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– Por supuesto, señor comisionado, por supuesto. -Sus ojos siguieron mis manos mientras volvía a dejar el sello en la bandeja-. Después de un viaje tan largo, debéis de estar hambriento. ¿Queréis que os pida algo de comer?

– Más tarde, gracias.

– Lamento haberos hecho esperar, pero tenía asuntos que resolver con el administrador de nuestras propiedades en Ryeover. Aún nos queda mucho trabajo con las cuentas de la cosecha. ¿Un poco de vino, quizá? -Pero muy poco.

El abad me sirvió unos dedos y se volvió hacia Mark. -¿Puedo preguntar quién es el señor?

– Mark Poer, mi secretario y ayudante.

El abad enarcó las cejas.

– Doctor Shardlake, tenemos asuntos muy serios que tratar. ¿Puedo sugeriros que sería mejor hacerlo en privado? El joven podría esperaros en las habitaciones que os he hecho preparar.

– Me temo que no, reverencia. El propio vicario general me ordenó que me hiciera acompañar por el señor Poer. Se quedará mientras yo no le ordene lo contrario. ¿Deseáis examinar mi nombramiento?

Mark dedicó una amplia sonrisa al religioso, que se sonrojó e inclinó la cabeza.

– Como deseéis.

Una mano adornada de anillos cogió el documento que le tendía.

– He hablado con el doctor Goodhaps -dije mientras el abad rompía el sello.

El rostro del religioso se tensó, y tuve la sensación de que arrugaba la nariz como si el olor del propio Cromwell ascendiera del papel. Miré hacia el cementerio, donde los criados habían encendido una hoguera de hojarasca de la que ascendía una fina columna de humo hacia el cielo gris. El día empezaba a declinar.

El abad reflexionó durante unos instantes, dejó el nombramiento en el escritorio y se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas.

– Este asesinato es la cosa más terrible que ha ocurrido en este monasterio, sin olvidar la profanación de la iglesia… Aún estoy conmocionado.

Asentí.

– También lord Cromwell lo está. No desea que la noticia trascienda. ¿Habéis sido discreto?

– Totalmente, señor. Monjes y criados están advertidos de que deberán responder ante el vicario general si una sola palabra sale fuera de estos muros.

– Excelente. Aseguraos de que toda la correspondencia que llegue aquí pase por mis manos. Y de que no salga ninguna carta sin mi aprobación. Bien, tengo entendido que la visita del comisionado Singleton no fue de vuestro agrado.

El abad volvió a suspirar.

– ¿Qué puedo decir? Hace dos semanas recibí una carta de la oficina de lord Cromwell diciendo que enviaba un comisionado para discutir asuntos sin especificar. Apenas llegó, el señor Singleton me espetó que quería que cediera el monasterio al rey. -Su reverencia me miró a los ojos; ahora, además de inquieta, su mirada era desafiante-. Recalcó que quería una cesión voluntaria y alternaba promesas de dinero con veladas amenazas, aduciendo irregularidades en nuestra conducta dentro de estos muros, totalmente infundadas, debo añadir. El documento de cesión que pretendía hacerme firmar era tanto más inaceptable cuanto que implicaba admitir que nuestra vida en el monasterio era una farsa religiosa basada en absurdas ceremonias romanas -dijo el abad con una nota ofendida en la voz-. Nuestros actos de culto siguen fielmente las disposiciones del vicario general y todos los hermanos han pronunciado el juramento de renuncia a la autoridad papal.

– Por supuesto. De lo contrario, habrían tenido que atenerse a las consecuencias. -Advertí que llevaba una insignia de peregrino en un lugar visible del hábito; había visitado el santuario de Nuestra Señora en Walsingham. Claro que el rey había hecho otro tanto en su momento. El abad respiró hondo y prosiguió-: El comisionado Singleton y yo discutimos sobre el hecho de que el vicario general no tiene ninguna base jurídica para ordenar a mis monjes y a mí que le entreguemos el monasterio. Un hecho que el doctor Goodhaps, experto canonista, no pudo negar.

No hice ningún comentario, pues tenía razón.

– Tal vez podríamos centrarnos en las circunstancias del asesinato -dije-. Ése es ahora el asunto más urgente.

El abad asintió con expresión sombría.

