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– Cojean durante todo el camino hacia el banco.

– Puedes reírte -objetó Harvey-, pero aun así es un entrenador pésimo.

Al otro lado de la granja, Nina emergió de su búsqueda, negó con la cabeza de manera exagerada y desapareció en el granero. El otro camión regresó de Wolverhampton. Dejé que Harvey supervisara el final de la jornada y seguí al auto de Nina cuando atravesó las rejas. Ella se detuvo después de tres cuartos de kilómetro, caminó hacia mí y sugirió que la siguiera a un lugar para cenar por el que pasaba todos los días. Media hora más tarde ambos nos detuvimos en un estacionamiento repleto.

Se había relajado, se peinó el cabello y se puso lápiz labial, de modo que la Nina con la que fui a cenar parecía más joven y era casi igual a la original. El lugar estaba atestado, las mesas eran pequeñas y muy cercanas unas a otras. Comimos carne asada con papas y cebollas fritas, acompañada de una garrafa de vino tinto.

– A veces me cansa la comida saludable -comentó Nina, segura del cuerpo esbelto que poseía-. ¿Te morías de hambre cuando eras jockey? ¿Qué comías?

– Pescado a la parrilla y ensaladas -repuse asintiendo.

– Me encanta la comida grasosa. Mi hija me desprecia.

Bebimos café tranquilamente, ninguno de los dos teníamos mucha prisa por marcharnos. Le conté que la policía creía que el Trotador había sido asesinado y que tal vez yo sólo contaba con unas cuantas horas para encontrar las soluciones antes de que nos abrumara la artillería pesada.

– Sandy Smith -proseguí- piensa que todo es cuestión de hacer las preguntas correctas. Así que aquí tengo una: ¿Qué piensas de Aziz?

– ¿Qué? -se sorprendió, casi estaba desconcertada.

– Es muy extraño -observé-. Se presentó un día después de la muerte del Trotador, le di el empleo de Brett porque habla francés y árabe, además de haber trabajado en un taller de Mercedes. Sin embargo, mi hermana dice que es demasiado inteligente para lo que hace, y respeto su perspicacia. Ese martes por la noche, cuando terminé en los muelles de Southampton, no sé si Aziz ayudó a llevarme ahí.

– ¡Oh, no! -repuso consternada-. Estoy segura de que no.

– ¿Por qué te sientes tan segura?

– Es sólo que… es tan alegre.

– Se puede sonreír y sonreír y ser un villano.

– Aziz no -advirtió.

Para ser sincero, mi reacción visceral hacia Aziz era la misma que la de Nina: el hombre podía ser un granuja, pero no un villano. Sin embargo, había algunos villanos a mi alrededor, comenté, y necesitaba descubrirlos con rapidez.

– ¿Quién mató al Trotador? -preguntó ella.

Respondí:

– ¿En quién apostarías?

– Dave -contestó sin dudar-. Posee un temperamento violento que nunca te ha mostrado.

– Ya he oído de eso. Pero Dave no. No, lo conozco desde hace mucho tiempo -escuché la duda asaltándome en mi propia voz y a pesar de mi convicción.

– Se puede sonreír como un niño y ser un villano.

Contra todo pronóstico me reí y mis preocupaciones se desvanecieron.

– La policía encontrará al asesino del Trotador -explicó Nina-. Tus problemas desaparecerán y yo podré marcharme tranquilamente a casa. Eso es todo.

– No quiero que te vayas a casa.

Lo dije sin pensar y me sorprendió tanto a mí mismo como a ella. Me miró pensativa, al tiempo que escuchaba lo que yo no había querido decir.

– La soledad habla por ti -repuso despacio.

– Vivo feliz solo.

– Sí. Como yo.

Nina terminó su café y, con un ademán conclusivo, se limpió la boca con la servilleta.

– Es hora de irnos -dijo-. Gracias por la cena.

Pagué la cuenta y nos dirigimos a nuestros autos.

– Buenas noches -se despidió prosaicamente-. Nos vemos mañana temprano -subió al auto y se acomodó en su asiento, sin hacer una sola pausa y sin tensión alguna, adepta a las despedidas no embarazosas.

– Buenas noches -contesté.

Se alejó con una sonrisa, amistosa, nada más. No estaba seguro si debía o no sentirme aliviado.

