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Pensé si se refería a Malcolm, Liam y Diane. A mí tampoco me había gustado mucho su aspecto, y contuve el impulso automático de defenderlos.

– Los vampiros son tan distintos entre sí como los seres humanos-dije.

– Eso es lo que yo le conté a Andy Bellefleur -añadió, asintiendo con vehemencia-. Le dije: "Deberías ir detrás de alguno de esos otros, de los vampiros que no quieren aprender a vivir con nosotros, no como Bill Compton, que está haciendo un esfuerzo por integrarse". Me dijo en la funeraria que al fin había conseguido que le terminaran la cocina.

No pude sino quedarme mirándola fijamente. Traté de imaginarme qué podría hacer Bill en la cocina. ¿Para qué necesitaba una?

Pero no funcionó ninguna de las distracciones, y al final me di cuenta de que durante un tiempo iba a llorar cada dos por tres. Y lloré.

En el funeral, Jason se sentó a mi lado, superado en apariencia su ataque de rabia contra mí, de vuelta a su sano juicio. No me tocó ni me habló, pero tampoco me pegó. Me sentí muy sola. Pero entonces me di cuenta, al mirar hacia fuera, a la ladera de la colina, que todo el pueblo se apenaba conmigo. Había coches todo lo lejos que pude ver por las estrechas calles del cementerio, había cientos de personas vestidas de negro rodeando la carpa de la funeraria. Sam estaba allí, con un traje (tenía un aspecto poco habitual), y Arlene, junto a Rene, llevaba un floreado vestido de domingo. Lafayette estaba al fondo de la multitud, junto a Terry Bellefleur y a Charlsie Tooten; ¡debían de haber cerrado el bar! Y todos los amigos de la abuela, todos, al menos todos los que aún podían caminar. El Sr. Norris lloraba sin reservas, con un pañuelo blanco como la nieve sobre los ojos. El abultado rostro de Maxine estaba marcado por profundas líneas de pesar. Mientras el pastor decía lo que debía, mientras Jason y yo nos sentábamos solos en la zona destinada a la familia, en desparejadas sillas plegables, sentí que algo en mí se soltaba y volaba alto, hacia el brillante azul del cielo, y supe que, fuese lo que fuese lo que le había sucedido a mi abuela, ahora estaba en casa.

El resto del día se pasó volando, gracias a Dios. No quería recordarlo, no quería ni enterarme de lo que ocurría. Pero hubo un momento particular. Jason y yo estábamos junto ala mesa del comedor de la casa de la abuela, en una especie de tregua temporal entre ambos. Saludamos a los que venían a darnos el pésame, la mayoría de los cuales hicieron un esfuerzo por no mirarme demasiado el moratón de la mejilla.

Pasamos por ello, y Jason pensaba que después se iría a casa, bebería algo y no tendría que verme durante un tiempo, y que entonces todo volvería a estar bien, y yo pensaba casi exactamente lo mismo. Salvo lo de la bebida.

Una mujer bienintencionada se acercó a nosotros. Era el tipo de mujer que ha pensado hasta la última ramificación de una situación que, para empezar, no es en absoluto asunto suyo.

– Lo siento tanto por vosotros, chicos-dijo. Y entonces la miré. Por más que lo intentara no podía recordar su nombre. Era metodista, y tenía tres hijos ya mayores. Pero su nombre se escondía en el otro extremo de mi cabeza-. Ha sido tan triste veros allí hoy, a los dos solos, me recordabais tanto a vuestros padres -prosiguió. Su rostro formó una máscara de simpatía que supe que era automática. Miré un instante hacia Jason, volví a mirarla a ella y asentí.

– Sí-respondí. Pero escuché su pensamiento antes de que comenzara a hablar, y me quedé blanca.

– ¿Pero dónde estaba hoy el hermano de Adele, vuestro tíoabuelo? Es de suponer que aún vive.

– No estamos en contacto-dije, y mi tono hubiera bastado para desalentar a cualquiera más perceptivo que aquella señora.

– ¡Pero era su único hermano! Imagino que vosotros… -y su voz se apagó cuando nuestra mirada fija combinada logró hacer efecto al fin.

