– Bueno, ahora estamos nosotros. Decidme, ¿quién encontró el cadáver?
– El hermano Guy, el enfermero. El monje negro. -El doctor Goodhaps se estremeció-. Dijo que tenía a un hermano anciano en la enfermería y que había ido a la cocina a por leche. Tiene una llave. Abrió la puerta exterior, recorrió el pequeño pasillo y llegó a la cocina. Al abrir, pisó el charco de sangre y dio la voz de alarma.
– Entonces, por la noche, la cocina está cerrada con llave normalmente…
Goodhaps asintió.
– Sí, para impedir que los monjes y los criados la saqueen. No piensan en otra cosa que en llenarse la barriga. Ya habéis visto lo gordos que están la mayoría.
– Por consiguiente, el asesino tenía una llave. Al igual que el encuentro del que informó el portero, eso apunta hacia alguien de dentro del monasterio. Pero en vuestra carta decíais que habían profanado la iglesia y robado una reliquia…
– Sí. Cuando aún estábamos en la cocina, llegó uno de los monjes diciendo… -el anciano tragó saliva-, diciendo que habían sacrificado un gallo en el altar de la iglesia. Más tarde, descubrimos que la reliquia del Buen Ladrón había desaparecido. Los monjes dicen que alguien de fuera entró para profanar la iglesia y robar la reliquia, se encontró con el comisionado y lo mató.
– ¿Y cómo iba a entrar alguien de fuera en la cocina?
El anciano se encogió de hombros.
– ¿Sobornando a un criado para que le hiciera una copia de la llave, quizá? Eso es lo que cree el abad, aunque el único criado que tiene llave es el cocinero.
– ¿Qué me decís de la reliquia? ¿Es valiosa?
– ¿Eso? Una mano clavada a un trozo de madera. Se guardaba en un enorme relicario de oro con incrustaciones de pedrería; esmeraldas auténticas, creo. Dicen que cura los huesos rotos o deformes, pero no es más que otro engañabobos. -Por un momento, su voz se alzó con el ardor de un reformista-. Los monjes están más apesadumbrados por la reliquia que por el asesinato de Singleton.
– ¿Qué pensáis vos? -le pregunté-. ¿Quién creéis que pudo hacer algo así?
– No sé qué pensar. Los monjes hablan de adoradores del Diablo que habrían entrado para robar la reliquia, pero nos odian, se respira en el ambiente. Señor, ahora que estáis aquí, ¿puedo volver a casa?
– Todavía no. Pronto, tal vez.
– Al menos ahora os tengo a vos y al muchacho.
Llamaron a la puerta, y el criado la abrió y asomó la cabeza.
– El abad ha regresado, señor.
– Muy bien. Ayúdame a levantarme, Mark. Tengo el cuerpo agarrotado. -Me puse en pie con su ayuda y me sacudí la ropa-. Gracias, doctor Goodhaps. Puede que volvamos a hablar más tarde. Por cierto, ¿qué ha sido de los libros de cuentas que estaba revisando el comisionado?
– Los recuperó el tesorero. -El anciano movió la canosa y desgreñada cabeza-. ¿Cómo ha podido ocurrir algo así? Lo único que yo quería era ver reformada la Iglesia… ¿En qué mundo vivimos, cómo pueden ocurrir estas cosas? Revueltas, traiciones, asesinatos… A veces me pregunto si hay algún modo de resolver todo esto…
– Al menos, hay un modo de resolver los misterios creados por el hombre -dije con convicción-. De eso estoy seguro. Venga, Mark. Vayamos a ver a su reverencia el abad.
6
El criado nos acompañó escaleras abajo y nos hizo pasar a una amplia sala que tenía las paredes cubiertas de vistosos tapices flamencos, antiguos pero muy hermosos. Las ventanas daban a un gran cementerio salpicado de árboles, en el que un par de sirvientes rastrillaban las últimas hojas.
– El señor abad se está quitando las ropas de montar. Estará con vos enseguida -anunció el criado, y, tras dedicarnos una profunda reverencia, nos dejó calentándonos el trasero en la chimenea.
