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– ¿Qué es lo que ocurre? -me preguntó Sam de repente. Estaba justo detrás de mí.

Sacudí la cabeza, sin querer explicarlo, y saqué un ajado pañuelo del bolsillo de mis pantalones cortos, para secarme los ojos con él.

– ¿Te ha estado diciendo cosas feas? -preguntó Sam, con tono más frío y furioso.

– Las ha estado pensando -dije sin poder contenerme-, para chincharme. Lo sabe.

– Hijo de puta-dijo Sam. Me asombró tanto que casi logró que me recuperara: Sam nunca suelta tacos. Pero una vez comencé a llorar, me resultó imposible contenerme. Estaba soltando lágrimas no solo por aquello, sino también por un amplio número de pequeñas infelicidades.

– Vuelve dentro-dije, avergonzada por mi llorera-. En un minuto estaré bien.

Oí que se abría y se cerraba la puerta trasera del bar. Supuse que Sam me había hecho caso. Pero en vez de eso, Andy Bellefleur dijo:

– Lo siento, Sookie.

– Señorita Stackhouse para ti, Andy Bellefleur -respondí-. Me parece que harías mejor en descubrir quién mató a Maudette y a Dawn en vez de practicar sucios juegos mentales conmigo.

Me giré y miré al policía. Estaba terriblemente avergonzado. Su turbación parecía sincera.

Sam balanceaba las manos, repletas de la energía que da la furia.

– Bellefleur, si vuelves siéntate en la zona de otra camarera -dijo, pero su voz envolvía un montón de violencia contenida.

Andy lo miró. Era el doble de ancho y cinco centímetros más alto que Sam, pero en ese momento hubiera apostado mi dinero pormi jefe, y parecía que Andy tampoco quería afrontar el riesgo, aunque solo fuera por sentido común. Se limitó a asentir y cruzó el estacionamiento hasta llegar a su coche. El sol arrancó destellos de las canas rubias que colonizaban su pelo castaño.

– Sookie, lo siento -se disculpó Sam.

– No es culpa tuya.

– ¿Quieres tomarte algo de tiempo libre? Hoy no estamos muy liados.

– No hace falta, terminaré mi turno. -Charlsie Tooten estaba acostumbrándose al ritmo de trabajo, pero no me sentiría cómoda si la dejaba sola. Era el día libre de Arlene.

Volvimos a entrar en el bar y, aunque algunas personas nos miraron con curiosidad, nadie preguntó por lo sucedido. En mi zona solo había sentada una pareja; los dos estaban ocupados comiendo y sus vasos aún llenos, así que por ahora no me necesitaban. Empecé a ordenar los vasos de vino. Sam se recostaba contra la barra, detrás de mí.

– ¿Es cierto que Bill Compton va a dar una charla esta noche a los Descendientes de los Muertos Gloriosos?

– Eso dice mi abuela.

– ¿Vas a ir?

– No lo tengo decidido. -No quería ver a Bill hasta que él me llamara y me pidiera una cita.

Sam no dijo nada en ese momento. Pero a la tarde, mientras yo recogía mi bolso de su despacho, se acercó y rebuscó algunos papeles. Saqué mi cepillo y traté de desenredarme la coleta. Por el modo en que Sam vacilaba a mi alrededor parecía evidente que quería hablar conmigo, y sentí una oleada de exasperación ante los rodeos que parecían tomar siempre los hombres.

Como Andy Bellefleur. Podía haberme preguntado por mi discapacidad en vez de probar sus jueguecitos conmigo.

Como Bill. Podía haber dejado claras sus intenciones, en vez de dedicarse a esas extrañas adivinanzas.

– ¿Qué? -dije, con más brusquedad de la que pretendía. Sam se sonrojó ante mi mirada.

– Me preguntaba si te gustaría ir conmigo a la reunión de los Descendientes y tomar una taza de café después.

Me quedé atónita. Detuve el cepillo a mitad de movimiento. Una larga retahíla de ideas me pasó por la cabeza: el tacto de su mano cuando la sostuve enfrente del adosado de Dawn Green, el muro que había visto en su mente, lo poco inteligente que resulta salir con tu jefe…

– Claro -dije tras una larga pausa. Sam pareció respirar aliviado.

– Bien. Entonces te recogeré en tu casa a las siete y veinte o así. La reunión comienza a las siete y media.

– De acuerdo, te veré entonces.