– Hace cuatro días, el comisionado Singleton y yo mantuvimos otra larga e infructuosa, me temo, conversación. Eso fue por la tarde, y ya no volví a verlo. Sus habitaciones estaban en este edificio, pero el doctor Goodhaps y él solían cenar aparte. Me acosté a la hora de costumbre. A las cinco de la mañana, el hermano Guy, nuestro enfermero, irrumpió en mi habitación y me despertó. Me dijo que al entrar en la cocina había encontrado el cuerpo sin vida del comisionado Singleton en medio de un charco de sangre. Lo habían decapitado. -El abad hizo una mueca de repugnancia y sacudió la cabeza-. El derramamiento de sangre en terreno consagrado es una abominación, señor comisionado. Luego encontramos lo del altar de la iglesia, cuando los monjes fueron a rezar los maitines.

El abad hizo una pausa; la profunda arruga que surcaba su ceño me convenció de que su emoción era auténtica.

– ¿Y qué encontraron?

– Más sangre. La sangre de un gallo negro que estaba al pie del altar, con la cabeza también cortada. Me temo que se trata de un caso de brujería, doctor Shardlake.

– Creo que también ha desaparecido una reliquia… El abad se mordió el labio.

– La Gran Reliquia de Scarnsea. Es única y sagrada, la mano del Buen Ladrón que murió con Cristo, clavada a un trozo de su cruz. El hermano Gabriel descubrió que había desaparecido poco después.

– Tengo entendido que es un objeto valioso. ¿Un cofre de oro con incrustaciones de esmeraldas?

– Sí. Pero me preocupa más su contenido. La idea de que una reliquia tan santa esté en manos de una bruja…

– No fue brujería lo que decapitó al comisionado del rey.

– Eso tiene intrigados a muchos hermanos. En la cocina no hay ningún instrumento que pueda servir para cortarle la cabeza a un hombre. No es algo fácil de hacer.

Me incliné hacia delante y apoyé una mano en una rodilla. Lo hacía para aliviar la tensión de mi espalda, pero podía interpretarse como un gesto desafiante.

– Vuestras relaciones con el comisionado Singleton no eran buenas. ¿Decís que acostumbraba a cenar en su habitación? El abad Fabián extendió las manos.

– Como enviado del vicario general, se le trató con suma cortesía. Él tomó la decisión de no compartir mi mesa. Pero, por favor -dijo el abad alzando ligeramente la voz-, permitidme repetir que condeno su muerte como un acto abominable. De hecho, estoy impaciente por dar cristiana sepultura a sus pobres restos. Su prolongada presencia entre nosotros produce inquietud entre los monjes; temen a su fantasma. Pero el doctor Goodhaps insistió en que el cuerpo debía ser examinado.

– Una medida muy acertada. Su examen será mi primera tarea.

El abad me miró con atención.

– ¿Vais a investigar este crimen solo, sin recurrir a las autoridades civiles?

– Sí, y tan rápidamente como pueda. Pero espero vuestra total cooperación y ayuda.

El abad extendió las manos.

– Por supuesto. Pero, francamente, no sé por dónde podríais empezar. Parece una tarea imposible para un solo hombre. Especialmente si, como creo, el asesino era alguien de la ciudad.

– ¿Qué os hace pensar tal cosa? Según me han dicho, esa noche el portero se cruzó con el comisionado Singleton, quien le dijo que iba a encontrarse con un monje. Y para abrir la puerta de la cocina se necesita una llave.

El abad se inclinó hacia delante con viveza.

– Señor, ésta es una casa de Dios, dedicada a la adoración de Cristo -dijo inclinando la cabeza al mencionar el nombre de Nuestro Señor-. En sus cuatrocientos años de existencia, no había ocurrido nada parecido. Pero fuera, en el mundo del pecado… Algún lunático o, peor aún, alguien que practica la brujería, podría haber entrado en el monasterio con la intención de profanarlo. En mi opinión, el sacrilegio cometido en el altar lo demuestra sin lugar a dudas. Creo que el comisionado Singleton sorprendió al intruso o los intrusos cuando se disponían a entrar en la iglesia. En cuanto a la llave, el comisionado tenía una. Se la había pedido al prior Mortimus esa misma tarde.