Изменить стиль страницы

– ¡Os digo que no lo conseguiréis! ¡No habéis visto cómo está la marisma!

Mark paseó la mirada entre los dos con la angustia y la indecisión pintadas en el rostro. Vuelvo a verlo y pienso: qué joven era, qué joven para tener que decidir su destino y el de Alice en un instante. Mark se volvió hacia mí, y el alma se me cayó al suelo.

– Tengo que ataros, señor. Procuraré no haceros daño. ¿Dónde tienes el camisón, Alice?

La muchacha sacó la prenda de debajo del almohadón, y Mark la hizo tiras con la daga.

– Tumbaos boca abajo, señor.

– Por lo que más quieras, Mark… -le supliqué, pero él me agarró de los hombros y me obligó a echarme. Me ató las manos a la espalda y luego las piernas, y me dio la vuelta-. Mark, no vayas a la marisma…

Fueron las últimas palabras que pude decirle antes de que me metiera un trozo de camisón en la boca, que a punto estuvo de ahogarme. Alice abrió las puertas del pequeño aparador, y me metieron dentro entre los dos. Mark se irguió y me miró dubitativo.

– Espera un momento. Le dolerá la espalda.

Alice lo observó con impaciencia mientras cogía el almohadón y me lo ponía detrás de la espalda.

– Lo siento -me susurró.

Luego se levantó y cerró las puertas. A mi alrededor la oscuridad era absoluta. Un instante después, los oí cerrar la puerta de la habitación con suavidad.

Tenía ganas de vomitar, pero sabía que si lo hacía seguramente me ahogaría. Me recosté contra el almohadón y respiré profundamente por la nariz. Alice había dicho que el hermano Guy no la echaría de menos hasta las siete, cuando viera que no se presentaba en la enfermería. Tenía once horas para esperar.

32

Dos veces durante aquella larga y fría noche me pareció oír gritos a lo lejos; la gente estaría buscándonos a Mark y a mí, y también a Edwig. Debí de quedarme dormido, porque soñé con la cara de Jerome, que me miraba y se reía como un lunático al verme atado en el interior del aparador; luego me desperté sobresaltado en la densa oscuridad, sintiendo que las ligaduras me desollaban las muñecas.

Llevaba despierto horas, cuando al fin oí pasos en la habitación. Reuní las pocas fuerzas que me quedaban y golpeé con los pies la puerta del aparador, que se abrió al cabo de un instante. Súbitamente deslumbrado, parpadeé hasta que mis ojos se habituaron a la luz del día y me permitieron ver al hermano Guy, que, de pie junto al aparador, me miraba con la boca abierta. En ese momento, lo primero que se me ocurrió fue que, para ser un hombre de su edad, tenía una dentadura envidiable.

El enfermero me desató y, tras recomendarme que me moviera despacio para no hacerme daño en la espalda, me ayudó a salir del aparador y ponerme en pie. Luego me acompañó a mi habitación, donde me apresuré a sentarme ante el fuego, pues estaba muerto de frío. Cuando le conté lo ocurrido y supo que Alice había asesinado a Singleton, se dejó caer sobre la cama con un gruñido.

– Recuerdo que le hablé del pasadizo poco después de que llegara. Sólo quería entablar conversación; se la veía sola y desorientada. Y pensar que la puse al cuidado de mis pacientes…

– Creo que el único que corría peligro cerca de ella era Singleton. Decidme, hermano Guy, ¿todavía no han encontrado a Edwig?

– No, ha desaparecido tan misteriosamente como Jerome. Pero podría haber escapado del monasterio. Anoche, cuando oyó el alboroto, Bugge dejó el portón sin vigilancia. También podría haber salido por la parte posterior de la muralla y huido por la marisma. Pero no entiendo por qué teníais tanto interés en hacerlo detener. Desde que estáis aquí habéis oído cosas mucho peores que las que dijo él.

– Mató a Gabriel y a Simón, y creo que también a Orphan. Y ha robado una fortuna en oro.

Guy me miró, consternado, y luego se cogió la cabeza con las manos.

– Dios Misericordioso… ¿En qué se ha convertido este monasterio para albergar a dos asesinos?

