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– Por favor, tened cuidado con ese libro, señor -dijo una voz con un acento extraño-. Tiene gran valor para mí, aunque no lo tenga para nadie más. Es un tratado de medicina árabe; no está en la lista de los libros prohibidos por el rey.

Nos dimos la vuelta. Un monje alto de unos cincuenta años, rostro delgado y sereno y ojos hundidos nos miraba con calma desde el umbral. Para mi sorpresa, su tez era tan oscura como una tabla de roble. Había visto algún que otro negro en Londres, en la zona de los muelles, pero nunca había tenido a uno tan cerca.

– Os estaría muy agradecido si me lo devolvierais -añadió con su suave y ceceante voz, respetuosa pero firme-. Fue un regalo del último emir de Granada a mi padre.

Le tendí el libro y él lo cogió, inclinándose en una profunda reverencia.

– ¿Sois el doctor Shardlake y el señor Poer?

– En efecto. ¿El hermano Guy de Maltón? -Sí, soy yo. Al parecer, tenéis una llave de mi gabinete. Normalmente, cuando yo no estoy, sólo entra aquí mi ayudante, Alice, para que nadie toque las hierbas y pociones. Una dosis equivocada de algunos de estos polvos puede causar la muerte -dijo mientras paseaba la mirada por los anaqueles.

– He tenido buen cuidado de no tocar nada, hermano -dije, notando que me sonrojaba.

– Bien -respondió el enfermero, e inclinó la cabeza-. ¿Y en qué puedo ayudar al representante de Su Majestad?

– Deseamos alojarnos aquí. ¿Tenéis alguna habitación disponible?

– Desde luego. Alice os la está preparando en estos momentos, pero debo advertiros que casi todas las habitaciones del pasillo están ocupadas por monjes ancianos y a menudo hay que atenderlos durante la noche, y eso podría perturbaros. La mayoría de las visitas prefieren la casa del abad.

– Nos quedaremos aquí.

– Como gustéis. ¿Puedo ayudaros en alguna otra cosa?

Su tono era sumamente respetuoso, pero por algún motivo sus preguntas hacían que me sintiera como un paciente que no sabe explicar sus síntomas. Por extraño que fuera su aspecto, era un hombre que imponía.

– Creo que tenéis a vuestro cargo el cuerpo del difunto comisionado Singleton…

– En efecto. Se encuentra en un panteón del cementerio laico.

– Deseamos examinarlo.

– Por supuesto. Entretanto, tal vez queráis lavaros y descansar de vuestro largo viaje. ¿Cenaréis con el abad?

– No, creo que cenaremos con los monjes, en el refectorio. Pero me parece que antes nos tomaremos una hora de descanso. Ese libro… ¿Sois de origen árabe? -le pregunté.

– Soy de Málaga, que hoy forma parte de Castilla, pero cuando nací todavía pertenecía al reino de Granada. Tras la conquista de Granada en mil cuatrocientos noventa y dos, mis padres se convirtieron al cristianismo. Pero allí la vida no era fácil. Con el tiempo, nos trasladamos a Francia. En Lovaina, las cosas eran distintas; es una ciudad cosmopolita. Por supuesto, la lengua de mis padres era el árabe -añadió el hermano Guy sonriendo afablemente, aunque su mirada seguía siendo cauta.

– ¿Estudiasteis Medicina en Lovaina? -le pregunté, asombrado, pues Lovaina era la escuela más prestigiosa de Europa-. Deberíais estar sirviendo en la corte de un noble, o de un rey, no en un remoto monasterio.

– Tal vez. Pero como árabe español tengo ciertas desventajas. Durante años he ido de un lado a otro por Francia e Inglaterra, como una de las pelotas de tenis de vuestro rey Enrique -respondió, y volvió a sonreír-. Pasé cinco años en Maltón, Yorkshire. Y, si los rumores se confirman, pronto volveré a quedarme sin trabajo. -En ese momento, recordé que el hermano Guy era uno de los monjes que estaban al corriente del auténtico propósito de Singleton. Ante mi silencio, el enfermero asintió pensativo-. Bien, os acompañaré a vuestra habitación y volveré a buscaros dentro de una hora para que podáis examinar el cuerpo del comisionado Singleton. Sus pobres restos deberían recibir cristiana sepultura cuanto antes -dijo santiguándose y soltó un suspiro-. Para el alma de un hombre asesinado sin haberse confesado ni haber recibido los últimos sacramentos será difícil encontrar descanso. Quiera Dios que ninguno de nosotros corra la misma suerte.

