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En ese momento se me volcó el bolso al cogerlo, y las monedas rodaron por debajo del sofá. Levanté el extremo del sofá con una mano mientras con la otra recogía las monedas.

Guau.

Me enderecé y respiré hondo. Al menos el sol no me hacía daño a los ojos y no me entraban ganas de morder al primero que veía. Disfruté de la tostada del desayuno y no me apetecía la salsa de tomate. No me estaba convirtiendo en una vampira. ¿Tal vez fuera una especie de humana mejorada?

Desde luego, mi vida era mucho más sencilla cuando no salía con nadie.

Cuando llegué a Merlotte's todo estaba listo salvo las rodajas de limón y lima. Solemos servir la fruta tanto con los cócteles como con el té, así que cogí la madera para cortar y un cuchillo afilado. Mientras sacaba los limones del frigorífico grande me encontré con Lafayette, que estaba abrochándose el delantal.

– ¿Te has aclarado el pelo, Sookie?

Negué con la cabeza. Bajo la cubierta del delantal blanco, Lafayette era una auténtica sinfonía de color. Llevaba una camiseta fucsia de tirantes finos, vaqueros de color púrpura oscuro, chancletas rojas y una sombra de ojos más o menos frambuesa.

– Pues parece más claro-dijo con escepticismo, arqueando sus cejas depiladas.

– He estado mucho al sol-le aseguré.

Dawn nunca se había llevado bien con Lafayette, tal vez porque era negro o tal vez porque era gay, no lo sé… Quizá por ambas cosas. Arlene y Charlsie se limitaban a aceptarlo, pero no se esforzaban por ser especialmente amables con él. Pero a mí siempre me había caído bien, porque debía de tener una vida dura y sin embargo la llevaba con entusiasmo y humor.

Miré la madera de cortar. Todos los limones estaban en cuartos, todas las limas en rodajas. Mi mano sostenía el cuchillo y estaba manchada de los jugos: lo había hecho sin darme cuenta. En unos treinta segundos. Cerré los ojos. Dios mío.

Cuando los volví a abrir, Lafayette pasaba la mirada de mi rostro a mis manos.

– Dime que no he visto eso, amiga -sugirió.

– No lo has visto -dije. Me sorprendió comprobar que mi voz resultaba serena y equilibrada-. Discúlpame, tengo que llevarme esto. -Puse la fruta en contenedores separados dentro de la nevera portátil que hay detrás de la barra, donde Sam guarda la cerveza. Cuando cerré la puerta descubrí que Sam estaba junto a mí, cruzado de brazos. No parecía muy contento.

– ¿Estás bien? -preguntó. Sus brillantes ojos azules me analizaron de arriba abajo-. ¿Te has hecho algo en el pelo? – dijo, no muy convencido.

Reí. Me di cuenta de que mi protección mental se había activado sin dificultad, que no tenía por qué ser un proceso doloroso.

– He estado al sol -respondí.

– ¿Qué te ha pasado en el brazo?

Me miré el antebrazo derecho. Había tapado el mordisco con un vendaje.

– Me mordió un perro.

– Le habrán sacrificado, ¿no?

– Por supuesto.

Miré a Sam, a no demasiada distancia, y me dio la impresión de que su áspero pelo rubio rojizo chasqueaba de energía. Me pareció como si pudiera oír el latido de su corazón. Pude sentir su inseguridad, su deseo. Mi cuerpo respondió al instante. Me concentré en sus finos labios, y el agradable olor de su loción para después del afeitado invadió mis pulmones. Se acercó unos centímetros. Pude notar el aire que entraba y salía de su pecho. Supe que su pene se ponía duro.

En ese momento Charlsie Tooten entró por la puerta delantera y la cerró de un portazo. Sam y yo nos alejamos el uno del otro. Gracias a Dios que estaba Charlsie, pensé. Rolliza, boba, bienintencionada y esforzada trabajadora, Charlsie era la empleada ideal. Casada con Ralph, su novio del instituto, que trabajaba en una de las plantas de procesado de pollos, tenía una hija en secundaria y otra ya casada. A Charlsie le encantaba trabajar en el bar, para poder salir y conocer gente, y tenía maña para tratar con los borrachos y sacarlos por la puerta sin pelear.