– Alice no se habría convertido en una asesina de no ser por los tiempos que nos ha tocado vivir. Y el fraude de Edwig no habría sido posible si la situación hubiera sido más estable. La verdadera pregunta es en qué país se ha convertido Inglaterra. Y yo he contribuido a ese cambio.

El enfermero levantó la cabeza.

– Anoche, después de que ordenarais detener al hermano Edwig, el abad se vino abajo. Es incapaz de hacer nada ni de hablar con nadie; está sentado en su habitación, mirando al vacío.

Solté un suspiro.

– No ha sabido manejar la situación en ningún momento. El hermano Edwig cogió su sello y lo utilizó para autentificar los títulos de venta de esas tierras. Hizo jurar a los compradores que guardarían el secreto, y ellos debieron de pensar que el abad estaba al corriente -dije intentando levantarme-. Hermano Guy, tenéis que ayudarme. Necesito ir a la parte de atrás del monasterio. Necesito saber si Mark y Alice lo han conseguido.

El enfermero dudaba de que estuviera en condiciones para aquella caminata, pero, ante mi insistencia, me ayudó a levantarme. Cogí el bastón y salimos de la enfermería.

La gente que iba y venía por el patio se paraba y se quedaba mirándome, mientras yo avanzaba con dificultad.

– ¡Comisionado! -exclamó el prior Mortimus corriendo hacia nosotros-. Creíamos que os habían asesinado, como a Singleton. ¿Dónde está vuestro ayudante?

Volví a contar la historia al corro de asustados monjes y criados que se había formado a mi alrededor. Luego ordené al prior que hiciera venir a Copynger; si Edwig había conseguido escapar del monasterio, levantaría a toda la comarca, si era necesario, para buscarlo.

No sé cómo conseguí atravesar la huerta. Sin duda, no habría podido hacerlo sin la ayuda del hermano Guy, pues, después de toda una noche en aquel aparador, la espalda me torturaba horriblemente y las piernas apenas me sostenían. Finalmente acabamos llegando a la muralla. Abrí la puerta y salí fuera.

Ante mis ojos se desplegaba un lago de un tercio de legua de anchura. El agua cubría toda la marisma, en la que el río no era más que una franja fluida en el centro de una inmensa balsa que llegaba casi hasta donde estábamos. No debía de tener más de dos palmos de profundidad, pues aquí y allí se veían cañas que se mecían en la suave brisa de la mañana, pero el terreno blando de debajo debía de estar saturado.

– ¡Mirad! -El hermano Guy señaló dos pares de huellas, unas grandes y otras un poco más pequeñas, impresas en el barro de delante de la puerta; continuaban a lo ancho del camino, en dirección al agua-. ¡Dios santo! Se han metido ahí dentro… -dijo el enfermero.

– No habrán avanzado ni cien varas -murmuré-. Con esta niebla, en la oscuridad, y con toda esta agua…

– ¿Qué es aquello? ¡Allí!

El hermano Guy señalaba algo que flotaba en el agua, a cierta distancia.

– ¡Es una de esas palmatorias que tenéis en la enfermería. Debían de llevarla ellos. ¡Dios mío!

Me agarré al enfermero, pues, al pensar que Mark y Alice habían perdido pie y se habían hundido en la ciénaga, sentí que las piernas se negaban a sostenerme. El hermano Guy me ayudó a sentarme en el borde del camino, donde me quedé respirando despacio hasta que conseguí recuperarme un poco. Cuando levanté la cabeza, vi al enfermero musitando una oración en latín, con las manos entrelazadas y los ojos clavados en la palmatoria, que avanzaba lentamente por la superficie del agua.

El hermano Guy me ayudó a volver a la enfermería. Una vez allí, insistió en que debía descansar y comer, me hizo sentarme en la cocina y me sirvió él mismo. Los alimentos y la bebida hicieron revivir mi cuerpo, pero mi corazón yacía inerte como una piedra en su interior. Seguía viendo imágenes de Mark en el interior de mi cabeza: riendo y bromeando en el camino; discutiendo conmigo en nuestra habitación; abrazando a Alice en la cocina… Al final, era su pérdida la que más me dolía.