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– Ha tenido suerte.

– ¿Y vos? ¿No os han recompensado?

– No. Conseguí encontrar al asesino, recuperar el oro robado y obtener la cesión del monasterio, pero no lo bastante deprisa para Cromwell. -Hice una pausa y me acordé de todos los que habían muerto-. No. No lo bastante deprisa.

– Hicisteis todo lo humanamente posible.

– Tal vez, aunque a veces pienso que, si hubiera sido capaz de dejar a un lado la antipatía que me inspiraba Edwig, habría conseguido ser más objetivo y penetrar en su alma. Aún hoy me cuesta aceptar que alguien tan ordenado y puntilloso como él estuviera tan profundamente trastornado. Tal vez utilizaba ese orden, esa obsesión por los números y el dinero, para mantenerse bajo control. Puede que sus sueños de sangre le dieran miedo.

– Ruego a Dios que fuera así.

– Pero lo cierto es que esa obsesión por los números acabó alimentando su locura -dije, y solté un suspiro-. Descubrir la verdad nunca es fácil.

Guy asintió.

– Se necesita paciencia, coraje y esfuerzo, si lo que se desea encontrar es la verdad…

– ¿Sabíais que Jerome murió?

– No. No sabía nada de él desde noviembre, cuando se lo llevaron.

– Cromwell lo hizo encerrar en las mazmorras de Newgate, donde mataron de hambre a sus hermanos. Murió poco después.

– Dios acoja su alma torturada. -El hermano Guy hizo una pausa y me miró dubitativo-. ¿Sabéis qué ha sido de la mano del Buen Ladrón? Se la llevaron el mismo día que a Jerome.

– No. Supongo que se quedarían con las esmeraldas y fundirían el relicario. La mano debe de haber sido pasto de las llamas.

– Era auténtica, ¿sabéis? Existen pruebas sólidas.

– ¿Aún creéis que podía obrar milagros? -Guy no respondió; durante unos instantes seguimos caminando en silencio y entramos en el cementerio de los monjes, donde los obreros seguían retirando lápidas; en el camposanto laico, los panteones familiares habían quedado reducidos a pilas de cascotes-. Decidme, hermano, ¿qué ha sido del abad Fabián? -le pregunté al fin-. Tengo entendido que le negaron la pensión por no firmar el documento de cesión.

Guy movió la cabeza con pesar.

– Vive con su hermana, que es costurera en Scarnsea. No ha mejorado. Hay días que se empeña en ir a cazar o visitar a los terratenientes locales, y su hermana se las ve y se las desea para impedir que salga a la calle vestido pobremente y montado en un jamelgo. Le he prescrito algunas medicinas, pero no han servido de nada. Ha perdido la cabeza.

– «¡Cómo han caído los poderosos!» -cité.

Comprendí que, inconscientemente, había dirigido nuestros pasos hacia la huerta. Al ver la muralla, se me hizo un nudo en la garganta y me detuve en seco.

– ¿Volvemos? -me preguntó Guy con suavidad.

– No. Sigamos.

Nos acercamos a la puerta que conducía a la marisma. Saqué mi juego de llaves y la abrí. Salimos al camino y contemplamos el lúgubre paisaje. La balsa que cubría la marisma en noviembre había desaparecido hacía tiempo y ahora se extendía ante nosotros un silencioso yermo marrón salpicado de cañaverales que se mecían en la brisa y se reflejaban en las charcas de agua estancada. El río iba crecido; el viento del mar despeinaba las plumas de las gaviotas posadas en las márgenes.

– Me visitan en sueños -murmuré tras un largo silencio-. Mark y Alice. Los veo braceando en el agua, hundiéndose, pidiendo auxilio… A veces me despierto gritando -añadí con voz ahogada-. Aunque de distinto modo, los quería a los dos.

El hermano Guy me miró con expresión dubitativa; al cabo de unos instantes, se llevó la mano al interior del hábito, sacó un papel doblado y cubierto de arrugas y me lo tendió.

– No sabía si debía mostraros esto. Temía que os hiciera más daño que otra cosa.

– ¿Qué es?

– Lo encontré hace un mes sobre el escritorio de mi gabinete. Una mañana entré y allí estaba. Supongo que algún contrabandista sobornó a un hombre de Copynger para que lo dejara allí. Es de ella, pero la escribió él.

