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Cuando ella se apartó de la ventana, el hombre bajó los binoculares. Una mujer muy preocupada, pensó. Después de haber observado las acciones sospechosas de Jason Archer en el aeropuerto la mañana del accidente, creía que Sidney tenía sobrados motivos para estar preocupada, nerviosa, incluso con miedo. Se apoyó contra la pared de ladrillos y continuó la vigilancia.

Capítulo 23

Lee Sawyer miraba a través de la ventana de su pequeño apartamento en Washington Sureste. Durante el día, desde la ventana del dormitorio, se alcanzaba a ver la cúpula de Union Station. Pero todavía faltaba media hora para el amanecer. Sawyer había regresado a casa después de investigar la muerte del gasolinero sobre las cuatro y media de la mañana. Había estado diez minutos debajo del chorro de la ducha bien caliente para relajar los músculos tensos y despejarse. Después se había preparado una cafetera, además de un par de huevos fritos, una loncha de jamón que tendría que haber tirado hacía una semana y unas cuantas tostadas. Puso todo en una bandeja y se lo llevó a la sala, donde se sentó a comer. Sólo encendió la lámpara de mesa porque en la penumbra pensaba más tranquilo. Mientras el viento sacudía las ventanas, Sawyer contempló la disposición de su sencillo hogar. Hizo una mueca. ¿Hogar? Este no era su verdadero hogar, aunque llevaba aquí más de un año. Su hogar estaba en los suburbios de Virginia, en una calle arbolada; una casa de dos niveles, un garaje para dos coches y una barbacoa de ladrillos en el patio trasero. Este pequeño apartamento donde comía y, de vez en cuando, dormía, era el único lugar que podía permitirse después del divorcio. Pero no era ni nunca sería su hogar, a pesar de los pocos efectos personales que había traído, en su mayoría fotos de sus cuatro hijos que le miraban desde todas partes. Cogió una de las fotos, la de su hija Meg, o Meggie, como la llamaban todos. Rubia y bien parecida, había heredado de su padre la estatura, la nariz fina y los labios llenos. Su carrera como agente del FBI había despegado cuando ella era una niña, y él había estado en la carretera durante casi toda su adolescencia. Las consecuencias habían sido terribles. Ahora no se hablaban. Al menos, ella no le hablaba. Y él, mayor como era, y a pesar del trabajo que hacía, tenía demasiado miedo para volver a intentarlo. Además, ¿de cuántas maneras se podía decir «lo lamento»?

Lavó los platos, limpió el fregadero y metió la ropa sucia en la bolsa para la tintorería. Echó una ojeada para ver si faltaba hacer algo más. En realidad, no había nada. Sonrió cansado. Sólo pretendía pasar el rato. Miró la hora. Casi las siete. Dentro de muy poco saldría para la oficina. Aunque tenía un horario de trabajo, estaba allí casi todo el día. No era difícil de entender. Ser agente del FBI era prácticamente lo único que le quedaba. Siempre habría otro caso. ¿No era eso lo que le había dicho su esposa aquella noche? La noche en que se había deshecho su matrimonio. Ella había tenido toda la razón, siempre habría otro caso. Al final, ¿qué más podía él pedir o esperar? Aburrido de esperar, se puso el sombrero, metió el arma en la cartuchera y bajó las escaleras en busca del coche.

A unos cinco minutos en coche desde el apartamento de Sawyer se alzaba la sede central del FBI en la avenida Pensilvania, entre las calles Nueve y Diez, noroeste. Allí trabajaban unos siete mil quinientos de los veinticuatro mil empleados de la institución. De estos siete mil quinientos, sólo alrededor de mil eran agentes especiales, el resto eran técnicos y personal de apoyo. En una de las salas de conferencias estaba sentado un agente especial de alto rango. Otros miembros del FBI ocupaban la mesa, muy atareados en repasar documentos y archivos en sus ordenadores portátiles. Sawyer se tomó un momento para echar una ojeada y estirar los músculos.

