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El Sr. Sterling Norris, viejo amigo de mi abuela y alcalde de Bon Temps, era aquella noche el encargado de recibir a los asistentes, y permanecía en la puerta estrechando la mano de todos los que entraban y cruzando unas palabras con ellos.

– Señorita Sookie, cada día está más guapa -dijo el Sr. Norris-. Y tú, Sam, hace una eternidad que no te vemos. Sookie, ¿es verdad que este vampiro es amigo tuyo?

– Sí, señor.

– ¿Puedes asegurar que estaremos todos a salvo?

– Sí, estoy convencida de que sí. Es una… persona muy agradable. -¿Cómo decirlo si no? ¿Un ser? ¿Una entidad? ¿"Si te gustan los muertos vivientes te caerá bien"?

– Si tú lo dices-dijo el Sr. Norris con ciertas dudas-. En mis tiempos una cosa así no era más que un cuento de hadas.

– Oh, Sr. Norris, todavía son sus tiempos-dije con la alegre sonrisa que se esperaba de mí, y él rió y nos invitó a pasar, como se esperaba de él. Sam me cogió de la mano y prácticamente me condujo hasta la penúltima fila de sillas metálicas. Saludé a mi abuela mientras nos sentábamos. La reunión estaba a punto de empezar y puede que en la sala hubiera unas cuarenta personas, una congregación bastante considerable para Bon Temps. Pero Bill no se encontraba allí.

Justo entonces la presidenta de los Descendientes, una mujer grande y pesada llamada Maxine Fortenberry, subió al estrado.

– ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! -bramó-. Nuestro invitado de honor acaba de llamar para decir que ha tenido un problema con el coche y que llegará unos minutos tarde. Así que prosigamos y celebremos nuestra reunión habitual mientras lo esperamos.

La gente se sentó y tuvimos que soportar toda la parte aburrida. Sam estaba a mi lado con los brazos cruzados y la pierna derecha descansando sobre la izquierda a la altura del tobillo. Puse un cuidado especial en proteger mi mente y sonreír, y me sentí algo desalentada cuando Sam se inclinó con discreción hacia mí y susurró:

– Puedes relajarte.

– Pensé que ya lo estaba-respondí con otro susurro.

– No creo que sepas cómo hacerlo.

Lo miré arqueando las cejas. Tendría que decirle unas cuantas cosas al Sr. Merlotte después de la reunión.

Justo entonces llegó Bill, y durante unos instantes se extendió el silencio, mientras los que no lo habían visto con anterioridad se acostumbraban a su presencia. Si nunca has estado en compañía de un vampiro, es de verdad algo a lo que tienes que adaptarte. Bajo aquellas luces fluorescentes, Bill parecía mucho más inhumano que a la tenue luz de Merlotte's o la también débil iluminación de su propia casa. No había modo de que se lo confundiera con una persona normal. Su palidez resultaba muy marcada, por supuesto, y los profundos pozos de sus ojos tenían un aspecto oscuro y frío. Vestía un traje ligero azul, y estuve segura de que aquello obedecía a un consejo de la abuela. Tenía un gran aspecto. La marcada línea de sus cejas, la curva de su ancha nariz, sus labios cincelados, aquellas manos blancas de largos dedos y uñas arregladas con esmero… Mantuvo unas palabras con la presidenta, y esta quedó hechizada hasta la faja por la media sonrisa de Bill.

No supe si Bill estaba lanzando glamour sobre toda la sala, o si era tan solo que aquella gente estaba predispuesta a sentirse interesada, pero todos los presentes guardaron un expectante silencio. En ese momento Bill me vio. Juraría que parpadeó. Me hizo una leve inclinación y yo le devolví el asentimiento, sin poder ofrecerle ninguna sonrisa. Incluso entre toda aquella multitud me quedé aislada por el profundo pozo de su silencio.

La Sra. Fortenberry presentó a Bill, pero no recuerdo con exactitud lo que dijo ni cómo soslayó el hecho de que Bill era una criatura diferente.

Entonces, Bill comenzó a hablar. Observé con cierta sorpresa que se había traído algunas notas. A mi lado, Sam se inclinó hacia delante, con los ojos fijos en el rostro de Bill.

– …no nos quedaban mantas y teníamos muy poca comida -dijo sosegadamente-. Hubo muchos desertores.

