Epílogo
Al entrar en el monasterio, vi las enormes campanas de la iglesia en mitad del patio. Estaban destrozadas, reducidas a grandes pedazos de metal decorado amontonados uno sobre otro, a la espera de ser fundidos. Debían de haber cortado los anillos que las unían al techo y dejado que cayeran a plomo y se estrellaran contra el suelo de la iglesia. Debían de haber hecho un ruido infernal.
No muy lejos, junto a una gran pila de carbón, había un horno de ladrillos. Estaba tragando plomo; una brigada de hombres repartidos por el tejado de la iglesia lanzaba al suelo chapas y tiras, que otro grupo de hombres de los auditores recogía y arrojaba al interior del horno.
Cromwell no se había equivocado; el puñado de cesiones que había conseguido a principios del invierno había convencido al resto de las comunidades de que la resistencia era inútil, y ahora todos los días traían la noticia del cierre de otro monasterio. Pronto no quedaría ninguno. En toda Inglaterra, los abades se retiraban con sustanciosas pensiones, mientras que sus hermanos se hacían cargo de parroquias seculares o colgaban los hábitos para vivir de rentas más modestas. Las historias que circulaban hablaban del caos más espantoso; en la posada de Scarnsea, donde me alojaba, me contaron que, tres meses antes, cuando los monjes tuvieron que abandonar el monasterio, media docena, demasiado viejos o demasiado enfermos para continuar el viaje, habían alquilado habitaciones allí y se habían negado a marcharse cuando se les agotó el dinero. Las autoridades habían acabado echándolos de la ciudad. Entre ellos estaban el monje grueso de la pierna ulcerada y el pobre idiota, Septimus.
Cuando el rey se enteró de lo ocurrido en San Donato, ordenó arrasarlo por completo. Portinari, el ingeniero italiano de Cromwell, acudiría a Scarnsea para demoler el monasterio en cuanto hubiera hecho lo propio con el priorato de Lewes. Tenía fama de hábil en su trabajo; en Lewes había socavado los cimientos de la iglesia y conseguido que se derrumbara de una sola vez en medio de una inmensa nube de polvo. En Scarnsea se comentaba que había sido un espectáculo portentoso y estremecedor, y esperaban con impaciencia que se repitiera allí.
La crudeza del invierno había obligado a Portinari a esperar hasta la primavera para bajar con sus hombres y sus máquinas por la costa del Canal. Llegaría a Scarnsea en una semana, pero entretanto los funcionarios de Desamortización se habían presentado para llevarse todo lo que tuviera algún valor, incluidos el plomo de los tejados y el cobre de las campanas. Fue uno de ellos quien me recibió en la entrada y examinó mi nombramiento; Bugge y los demás criados se habían ido hacía tiempo.
La carta en que lord Cromwell me ordenaba viajar a Scarnsea para supervisar el cierre me había cogido por sorpresa. Apenas habíamos tenido contacto desde que, en diciembre, lo había visitado en Westminster para comentar mi informe. Entonces me había descrito la embarazosa entrevista de media hora que había mantenido con el rey, enterado de que llevaba semanas ocultándole la caótica situación del monasterio y los asesinatos cometidos en él, y de que el ayudante de un comisionado había desaparecido con la asesina de su predecesor. Puede que Enrique le hubiera calentado las orejas, como se rumoreaba que solía hacer; en cualquier caso, Cromwell me había tratado con aspereza y me había despedido sin darme las gracias, de lo que deduje que me había retirado su favor.
Aunque formalmente seguía ostentando el título de comisionado, mi presencia en San Donato carecía de objeto, pues los funcionarios de Desamortización se bastaban y sobraban para realizar el trabajo; en consecuencia, no podía evitar preguntarme si Cromwell me habría hecho volver al escenario de tan terribles sucesos como venganza por la media hora de rapapolvo real. Conociéndolo como lo conocía, no me habría extrañado en absoluto.