Varias otras personas habían comentado por encima la ausencia del tío Bartlett, pero les habíamos dado la señal de "esto es un asunto familiar" para pararles los pies. Esta mujer (¿cómo se llamaba?) no la había interpretado con tanta rapidez. Nos había traído una ensalada de tacos, y me dije que la tiraría a la basura en cuanto se fuera.

– Tenemos que decírselo-comentó Jason discretamente después de que la señora se alejara. Puse en guardia mis defensas, no tenía ningunas ganas de saber lo que estaba pensando él.

– Tú lo llamas-respondí.

– De acuerdo.

Y eso fue todo lo que nos dijimos el uno al otro durante el resto del día.

6

Después del funeral me quedé en casa tres días. Era demasiado tiempo, necesitaba regresar al trabajo. Pero seguía pensando en las cosas que tenía que hacer, o eso me dije a mí misma. Limpié el cuarto de la abuela. Arlene se pasó y le pedí ayuda, porque no podía estar allí sola con las cosas de mi abuela, tan familiares e imbuidas de su olor personal de talco para bebés de Johnson's y Campho-Phenique [8].

Así que mi amiga Arlene me ayudó a empaquetarlo todo y llevarlo a la agencia de auxilio a víctimas de las catástrofes. Se habían producido tornados en el norte de Arkansas durante los últimos días, y era probable que alguna persona que lo hubiera perdido todo pudiera aprovechar aquella ropa. La abuela era más bajita y delgada que yo, y además sus gustos eran muy distintos, así que no quise nada suyo excepto las joyas. Casi nunca se ponía alhajas, pero las que tenía eran auténticas y, para mi gusto, preciosas.

Era increíble todo lo que había conseguido meter la abuela en su cuarto. No quise ni pensar en lo que debía de haber almacenado en el desván; ya me enfrentaría a ello más adelante, en otoño, cuando la temperatura del altillo fuera más fresca y tuviera tiempo para meditar.

Es probable que tirara más de lo que debía, pero así me sentí eficiente y enérgica, e hice un trabajo drástico. Arlene guardaba y empaquetaba, preservando solo papeles y fotografías, cartas, facturas y cheques cancelados. Mi abuela no había usado una tarjeta de crédito en su vida ni había comprado nada a plazos, Dios la bendiga, lo que hizo que la liquidación fuera mucho más sencilla.

Arlene me preguntó por el coche de la abuela. Tenía solo cinco años de antigüedad y muy pocos kilómetros.

– ¿Venderás el tuyo y te quedarás con este? -dijo-. El tuyo es más nuevo, pero es pequeño.

– No lo había pensado-respondí. Y descubrí que tampoco en ese momento podía pensarlo; la limpieza del cuarto era todo el terreno que podía abarcar aquel día.

Para cuando cayó la tarde, la habitación había perdido todo rastro de la abuela. Arlene y yo sacudimos el colchón y volvimos a hacer la cama por pura costumbre. Era una vieja cama de columnas con dosel. Siempre había pensado que aquel cuarto era precioso, y se me ocurrió que ahora era mío. Podía trasladarme a la habitación más grande y tener un cuarto de baño particular, en vez de usar el del pasillo.

De repente me di cuenta de que eso era justo lo que quería hacer. Los muebles de mi cuarto se trasladaron allí desde la casa de mis padres cuando estos murieron, y era un mobiliario de niña; demasiado femenino, recordaba a Barbies y fiestas de pijamas.

Aunque yo nunca había organizado muchas fiestas de pijamas, ni tampoco ido a muchas.

No, no, no, no iba a caer en esa vieja trampa. Yo era lo que era, tenía una vida y podía disfrutar de las cosas, las pequeñas chucherías que me mantenían viva.

– Puede que me traslade aquí-le dije a Arlene mientras ella cerraba una caja con cinta de embalar.

– ¿No es un poco pronto? -respondió. Se sonrojó al darse cuenta de que había sonado muy crítica.

– Me será más fácil estar aquí que al otro lado del pasillo, pensando que este cuarto está vacío -dije. Arlene lo meditó, acuclillada junto a la caja de cartón con el rollo de cinta en las manos.

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[8]* Un medicamento analgésico, algo parecido al Vicks-Vaporub. N. del T.