No era un dato muy del agrado de los Descendientes, pero unos pocos asintieron mostrando su acuerdo. Ese relato debía de encajar con lo que habían aprendido de sus estudios. Un hombre muy mayor de la primera fila levantó la mano.

– Señor, ¿por casualidad conoció a mi bisabuelo, Tolliver Humphries?

– Sí-confirmó Bill tras unos instantes. Su expresión resultaba impenetrable-. Tolliver era amigo mío.

Y justo por un momento, hubo algo tan trágico en su voz que tuve que cerrar los ojos.

– ¿Cómo era?-preguntó el anciano con voz temblorosa.

– Bueno, era un temerario, lo que lo llevó a la muerte-dijo Bill con irónica sonrisa-. Era valiente. Nunca ganó un céntimo en su vida que no despilfarrara.

– ¿Cómo murió? ¿Estaba usted allí?

– Sí, yo estaba allí-dijo Bill con desaliento-. Vi cómo lo alcanzaba un disparo de un francotirador del Norte en los bosques, a unos treinta kilómetros de aquí. Andaba con lentitud porque se moría de hambre. Todos nos moríamos de hambre. Más o menos a media mañana, una fría mañana, Tolliver vio a un chico de nuestra tropa recibir un disparo mientras yacía mal cubierto en medio de un campo. El chico no murió, pero estaba muy herido. Pudo llamarnos, y lo estuvo haciendo durante toda la mañana, nos llamaba para que lo ayudáramos. Sabía que moriría si nadie iba a por él.

La sala había quedado tan silenciosa que se podía oír el ruido de un alfiler al caer.

– Gritó y gimió. Casi le disparé yo mismo para hacerlo callar, porque sabía que aventurarse en su rescate sería suicida, pero no pude obligarme a matarlo. Me dije que eso sería un asesinato, no un combate. Pero después deseé haberlo hecho, puesto que Tolliver estaba menos dispuesto que yo a soportar las súplicas del chaval. Después de dos horas de aullidos, me dijo que planeaba rescatarlo. Discutí con él, pero me contó que Dios quería que lo intentara. Había estado rezando mientras permanecíamos en el bosque. Aunque le dije a Tolliver que Dios no quería que arriesgara estúpidamente su vida, que tenía esposa e hijos en casa que rezaban por su regreso, Tolliver me pidió que distrajera al enemigo mientras él intentaba el rescate. Corrió hacia el campo como si fuese un día de primavera y él estuviera fresco como una rosa. Llegó a alcanzar al chico herido, pero entonces sonó un disparo y Tolliver cayó muerto. Un rato después el chico volvió a gritar pidiendo ayuda.

– ¿Qué le ocurrió?-preguntó la Sra. Fortenberry, con la voz lo más serena que pudo componer.

– Sobrevivió -dijo Bill, con un tono que me hizo sentir escalofríos en la columna-. Logró resistir hasta que cayó el sol y pudimos recogerlo durante la noche.

De algún modo aquellas personas de antaño habían vuelto a la vida mientras Bill hablaba, y el anciano de la primera fila tenía ahora unos recuerdos que acunar, unos recuerdos que decían mucho del carácter de su ancestro. No creo que ninguno de los que fueron aquella noche a la reunión estuviera preparado para el impacto de oír testimonios de la guerra civil de mano de un superviviente. Estaban embelesados, abrumados.

Cuando Bill terminó de responder a la última pregunta, el aplauso fue atronador, o al menos todo lo atronador que puede ser un aplauso de cuarenta personas. Incluso Sam, que no era el mayor fan de Bill, por decirlo de algún modo, tuvo que dar palmadas.

Luego todos quisieron tener una charla personal con Bill excepto Sam y yo. Mientras el reluctante conferenciante invitado era rodeado por los Descendientes, nosotros dos nos escabullimos hasta la camioneta de Sam. Fuimos al Crawdad Diner, un auténtico garito que por casualidad servía comida muy buena. Yo no tenía mucha hambre, pero Sam tomó pastel de limón de los cayos con su café.

– Ha sido interesante-dijo Sam con cautela.

– ¿La charla de Bill? Sí, lo ha sido -añadí, igual de cauta.

– ¿Sientes algo por él?

Después de tantos rodeos, Sam había decidido lanzarse al asalto por la entrada principal.