7

Nuestra habitación en la enfermería era pequeña pero acogedora. Las paredes estaban revestidas de paneles de madera, y el suelo, cubierto de esterillas que despedían un agradable olor. Cuando llegamos con el hermano Guy, había dos sillones esperándonos ante la chimenea encendida y Alice estaba dejando unas toallas junto a una jofaina de agua caliente. El fuego le había sonrosado la cara y los brazos, que llevaba desnudos.

– He pensado que querríais lavaros, señores-dijo con deferencia.

– Sois muy atenta -respondí sonriéndole. -Necesitaría algo para calentarme -dijo Mark mirándola con picardía.

La chica bajó la cabeza y el hermano Guy miró a Mark con severidad.

– Gracias, Alice -dijo-. Eso es todo por el momento. -La joven nos hizo una reverencia y se marchó-. Espero que la habitación os resulte confortable. He mandado decir al abad que cenaréis en el refectorio.

– Aquí estaremos muy cómodos. Os agradezco las molestias. -Si necesitáis alguna otra cosa, no dudéis en pedírsela a Alice -dijo el hermano lanzando otra mirada de reproche a Mark-. Pero, por favor, no olvidéis que debe atender a los ancianos y a los enfermos. Y que es la única mujer del monasterio, aparte de las viejas sirvientas de la cocina. Y, como tal, está bajo mi protección.

Mark se puso rojo.

– No lo olvidaremos, hermano -respondí con una inclinación de cabeza.

– Gracias, doctor Shardlake. Ahora debo dejaros.

– Maldito cara de tizón… -masculló Mark apenas cerró la puerta-. Sólo ha sido una mirada… Y a ella le ha gustado.

– Es responsable de ella -respondí con firmeza.

Mark miró la cama. Era uno de esos muebles que tienen un amplio lecho en la parte superior y un estrecho hueco en la inferior del que puede sacarse un catre con ruedas para el criado. El muchacho tiró de él y observó cariacontecido el duro tablero cubierto con un delgado jergón de paja. Tras quitarse la capa, se sentó en él.

Entretanto, yo me acerqué a la jofaina y me eché agua caliente por la cara, dejando que me resbalara por el cuello. Estaba agotado, y un caleidoscopio de rostros e impresiones de las últimas horas daba vueltas en el interior de mi cabeza.

– Por fin solos, gracias a Dios -gruñí sentándome ante el fuego-. ¡Por las llagas de Cristo, me duele todo!

Mark me miró con preocupación.

– ¿Os duele la espalda?

Suspiré.

– Una noche de descanso y estaré como nuevo.

– ¿Estáis seguro, señor? Ahí hay paños -dijo Mark tras una vacilación-. Podríamos hacer un emplasto. Yo mismo os lo aplicaría…

– ¡No! -le grité-. ¿Cuántas veces tengo que decirte que estoy bien?

No soportaba que nadie viera la deformidad de mi espalda; únicamente se lo permitía a mi médico, y sólo cuando el dolor se hacía insoportable. Se me ponía la carne de gallina ante la sola idea de que Mark posara los ojos en ella con lástima, tal vez con asco; porque ¿cómo no iba a sentirlo alguien tan bien formado como él? Me levanté con dificultad, me acerqué a la ventana y clavé los ojos en el oscuro y desierto cuadrilátero del patio. Cuando me volví, Mark me estaba mirando con una mezcla de resquemor e inquietud.

– Lo siento -dije alzando la mano a modo de disculpa-. No debería haberte gritado.

– No pretendía molestaros.

– Lo sé. Estoy cansado y preocupado, es todo.

– ¿Preocupado?

– Lord Cromwell quiere resultados rápidos y no estoy seguro de poder obtenerlos. Esperaba…, no sé, que hubiera algún fanático entre los monjes y que ya lo hubieran encerrado, o al menos algún indicio claro sobre el culpable. Goodhaps no nos será de mucha ayuda; está tan asustado que sospecha hasta de su sombra. Y no parece que los obedienciarios sean fáciles de impresionar. Para colmo, tenemos un cartujo loco dispuesto a causar problemas y un supuesto grupo de adoradores del Diablo que habría forzado la entrada al monasterio. ¡Jesús, qué embrollo! Y el abad conoce las leyes; no me extraña que Singleton no pudiera con él. -Sólo podéis hacer lo que esté en vuestra mano, señor. -Lord Cromwell no ve las cosas de ese modo. Me acosté en la cama de arriba y clavé los ojos en el techo. Por lo general, cuando iniciaba la investigación de un caso, sentía una agradable excitación; pero en éste no veía ningún hilo del que tirar para desenredar la madeja.