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El hermano Edwig estaba en el otro extremo, oculto tras las campanas. Al acercarme, salió al descubierto, y pude ver que llevaba dos grandes alforjas unidas con una gruesa cuerda alrededor del cuello; el oro tintineaba en su interior al menor movimiento. El tesorero jadeaba ruidosamente y empuñaba la antorcha en la mano derecha con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

– ¿Cuál era el plan, hermano? -le pregunté-. ¿Huir con el dinero de las tierras y empezar una nueva vida en Francia?

Avancé un paso intentando distraerlo, pero estaba tan alerta como un gato, y agitó la antorcha en el aire amenazadoramente.

– ¡N-no! -barbotó dando una patada en el suelo, como un niño acusado injustamente-. ¡No! ¡Ésta es mi entrada para el cielo!

– ¿Qué?

– ¡Ella me rechazaba y volvía a r-rechazarme, hasta que el Diablo me llenó el alma de ira, y la maté! ¿Sabéis lo fácil que es matar a alguien, c-comisionado? -me preguntó, y soltó una risotada-. Las matanzas que presencié de niño le abrieron las puertas al Demonio… ¡Él es quien me llena la cabeza de sueños de s-sangre! -gritó con el mofletudo rostro encendido y las venas del cuello tan hinchadas que parecían a punto de reventar.

Había perdido el control; si conseguía sorprenderlo, acercarme lo suficiente para hacer sonar las campanas…

– No os será fácil convencer de eso a un jurado -le dije.

– ¡Al infierno con vuestros jurados! -Su tartamudeo desapareció y su voz se convirtió en un grito-. ¡El Papa, que es el vicario de Dios en la tierra, permite comprar la redención de los pecados! ¡Ya os dije que Dios hace balance de nuestras almas en el cielo, y resta el debe del haber! ¡Y voy a hacerle tal regalo que me sentará a su diestra! Tengo casi mil libras para la Iglesia francesa, mil libras arrancadas de las manos de vuestro herético rey. ¡Es una gran obra a los ojos de Dios! -afirmó mirándome con ira-. ¡No me detendréis!

– ¿También compraréis el perdón por Simón y Gabriel?

El tesorero me apuntó con la antorcha.

– Whelplay adivinó lo que le había hecho a la chica, y os lo habría contado. ¡Tenía que matarlo, debía completar mi obra! ¡Y Gabriel murió en vuestro lugar, pájaro de mal agüero! ¡Tendréis que rendir cuentas a Dios por eso!

– ¡Estáis loco de atar! -le grité-. ¡Os veré en Bedlam, expuesto como advertencia de adonde puede llevar la corrupción católica!

De pronto, el tesorero cogió la antorcha con ambas manos y echó a correr hacia mí gritando como un endemoniado. Las pesadas alforjas entorpecían sus movimientos y me proporcionaron el tiempo suficiente para hacerme a un lado y esquivarlo. Edwig dio media vuelta y volvió a la carga. Levanté el bastón, pero lo golpeó con la antorcha y me lo arrebató de las manos. Indefenso, comprendí que ahora era él quien me cerraba el paso hacia la puerta. Avanzó hacia mí lentamente, blandiendo la antorcha, mientras yo retrocedía hasta la barandilla que me separaba de las campanas y el vacío. El tesorero había recuperado el dominio de sí mismo; sus negros y astutos ojillos calculaban la distancia que nos separaba y la altura de la barandilla.

– ¿Dónde se ha metido vuestro ayudante? -me preguntó de pronto con una sonrisa malévola-. ¿Hoy no está aquí para protegeros?

De improviso, se abalanzó hacia mí y me asestó un golpe en el brazo, que había levantado instintivamente para protegerme el rostro. Antes de que pudiera reaccionar, me dio un empujón en el pecho que me hizo perder el equilibrio y caer por encima de la barandilla.

Aún revivo aquella caída en sueños y, como entonces, giro en el aire y manoteo intentando agarrarme al vacío, con el grito de triunfo del hermano Edwig en los oídos. Afortunadamente, mis brazos chocaron contra una campana e instintivamente se cerraron sobre ella, mientras trataba de agarrarme a los relieves de su superficie con las uñas. Conseguí evitar la caída, pero las manos me sudaban y resbalaban sobre el metal.

