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Capítulo 17

Un guardia de seguridad escoltó a Lee Sawyer a través del enorme vestíbulo del Marriner Eccles Building, en Constitution Avenue, sede del consejo de administración de la Reserva Federal. Sawyer pensó que el lugar estaba a tono con el inmenso poder de su ocupante. Llegaron al segundo piso y caminaron por el pasillo hasta llegar a una puerta maciza. El escolta llamó y del interior les llegó una voz: «Adelante». El agente entró en el despacho. Las estanterías hasta el techo, los muebles oscuros y las molduras creaban un ambiente sombrío. Las pesadas cortinas estaban echadas. La luz de una lámpara de pantalla verde formaba un círculo sobre la mesa forrada de cuero. El olor a puro lo impregnaba todo. Sawyer casi veía las volutas de humo gris en el aire como apariciones fantasmales. Le recordaba los despachos académicos de algunos de sus viejos profesores universitarios. El fuego que chisporroteaba en el hogar proveía luz y calor a la habitación.

Sawyer se despreocupó de todos estos detalles y fijó su atención en el hombre corpulento sentado al otro lado de la mesa que se giró en el sillón para mirar al visitante. El rostro ancho y sanguíneo albergaba unos ojos azul claro ocultos detrás de los párpados casi cerrados por la piel floja y las cejas más gruesas que Sawyer hubiese visto. El pelo era blanco y abundante, la nariz ancha con la punta más roja que el resto de la cara. Por un momento, Sawyer pensó risueño que se encontraba delante de Santa Claus.

El hombretón se levantó y la voz sonora y educada flotó a través de la habitación para envolver a Lee Sawyer.

– Agente Sawyer, soy Walter Burns, vicepresidente del consejo de administración de la Reserva Federal.

Sawyer se acercó para estrechar la manaza. Burns era de su misma estatura pero pesaba como mínimo cincuenta kilos más. Se sentó en la silla que le señaló Burns. El agente se fijó que Burns se movía con una agilidad que era bastante frecuente en hombres tan corpulentos.

– Le agradezco la atención de recibirme, señor.

Burns observó al agente del FBI con una mirada penetrante.

– A la vista de que el FBI está involucrado en este asunto, supongo que la caída de aquel avión no se debió a un fallo mecánico o algún otro problema similar.

– En estos momentos, estamos comprobando todas las posibilidades. Todavía no hemos descartado ninguna, señor Bums -contestó Sawyer con el rostro impasible.

– Me llamo Walter, agente Sawyer. Creo que podemos permitirnos el placer de emplear nuestros nombres de pila dado que ambos formamos parte de un sistema un tanto díscolo, conocido como el gobierno federal.

– Mi nombre es Lee -dijo el agente con una sonrisa.

– ¿En qué puedo ayudarlo, Lee?

El estrépito de la lluvia helada contra los cristales resonó en la habitación y una sensación gélida pareció invadir el ambiente. Burns se levantó para acercarse a la chimenea al tiempo que le indicaba a Sawyer que arrimara la silla. Mientras Burns echaba al fuego unas astillas guardadas en un cubo de latón, Sawyer abrió la libreta y repasó por encima algunas notas. Cuando Burns volvió a sentarse, Sawyer estaba preparado.

– Me doy cuenta de que mucha gente no sabe qué hace la Reserva Federal. Me refiero a las personas fuera de los mercados financieros.

Burns se frotó un ojo y a Sawyer le pareció oír una risita.

– Si yo fuera un apostador, no dudaría en apostar a que más de la mitad de la población de este país ignora la existencia del Sistema de la Reserva Federal, y que nueve de cada diez no tiene idea de cuál es nuestro propósito. Debo confesar que este anonimato me resulta muy reconfortante.

Sawyer hizo una pausa para después inclinarse hacia el hombre mayor.

– ¿Quién se beneficiaría con la muerte de Arthur Lieberman? No me refiero personalmente, sino al aspecto profesional. Como presidente de la Reserva.

Burns abrió los párpados hasta donde pudo, que no era mucho.