El mobiliario de la sala consistía en un enorme escritorio atestado de papeles y pergaminos, con un mullido sillón al otro lado y dos taburetes a éste. El enorme sello de la abadía descansaba sobre un bloque de cera en una bandeja de cobre, junto a una licorera y unas copas de plata. La pared de detrás del escritorio estaba cubierta de anaqueles.
– No imaginaba que los abades vivieran tan bien -comentó Mark.
– Pues sí, como ves tienen su propia vivienda. Antaño, el abad convivía con sus hermanos, pero hace siglos, cuando la Corona empezó a gravar sus propiedades, idearon la estratagema de entregar al abad sus propias rentas, legalmente separadas. Ahora los abades viven a lo grande, y dejan la mayor parte de las responsabilidades cotidianas en manos de los priores.
– ¿Por qué el rey no cambia la ley para poder gravar los bienes de los abades?
Me encogí de hombros.
– En el pasado, los monarcas necesitaban el apoyo de los abades en la Cámara de los Lores. Ahora… Bueno, dentro de poco eso ya no importará.
– Entonces, quien realmente dirige el monasterio es ese bruto escocés…
– Un auténtico botarate, en efecto… -dije rodeando el escritorio para echar un vistazo a los anaqueles, en los que descubrí una colección impresa de estatutos ingleses-. Disfruta maltratando a ese novicio.
– Ese muchacho parece enfermo.
– Sí. Me gustaría saber qué hace un novicio realizando las tareas de un criado.
– Creía que los monjes tenían que pasar parte del tiempo trabajando con las manos.
– Sí, eso es lo que dice la regla de san Benito, pero ningún monje benedictino ha movido un dedo desde hace cientos de años. Para eso están los criados. No sólo cocinan y atienden los establos; también encienden fuego, hacen las camas de los monjes y a veces incluso los ayudan a vestirse… y sabe Dios a cuántas cosas más.
Cogí el cuño y lo examiné a la luz de la chimenea. Era de acero templado. Le enseñé a Mark el grabado de san Donato, ataviado a la usanza de los romanos e inclinado sobre un hombre tumbado en una esterilla que extendía el brazo hacia él en actitud suplicante. Era un trabajo primoroso, en el que hasta los pliegues de las ropas estaban reproducidos al detalle.
– San Donato devolviendo la vida a un muerto. Lo busqué en mis Vidas de Santos antes de que nos pusiéramos en camino.
– ¿Podía resucitar a los muertos, como hizo Jesucristo con Lázaro?
– Cuenta la leyenda que Donato se cruzó en una ocasión con un cortejo fúnebre. Un hombre importunaba a la viuda del difunto, diciéndole que su marido le debía dinero. El bueno de Donato exhortó entonces al muerto a que se levantara y saldara sus deudas. El hombre se incorporó, convenció a los presentes de que ya las había pagado y volvió a caerse muerto. ¡Dinero, dinero, con esta gente siempre es cuestión de dinero!
Oímos pasos al otro lado de la puerta, y un instante después entró por ella un hombre alto y fornido de unos cincuenta años. Bajo el hábito negro de los benedictinos, asomaban unas calzas de terciopelo y zapatos con hebillas de plata. En su rubicundo rostro de facciones cuadradas destacaba una nariz de perfil romano. Su pelo, castaño y abundante, apenas dejaba ver la tonsura, un pequeño círculo afeitado, que constituía una mínima concesión ala regla.
– Soy el abad Fabián -dijo avanzando hacia nosotros con una sonrisa. Su porte era patricio, y su voz, sonora y aristocrática, pero bajo ellos creí percibir una nota de inquietud-. Bienvenidos a Scarnsea. Pax vobiscum.
– Doctor Matthew Shardlake, comisionado del vicario general -me presenté, prescindiendo de la respuesta de rigor, «et cum spiritu tuo», pues no estaba dispuesto a dejarme arrastrar a una conversación en latín.
El abad asintió lentamente. Sus hundidos ojos azules resbalaron sobre mi joroba y se dilataron al ver el sello en mi mano.
– Os lo ruego, señor, tened cuidado. Ese cuño debe utilizarse para sellar nuestros documentos legales. Estrictamente, sólo yo puedo utilizarlo.
– Como representante del rey, tengo acceso a todo lo que hay aquí, reverencia.