Estaban en el Strategic Information Operationes Center [Centro de Operaciones de Informaciones Estratégicas] o SIOC. Se trataba de un sector de acceso restringido compuesto por un grupo de habitaciones separadas con tabiques de cristal y protegido contra todo tipo de espionaje electrónico; se utilizaba como puesto de mando para las operaciones más importantes del FBI. En una pared había un grupo de relojes que marcaban las diferentes zonas horarias. En otra había una batería de monitores de televisión. El SIOC contaba con líneas de comunicación directas con la sala de situación de la Casa Blanca, la CIA y una multitud de agencias federales de seguridad. Carecía de ventanas y era un lugar muy tranquilo, donde se planeaban las grandes investigaciones. Una pequeña cocina suministraba alimentos y bebidas para el personal durante las largas jornadas de trabajo. En estos momentos, preparaban café. Al parecer, la cafeína y la actividad cerebral iban de la mano.

Sawyer miró a David Long, un veterano de la división de explosivos del FBI que estudiaba ensimismado un archivo. A la izquierda de Long, se encontraba Herb Barracks, de la delegación de Charlottesville, la oficina del FBI más cercana al lugar del accidente. Junto a él estaba un agente de la oficina de Richmond, la oficina más próxima al escenario de la catástrofe. Frente a ellos, se encontraban dos agentes de la oficina del área metropolitana de Washington, instalada en Buzzard Point, que, hasta finales de los años ochenta, sólo había sido la oficina de la capital, aunque después le habían incorporado la oficina de Alexandria, Virginia.

Lawrence Malone, director del FBI, se había marchado una hora antes después de recibir toda la información sobre el asesinato de Robert Sinclair, hasta hacía poco uno de los gasolineros de Vector Fueling Systems y ahora ocupante del depósito de cadáveres. Sawyer estaba convencido de que el Sistema de Identificación Automática de Huellas Digitales les diría que el difunto señor Sinclair tenía otro nombre. Los conspiradores, en un plan tan grande como parecía ser éste, nunca utilizaban los nombres verdaderos para conseguir un trabajo que más tarde les permitiría derribar a un avión.

Habían asignado más de doscientos cincuenta agentes a la investigación del atentado contra el vuelo 3223. Seguían todas las pistas, interrogaban a los familiares de las víctimas y realizaban las averiguaciones más minuciosas de todas las personas que pudieran tener un motivo y la oportunidad para sabotear al reactor de Western Airlines. Sawyer suponía que Sinclair había hecho el trabajo sucio, pero no quería correr el riesgo de pasar por alto a un cómplice en el aeropuerto.

La prensa había divulgado algunos rumores sobre la posibilidad de que el avión hubiese sido saboteado, pero el primer reconocimiento oficial sobre el atentado contra el aparato de Western Airlines se publicaría en la edición del día siguiente del Washington Post. El público exigiría respuestas y las reclamaría ya. A Sawyer le parecía muy bien, sólo que los resultados nunca se conseguían tan rápido como uno deseaba; de hecho, casi nunca era así.

El FBI había seguido la pista de Vector en cuanto los hombres del NTSB encontraron aquella inusitada prueba en el cráter. Después fue sencillo confirmar que Sinclair había sido el gasolinero del vuelo 3223. Ahora, Sinclair también estaba muerto. Alguien se había asegurado de que no tuviera la oportunidad de decirles por qué había saboteado el avión.

David Long miró a Sawyer.

– Tenías razón, Lee. Era una versión muy modificada de uno de esos elementos de calefacción portátiles. La última moda en encendedores para cigarrillos. Nada de llamas, sólo un calor muy intenso suministrado por un alambre de platino, algo bastante invisible.

– Sabía que lo había visto antes. ¿Recuerdas el incendio en el edificio de Hacienda el año pasado? -respondió Sawyer.

– Eso es. De todos modos, esta cosa es capaz de suministrar unos mil grados centígrados. Y no le afecta el viento ni el frío, incluso si está empapado de combustible. Un suministro de combustible para cinco horas, preparado de tal forma que, si por algún motivo se apagara, volvería a encenderse automáticamente. Estaba sujeto por un lado con un imán. Es la forma más sencilla y eficaz de hacerlo. El combustible sale cuando se perfora el tanque. Tarde o temprano acabará por ponerse al alcance de la llama, y entonces estalla. -Meneó la cabeza-. Muy ingenioso. Lo llevas en el bolsillo; incluso si lo detectan, por fuera parece un maldito mechero. -Long buscó entre los papeles mientras los otros agentes le miraban con atención. Arriesgó otra opinión-: No les hizo falta un reloj ni un altímetro. Calcularon el tiempo por la acción corrosiva del ácido. Sabían que estaría en el aire cuando estallase. Un vuelo de cinco horas les daba tiempo más que suficiente.