se acentuaba por una chaqueta de muchos colores, como la que usan los montañistas.

– Quipp -se presentó el hombre y alargó la mano-. Ven. Vamos en seguida al laboratorio. No hay tiempo que perder.

El profesor conducía su Renault con un entusiasmo que bien hacía juego con su chaqueta colorida. Nos detuvimos ante lo que parecía la entrada posterior de un hospital privado y entramos por un corredor que daba a un par de puertas giratorias. Había un letrero que decía FUNDACIÓN McPHERSON, pintado con letras negras sobre el vidrio.

Quipp cruzó las puertas con aire familiar. Lizzie y yo lo seguimos y llegamos primero a un vestíbulo. Quipp nos entregó a cada uno una bata blanca de laboratorio que se abotonaba en el cuello y se ataba con una cinta alrededor de la cintura. En el laboratorio nos reunimos con un hombre que vestía de manera similar. Se volvió del microscopio y le advirtió a Quipp:

– Más vale que esto sea bueno. Se supone que debo estar en el partido de rugby en Murrayfield.

Quipp me lo presentó como Guggenheim, el recolectar de muestras residente. Al igual que Quipp, prefería que se le identificara por su apellido. Era estadounidense y de complexión delgada, tenía el pelo rizado castaño claro y la mirada bien disciplinada de quien está habituado a la concentración.

El científico tomó el recipiente de plástico y se dirigió hacia una mesa de trabajo. Transfirió de la jabonadura uno de los puntos marrones, lo colocó en un portaobjeto y lo miró rápidamente a través del microscopio.

– ¡Vaya, vaya, vaya! Tenemos una garrapata -comentó Guggenheim. De buen humor, levantó la vista del microscopio-. ¿El caballo está enfermo? -preguntó.

– Mmm -respondí-, el caballo no quiere moverse, se ve deprimido.

– La depresión es clínica -comentó-. ¿Algo más?

Medité en el comportamiento de Peterman.

– No come -repuse.

Guggenheim parecía feliz.

– Depresión, anorexia, los síntomas clásicos -explicó-. Tal vez deberíamos buscar Ehrlichiae risticii -nos miró a Lizzie, a Quipp y a mí-. ¿Por qué no salen un momento, por favor? Denme una hora. Es posible que encuentre algunas respuestas. No les prometo nada. Estamos tratando con organismos que están en el límite de la visibilidad.

Hicimos caso de su sugerencia y dejamos nuestras batas en el vestíbulo. Quipp nos llevó en el auto a sus habitaciones, que eran masculinas e intelectuales, pero mostraban signos inequívocos de la presencia de Lizzie. Ella nos preparó café. Quipp tomó su taza y murmuró gracias con aire familiar.

– ¿Qué es exactamente la Fundación McPherson?

– Es una sociedad filantrópica escocesa -respondió Quipp de manera sucinta-. También es una pequeña subvención universitaria. Cuenta con modernos microscopios electrónicos y, en la actualidad, con dos genios residentes. Acabas de conocer a uno de ellos. La especialidad de Guggenheim es la identificación de vectores de la Ehrlichiae.

– ¿Qué son las erlic… lo que sea que hayas dicho?

– ¿Ehrlichiae? Son organismos parásitos que propagan el surgimiento de garrapatas. Las que mejor se conocen enferman a los perros y al ganado. Guggenheim realizó algunas investigaciones sobre Ehrlichiae en los caballos en Estados Unidos. Habla de una nueva enfermedad que surgió apenas a mediados de los ochenta.

Reflexioné.

– ¿Podrían trasladarse estos organismos Ehrlichiae en un medio de transporte viral? ¿Por ejemplo la sustancia que contenían esos pequeños tubos de vidrio?

Movió la cabeza para negar con decisión.

– No. Ehrlichiae no son virus. Definitivamente no lograrían sobrevivir en ningún tipo de medio.

– Eso no me aclara nada -repuse con pesar.

Después de una hora, Quipp nos condujo de regreso a la Fundación McPherson y allí encontramos a Guggenheim pálido y tembloroso por la emoción.

– ¿De dónde provienen estas garrapatas? -demandó tan pronto como aparecimos vestidos de blanco-. ¿De Estados Unidos?

– Creo que provienen de Francia.

– ¿Cuándo llegaron?

– El lunes pasado. Las traía un conejo.

Me miró con suspicacia y evaluó el asunto.

– Sí, sí. Creo que un conejo podría portarlas. Sin embargo, no sobrevivirían mucho tiempo en un jabón. Pero transferirlas de un caballo a un conejo por medio de un jabón… El conejo no sería receptivo a la Ehrlichiae equina, y en cambio sí podría transportar las garrapatas vivas sin que nadie se diera cuenta.

– ¿Y podrían transferirse las garrapatas a un caballo diferente?

– Es posible. Sí, sí. No veo por qué no -hizo una pausa-. La erliquiosis equina se conoce en Estados Unidos. La he visto en Maryland y en Pensilvania, aunque es una enferme a reciente. Rara. Cuando la causa la Ehrlichiae risticii, se le llama fiebre equina del Potomac. La razón se debe a que se le ha encontrado cerca de la mayor parte de los grandes ríos como el Potomac. ¿Cómo llegaron estas garrapatas a Francia?

– Francia importa caballos criados en Estados Unidos.

– Sí -su entusiasmo era contagioso-. Nadie hasta ahora ha identificado el vector de la Ehrlichiae risticii. ¿Se dan cuenta de que si estas garrapatas son el vector, es decir el portador de una enfermedad, estamos en el umbral de un descubrimiento muy importante? -se detuvo, abrumado.

– ¿Qué le pasa a un caballo si se contagia de la fiebre? ¿Muere?

– En realidad no. El ochenta por ciento sobrevive. Si se tratara de un caballo de pura sangre, es probable que no ganara otra carrera. Por lo que sé respecto a esta enfermedad, debilita mucho.

– ¿Cuánto tiempo dura la fiebre?

– Cuatro o cinco días. Después el caballo desarrolla anticuerpos, de manera que las Ehrlichiae ya no lo afectan. Si el vector es una garrapata, ésta continuaría viviendo -hizo una pausa breve-. ¿Le importaría que vaya a ver lo que tiene en Pixhill?

– Venga -lo invité-. Puede quedarse en mi casa.

– ¿Pronto? Quiero decir, no deseo importunarle, pero usted acaba de mencionar que su caballo es viejo, y es típico que sean los caballos viejos retirados los que se contagian de esta enfermedad. Mientras más viejos son, es más probable que mueran. Es posible hacer un diagnóstico por medio de un análisis de sangre, pero la cantidad que usted trajo no es suficiente.

– Mmm -repuse-, ¿existe alguna cura?

– Tetraciclina -respondió de inmediato-. Le llevaré algo a su muchacho. Posiblemente todavía estemos a tiempo.