– ¡Eh, hola a los dos! -nos saludó alegre. Su pelo, castaño oscuro (L'Oreal, según Lafayette), le caía teatralmente desde la coronilla con una cascada de tirabuzones. Llevaba una blusa inmaculada y los bolsillos de los pantaloncitos abiertos, ya que había metido demasiadas cosas. Vestía calcetines completamente negros, bambas blancas y sus uñas postizas eran de una especie de rojo borgoña-. Esa hija mía está encinta. ¡Podéis llamarme abuela! -anunció, y desde luego, estaba contenta como unas castañuelas. Le di el abrazo de rigor y Sam le dio unas palmadas en el hombro. Los dos nos alegrábamos de verla.

– ¿Para cuándo espera al bebé? -pregunté, y Charlsie empezó a soltarlo todo. No necesité decir ni palabra durante los siguientes cinco minutos. Entonces Arlene llegó hasta nosotros, con los granos del cuello cubiertos torpemente con maquillaje, y hubo que explicarlo todo de nuevo. En cierto momento mis ojos se encontraron con los de Sam, y tras un breve instante los dos apartamos a la vez la mirada.

Entonces comenzamos a atender a la gente que venía a comer, y el incidente quedó olvidado.

La mayoría de las personas no bebe mucho en el almuerzo; a lo sumo una cerveza o un vaso de vino, y una considerable proporción solo toma té helado o agua. La clientela de la hora de la comida se componía de personas que estaban cerca del bar cuando llegaba el momento, de otros que eran habituales y acudían como siempre, y de los alcohólicos del pueblo, para los que la copa del almuerzo era la tercera o la cuarta del día. Mientras comenzaba a apuntar los pedidos, me acordé del ruego de mi hermano.

Escuché durante todo el día, y fue agotador. Nunca me había pasado tantas horas escuchando, no había mantenido baja mi guardia durante tanto tiempo. Aunque puede que no fuera tan duro como antaño: tal vez ahora me sentía más distante de lo que oía. El sheriff Bud Dearborn se sentaba en una mesa con el alcalde, Sterling Norris, amigo de mi abuela. El Sr. Norris se levantó al verme y me dio una palmadita en el hombro, y recordé que era la primera vez que lo veía desde el funeral.

– ¿Cómo te va, Sookie? -preguntó con voz amable. Él no parecía estar muy bien.

– Estupendamente, Sr. Norris. ¿Y a usted?

– Soy ya un anciano, Sookie-dijo con sonrisa indefinible. Ni siquiera esperó que yo le llevara la contraria-. Estos crímenes están acabando conmigo. No habíamos tenido un asesinato en Bon Temps desde que Darryl Mayhew disparó a Sue Mayhew. Y allí no hubo ningún misterio.

– Eso fue… ¿cuándo? ¿Hace seis años? -le pregunté al sheriff, solo para seguir cerca de ellos. El Sr. Norris se sentía tan triste de verme porque pensaba que mi hermano iba a ser arrestado por asesinato, por matar a Maudette Pickens, y consideraba que, según eso, era probable que también hubiese matado a la abuela. Agaché la cabeza para que no me vieran los ojos.

– Creo que sí. Veamos, recuerdo que nos arreglábamos para el recital de baile de Jean-Arme… Entonces fue… sí, estás en lo cierto, Sookie, hace seis años. -El sheriff asintió con aprobación-. ¿Ha estado Jason hoy por aquí? -preguntó de manera casual, como si se le acabara de pasar por la cabeza.

– No, no lo he visto -respondí. El sheriff me pidió un té helado y una hamburguesa, y estaba acordándose de cuando pilló a Jason con su Jean-Arme, haciéndolo como locos en el suelo de la camioneta de mi hermano.

Oh, cielos, estaba pensando que Jean-Anne tuvo suerte de que no la estrangulara. Y entonces tuvo un pensamiento nítido que me dejó helada: el sheriff Dearborn creía que "de todos modos, estas chicas son todas unas fracasadas". Pude interpretar el pensamiento en su contexto porque el sheriff resultó muy fácil de leer. Logré detectar los matices de su idea, estaba pensando: "Trabajos poco cualificados, sin estudios universitarios, jodiendo con vampiros… son deshechos de la sociedad".

Las palabras "herida" y "furiosa" no empiezan siquiera a describir cómo me sentía ante la valoración del sheriff.