El juez Copynger, actual arrendatario de las antiguas tierras del monasterio, se encontraba a cierta distancia examinando planos con un desconocido. Me acerqué a él sorteando a un par de funcionarios de Desamortización que estaban formando una pira con los libros de la biblioteca.
– ¿Cómo estáis, comisionado? -me preguntó Copynger estrechándome la mano-. El tiempo ha mejorado mucho desde la última vez que os tuvimos entre nosotros.
– Desde luego. Casi estamos en primavera, aunque el viento que sopla del mar es frío. ¿Qué os parece la casa del abad?
– Me he instalado en ella muy cómodamente. El abad Fabián la mantenía en excelente estado. Cuando derriben el monasterio, tendré una vista espléndida del Canal -dijo señalando hacia el cementerio de los monjes, donde otra brigada se afanaba en retirar lápidas-. Allí voy a construir unos establos para mis caballos; he comprado toda la cuadra de los monjes a un precio muy razonable.
– Espero que no hayáis puesto a los hombres de Desamortización a hacer ese trabajo, sir Gilbert -le dije sonriendo.
Copynger acababa de recibir el título de lord; en Navidad, el rey en persona le había tocado el hombro con una espada. Ahora Cromwell necesitaba más que nunca hombres leales en los condados.
– No, no, esos hombres trabajan para mí -se apresuró a responder Copynger-. Lamento que no hayáis querido alojaros conmigo mientras permanecéis aquí -añadió mirándome con altivez.
– Este lugar me trae malos recuerdos. Estoy mejor en la ciudad; espero que lo comprendáis.
– Perfectamente, comisionado, perfectamente -respondió sir Gilbert asintiendo con condescendencia-. Pero espero que me hagáis el honor de cenar conmigo. Me gustaría enseñaros los planos que ha dibujado mi agrimensor, aquí presente; vamos a transformar algunos de los edificios auxiliares en cercados para las ovejas, en cuanto derriben los principales. Será todo un espectáculo, ¿no os parece? Sólo quedan unos días.
– Lo será, sin duda. Y, ahora, si me disculpáis… -dije inclinando la cabeza y alejándome mientras me arrebujaba en la capa para protegerme del viento.
Crucé la puerta que daba acceso al claustro. Las idas y venidas de innumerables botas habían dejado un rastro de barro en el suelo de la galería. El auditor de Desamortización había sentado sus reales en el refectorio, al que una incesante procesión de funcionarios acarreaba platos y estatuas policromadas, cruces de oro y tapices, copas, albas e incluso la ropa de cama de los monjes; en suma, todo lo que pudiera venderse en la subasta que se celebraría dos días más tarde.
Instalado en el centro de un refectorio despojado de todo su mobiliario pero atestado de cajones y arcas, de espaldas al crepitante fuego de la chimenea, William Glench comentaba con un escribiente una entrada de su libro de registro. Era un hombre alto y delgado que usaba lentes y tenía un carácter quisquilloso; ese invierno, Desamortización había reclutado todo un ejército de individuos como él. Me presenté, y Glench se levantó y me hizo una reverencia, no sin antes marcar la página del libro objeto de controversia.
– Veo que lo tenéis todo muy bien organizado -le dije. Glench asintió, orgulloso.
– Todo, comisionado, hasta el último cazo y la última sartén de la cocina.
Por un instante, su tono me recordó al hermano Edwig, y no pude evitar estremecerme.
– He visto que están haciendo una pira con los libros. ¿Es realmente necesario? ¿No podría sacarse algo por ellos?
– No, señor -respondió Glench moviendo la cabeza enérgicamente-. Hay que quemarlos todos; son instrumentos del culto papista. No hay ni uno en inglés liso y llano.
Me volví y abrí un arcón al azar. Estaba lleno de ornamentos sagrados. Cogí un cáliz de oro finamente labrado. Era uno de los que el tesorero había arrojado al estanque tras hacer lo propio con el cadáver de Orphan para hacer creer a todo el mundo que la chica era una ladrona. Lo hice girar entre mis manos.