Me dio miedo acabar haciendo algo raro si me quedaba más tiempo, así que agarré el bolso y me dirigí a grandes zancadas hasta mi coche. No sabía si soltar risitas de júbilo o refunfuñar por mi propia estupidez.

Cuando llegué a casa eran las cinco cuarenta y cinco. La abuela ya había puesto la cena en la mesa, ya que tenía que marcharse pronto para llevar los refrigerios a la reunión de los Descendientes, que tendría lugar en el Centro Social.

– Me pregunto si Bill también hubiera podido asistir a la conferencia de realizarse en la sala de reuniones de los Baptistas de la Buena Fe -dijo la abuela sin venir a cuento. Pero no me costó seguir su tren de razonamiento.

– Oh, supongo que sí -respondí-. Me parece que eso de que los vampiros se asustan ante los símbolos religiosos no es cierto. Pero no se lo he preguntado.

– Pues allí tienen colgada una cruz enorme -insistió la abuela.

– Al final sí voy a ir a la reunión -dije-. Estaré con Sam Merlotte.

– ¿Tu jefe Sam? -la abuela estaba muy sorprendida.

– Sí, señora.

– Umm. Bien, bien. -Comenzó a sonreír mientras ponía los platos sobre la mesa. Yo traté de pensar qué ponerme al tiempo que tomaba los bocadillos y la macedonia de frutas. La abuela estaba emocionada por la reunión y por escuchar a Bill y presentárselo a sus amigas, y ahora ya estaba en el espacio exterior (con toda probabilidad cerca de Venus) porque encima yo tenía una cita. Y con un humano.

– Saldremos juntos cuando acabe -le expliqué-, así que me imagino que llegaré a casa como una hora después de que termine la conferencia. -No había muchos sitios donde tomar un café en Bon Temps, y esos pocos restaurantes no eran lugares donde a uno le apeteciera demorarse demasiado.

– De acuerdo, cariño. Tómate tu tiempo. -La abuela ya estaba arreglada, y después de la cena la ayudé a cargar las bandejas de pastas y la enorme cafetera que había comprado para ocasiones como aquella. Había estacionado su coche en la parte trasera, lo que nos ahorró bastante camino. Estaba tan feliz como era posible, y cotilleó y parloteó todo el rato que estuvimos cargando cosas. Era su noche.

Me despojé de mis ropas de camarera y me metí rauda y veloz en la ducha. Mientras me enjabonaba traté de decidir qué ponerme. Nada blanco y negro, eso desde luego; ya estaba bastante harta de los colores de las camareras de Merlotte's. Me volví a afeitar las piernas. No tenía tiempo de lavarme el pelo y secarlo, pero lo había hecho la noche anterior. Abrí de par en par mi armario y me quedé pensativa. Sam había visto el vestido blanco de flores, y la falda vaquera no estaba a la altura de los amigos de la abuela. A1 final descolgué unos pantalones caquis y una blusa de seda de color bronce de manga corta. Tenía unas sandalias de cuero marrón y un cinturón del mismo material que combinarían bien. Me puse una cadenilla en el cuello, unos grandes pendientes dorados, y ya estaba lista. Como si me hubiera cronometrado, Sam llamó al timbre.

Hubo un momento curioso cuando abrí la puerta:

– Bienvenido, puedes pasar, pero creo que tenemos el tiempo justo…

– Me encantaría sentarme y tomar algo, pero creo que tenemos el tiempo justo…

Los dos nos reímos. Eché el cerrojo y cerré la puerta, y Sam se apresuró a abrir la portezuela de la camioneta. Me alegré de haberme puesto pantalones, porque me imaginé tratando de subir a la elevada cabina con una de mis faldas cortas.

– ¿Necesitas un empujón?-preguntó esperanzado.

– Creo que ya estoy-dije, tratando de no sonreír.

Permanecimos en silencio durante el trayecto hasta el Centro Social, que se encontraba en la parte más antigua de Bon Temps: la zona anterior a la guerra. La estructura en sí no era de esa época, pero sí que hubo allí un edificio que quedó destruido en el conflicto, aunque nadie parecía conservar ningún registro de su función original. Los Descendientes de los Muertos Gloriosos constituían un grupo variopinto: había algunos miembros muy ancianos y frágiles, y otros no tan viejos y muy activos, e incluso había cierto número de hombres y mujeres de mediana edad. Pero no había jóvenes, cosa que la abuela lamentaba a menudo, lanzándome significativas miradas.