A PRIMERA HORA de la mañana, me despertó de las profundidades del sueño renovado el timbre del teléfono, que trajo a mi oído sobresaltado la voz recia de Marigold.

– No me tiene muy contenta tu amigo Peterman -explicó-. ¿Podrías venir? Digamos, ¿alrededor de las nueve?

– Mmm -repuse, al tiempo que emergía a la superficie tan lentamente como un nadador medio ahogado. El sueño me llamaba como una droga-. Sí, Marigold. A las nueve. Bien -dejé caer el auricular en el aparato a un lado de la cama.

Mañana de sábado. Café. Hojuelas de maíz.

Todavía medio dormido, caminé arrastrando los pies de la cocina a la sala y encendí la computadora. Tecleé el nombre de Nina y leí su domicilio, a cargo de Lauderhill Abbey, Stow-on-the-Wold, y su edad, cuarenta y cuatro. Nueve años mayor que yo. Ocho y medio, para ser precisos. Bebí mi segunda taza de café y me pregunté si esa diferencia de edades importaba.

Contesté cuatro llamadas telefónicas en rápida sucesión, recibí, modifiqué y acepté solicitudes de viajes para el día. Puse todo en el programa para que Isobel estuviera enterada, ya que trabajaba en la oficina la mayor parte de los sábados por la mañana, de las ocho hasta el mediodía. A los diez minutos para las ocho, llamó Isobel para informarme de su llegada, lo que me permitió dedicarme a atender la granja.

Conduje hasta ahí para observar el inicio de los viajes de ese día. Nina me saludó con un hola breve cuando llegó, su apariencia era tan determinadamente sin atractivo como siempre. Harvey, Phil y los demás entraban y salían del restaurante, recogían sus hojas de trabajo y coqueteaban un poco con Isobel. Era un sábado por la mañana como cualquier otro. Otro día de carreras.

La mayor parte de la flotilla había partido a las ocho y media. Entré en la oficina de Isobel y la encontré registrando el programa del día en su computadora.

– ¿Cómo van las cosas? -pregunté vagamente.

– Siempre delirantes -sonrió, parecía feliz.

– Quiero pedirte que recuerdes algo. Cuando estuve ausente durante el pasado agosto, ¿qué encontró el Trotador en el foso de inspección?

Dejó de teclear y me miró perpleja.

– ¿Qué dijiste?

– ¿Recuerdas qué encontró el Trotador en el foso? Algo muerto, una "langosta" muerta, dijo, pero no es posible que se tratara de un animal de ese tipo. ¿Te acuerdas qué encontró? ¿Te comentó algo? ¿Se lo dijo a alguien?

– ¡Ah, sí! -levantó las cejas-. Recuerdo vagamente, pero no era nada de qué preocuparse. Creo que se trataba de un conejo.

– ¿Un conejo?

– Sí. Un conejo muerto. Dijo que estaba infestado de gusanos o algo así y que ya lo había tirado en el depósito de basura. Eso fue todo lo que comentó.

– ¿Recuerdas qué día fue?

Movió la cabeza con decisión.

– Tal vez estaba anotado en los registros que perdimos, aunque en realidad no lo creo. No recuerdo haberme molestado en guardar algo así.

– ¡Oh, vaya! Gracias de todas maneras -repliqué.

Sonrió sin burla y volvió a su trabajo.

Langostas, pensé. Conejos. Langostas y camarones, langostas y crustáceos, langostas y cangrejos.

Los únicos conejos que me venían a la mente eran los que pertenecían a los niños de Michael Watermead, pero aun si uno de ellos hubiera logrado escapar y esconderse en el foso de inspección, era muy difícil que hubiera estado lleno de gusanos, a menos que tuviera varios días de muerto cuando el Trotador lo encontró. El hecho no parecía tener importancia; sin embargo, el Trotador había pensado que era lo suficientemente significativo como para decírmelo después de siete meses.

Miré mi reloj. Ya eran casi las nueve de la mañana. La cita que entre sueños había concertado con Marigold emergió a la superficie. Le avisé a Isobel a dónde iba y conduje hasta la caballeriza de la señora English.

Ella estaba afuera, con su sombrero de lana puesto, y se acercó presurosa cuando arribé. Llevaba en las manos un tazón de nueces para los caballos.