Abrí la carta y empecé a leer la clara letra redonda de Mark.

Hermano Guy:

Le he pedido a Mark que os escriba estas líneas en mi lugar, pues tiene mejor letra que yo. Os las envío con un hombre de Scarnsea que viene a menudo a Francia, cuyo nombre prefiero mantener en secreto.

Os ruego me perdonéis por escribiros. Mark y yo estamos sanos y salvos en Francia, aunque no puedo deciros dónde. No sé cómo conseguimos atravesar la ciénaga aquella noche; hubo un momento en que Mark se hundió en el lodo, y creí que no podría sacarlo. Pero gracias a Dios conseguimos llegar al barco.

Nos casamos hace un mes. Mark sabía algo de francés y está mejorando tan deprisa que confiamos en que consiga trabajo como escribiente en la pequeña ciudad en la que vivimos. Somos felices, y yo empiezo a sentir una paz como no había sentido desde la muerte de mi primo, aunque no sé si el mundo nos dejará tranquilos en los tiempos que vivimos.

No hay ninguna razón para que todo esto os interese, pero deseaba que supierais que para mí fue muy amargo verme obligada a engañar a alguien que me protegió y que me enseñó tantas cosas. Lo lamentaré siempre, pero nunca me arrepentiré de haber matado a aquel hombre; si alguien merecía morir, era él. No sé qué será de vos fuera del monasterio, pero rezo a Nuestro Señor Jesucristo para que os guíe y proteja.

Alice Poer 25 de enero de 1538

Volví a doblar la carta y clavé los ojos en el estuario.

– Ni siquiera me mencionan.

– Es una carta de Alice dirigida a mí. No podían saber que volveríamos a vernos.

– Así que están vivos y bien… ¡Mal rayo los parta! Puede que ahora deje de soñar con ellos. ¿Puedo decírselo al padre de Mark? Está destrozado. Sólo le diré que me han informado de que Mark está vivo.

– Por supuesto.

– Alice tiene razón. Ya no hay ningún sitio seguro en el mundo, ninguna certeza. A veces pienso en el hermano Edwig y su locura: creía que podía comprar el perdón de Dios por sus crímenes con dos alforjas de oro robado. Puede que todos estemos un poco locos. La Biblia dice que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, pero me parece que nosotros lo hacemos y lo rehacemos a la imagen que mejor se adapta a nuestras cambiantes necesidades. Me pregunto si Él lo sabe o le importa. Todo se disuelve, hermano Guy, todo es disolución.

Nos quedamos callados observando las gaviotas que se abatían sobre el río, mientras a nuestras espaldas se oía un lejano estrépito de plomo.

Nota histórica

La disolución de los monasterios ingleses fue concebida y llevada a cabo entre 1536 y 1540 por Thomas Cromwell, en su calidad de vicerregente y vicario general. Tras una inspección de los monasterios, que proporcionó abundante material comprometedor, en 1536 Cromwell obtuvo del Parlamento la aprobación de una ley que disolvía los pequeños monasterios. No obstante, cuando sus agentes empezaron a aplicarla, el norte del país se alzó en armas de forma casi generalizada, en una rebelión conocida como la «Peregrinación de Gracia». Enrique VIII y Cromwell la atajaron sentándose a negociar con los cabecillas mientras reunían un ejército para aplastarlos.

La ofensiva contra los grandes monasterios se inició un año después con presiones como las descritas en la novela, ejercidas sobre los más vulnerables con el fin de arrancarles la cesión «voluntaria». La del priorato de Lewes, obtenida mediante intimidaciones en noviembre de 1537, fue crucial para conseguir que en los tres años siguientes todos los monasterios se entregaran al rey. En 1540 no quedaba ninguno abierto; los edificios fueron abandonados, aunque los funcionarios de Desamortización retiraron el plomo de los tejados. Los monjes recibieron pensiones. Los pocos que se resistieron se enfrentaron a una represión brutal. Parece indudable que los superiores y obedienciarios de la mayoría de los monasterios tenían más miedo a los comisionados, individuos sin duda despiadados, que los monjes de San Donato a Matthew Shardlake. Pero ni San Donato es un monasterio como la mayoría ni Shardlake un comisionado al uso.