Un segundo después, toqué algo con el pie y conseguí afianzarme. Apretándome contra la campana y estirando los brazos tanto como pude, logré entrelazar las puntas de los dedos a su alrededor. Al mirar hacia abajo, vi que tenía el pie apoyado en la placa de la vieja campana española. Me abracé a ella desesperadamente.

De pronto, noté que empezaba a oscilar. El peso de mi cuerpo la había puesto en movimiento. Al chocar con la de al lado, un tañido ensordecedor llenó la torre y la vibración de la campana hizo que aflojara los brazos a su alrededor. La campana volvió atrás, conmigo pegado a ella como una lapa, y por un instante vi al hermano Edwig, que había dejado las alforjas en el suelo y recogía las monedas que se le habían caído, lanzándome miradas de malévola satisfacción. Ambos sabíamos que no podría seguir agarrándome durante mucho tiempo. Bajo mis pies, oía el eco de débiles voces que ascendían hacia nosotros; la gente que esperaba fuera debía de haber entrado al oír la campanada. No me atrevía a mirar hacia abajo. La campana volvió a oscilar y a chocar con la de al lado; esta vez el golpe hizo que sonaran todas, con un ruido tan ensordecedor que creí que me iban a estallar los oídos. Agitados por la vibración, mis dedos empezaron a separarse.

Entonces, hice lo más desesperado que he hecho en mi vida. Si lo intenté fue porque sabía que la alternativa era la muerte segura. Con un solo movimiento, solté las manos, giré en el aire e, impulsándome en la placa con el pie, salté hacia la barandilla, mientras encomendaba el alma a Dios en el que podía ser mi último pensamiento en la tierra.

Golpeé la barandilla con el estómago; el impacto me dejó sin respiración e hizo vibrar la barra metálica, pero mis manos se agarraron a ella frenéticamente y consiguieron impulsarme al otro lado, aunque no sabría decir cómo. De pronto, me vi hecho un ovillo en el suelo de la galería, con el cuerpo atenazado por el dolor; arrodillado frente a mí, Edwig recogía puñados de monedas y me miraba con una mezcla de cólera y estupor, mientras el ensordecedor tañido de las campanas resonaba en nuestros oídos y hacía temblar el entablado de la galería.

El tesorero se puso en pie de un salto, agarró las alforjas y se volvió hacia la puerta al tiempo que yo me incorporaba y me arrojaba sobre él. Consiguió rechazarme, pero las pesadas alforjas le hicieron perder el equilibrio y trastabillar hacia la barandilla. Al chocar con ella, soltó las alforjas, que cayeron al vacío. El tesorero lanzó un grito, se inclinó sobre la barandilla y estiró la mano hacia la cuerda que las unía. Consiguió agarrarla, pero perdió el equilibrio. Por un instante, se quedó con el estómago apoyado en la barandilla y la piernas en el aire. Sigo creyendo que si hubiera soltado el oro podría haberse salvado; pero no lo hizo. El peso de las alforjas arrastró al vacío al tesorero, que cayó de cabeza, chocó contra una campana y desapareció de mi vista soltando un grito de cólera y terror, como si en el último momento hubiera comprendido que iba a presentarse ante su Creador antes de hacerle su gran regalo. Llegué a la barandilla a tiempo de verlo caer: el hábito revolaba alrededor de su cuerpo, que giraba hacia el suelo de la nave en medio de la lluvia de monedas de oro que escapaban de las alforjas. Presa del pánico, la gente se apartó a la carrera un instante antes de que el tesorero se estrellara contra las losas en una explosión de sangre y oro.

Inclinado sobre la barandilla, jadeante y sudoroso, observé a la gente, que volvió a acercarse lentamente. Unos miraban el cuerpo destrozado del hermano Edwig, mientras que otros alzaban la cabeza hacia lo alto del campanario. Para mi consternación, vi que monjes y criados se arrojaban al suelo y empezaban a gatear y a coger puñados de monedas.