– ¿Insinúa que alguien voló aquel avión para matar a Arthur? Si no le molesta que se lo diga, me parece un poco rebuscado.

– No digo que sea ese el caso. No hemos descartado ninguna posibilidad, de momento. -Sawyer hablaba en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírle-. La cuestión es que he revisado la lista de pasajeros y su colega era el único personaje a bordo. Si fue un sabotaje, entonces el primer motivo sería matar al presidente de la Reserva.

– O que fuese un atentado terrorista y que a Arthur le tocara la desgracia de estar a bordo.

– Si lo consideramos un sabotaje -señaló Sawyer-, entonces no creo que la presencia de Lieberman en el avión sea una coincidencia.

Burns se estiró en el sillón y acercó los pies a la chimenea.

– ¡Dios mío! -exclamó por fin con la mirada puesta en el fuego.

Aunque parecía más propio de su persona verle vestido con traje y chaleco y una cadena de reloj sobre la panza, su vestuario -americana de pelo de camello, suéter azul oscuro de cuello redondo, camisa blanca con botones en el cuello, pantalón gris y mocasines negros- no desentonaba con su corpulencia. Sawyer se fijó en que los pies eran muy pequeños en relación al tamaño. Ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos. Por fin Sawyer rompió el silencio.

– Supongo que no es necesario advertirle que todo lo que le he dicho es estrictamente confidencial.

Burns volvió la cabeza para mirar al agente del FBI.

– Guardar secretos es lo mío, Lee.

– Por lo tanto, volvamos a mi pregunta: ¿quién se beneficia?

Burns se tomó su tiempo para pensar la respuesta.

– La economía de Estados Unidos es la más grande del mundo. Por lo tanto, allí donde va Estados Unidos, van todos los demás. Si un país hostil quisiera dañar nuestra economía o provocar un descalabro en los mercados financieros mundiales, cometer una atrocidad como ésta podría conseguir ese efecto. No dudo que los mercados sufrirán una conmoción tremenda si resulta que su muerte fue premeditada. -El vicepresidente meneó la cabeza entristecido-. Nunca pensé que viviría para ver ese día.

– ¿Hay alguien en este país que quisiera ver muerto al presidente de la Reserva? -preguntó Sawyer.

– Desde que existe la Reserva se le han atribuido teorías conspirativas tan tremendas que no me cabe ninguna duda de que hay un puñado de personas en este país que se las creen a pies juntillas aunque sean inverosímiles.

– ¿Teorías conspirativas? -Sawyer entornó los párpados.

Burns tosió y después se aclaró la garganta ruidosamente.

– Hay quienes creen que la Reserva es una herramienta de la oligarquía mundial para mantener a los pobres en su lugar. O que recibimos órdenes de un selecto grupo de banqueros internacionales. Incluso me han contado una teoría según la cual somos servidores de seres extraterrestres infiltrados en los más altos cargos del gobierno. Por cierto, mi partida de nacimiento pone Boston, Massachusetts.

– Caray, vaya locura.

– Exacto. Como si una economía de siete billones de dólares que emplea a más de cien millones de personas pudiera ser dirigida en secreto por un puñado de banqueros.

– ¿Así que alguno de estos grupos podría haber conspirado para matar al presidente como represalia por una supuesta corrupción o injusticia?

– Verá, hay pocas instituciones gubernamentales tan malinterpretadas y temidas por puro desconocimiento como el consejo de administración de la Reserva Federal. Cuando usted mencionó la posibilidad, dije que era rebuscada. Después de pensarlo unos minutos, debo decir que mi reacción inicial no fue la correcta. Pero volar un avión… -Burns volvió a menear la cabeza.

– Quisiera saber algo más de los antecedentes de Lieberman -preguntó el agente en cuanto acabó de escribir unas notas.

– Arthur Lieberman era un hombre de una inmensa popularidad en los principales círculos financieros. Durante años fue uno de los grandes ejecutivos de Wall Street antes de ingresar en la función pública. Arthur llamaba a las cosas por su nombre y, por lo general, no se equivocaba en sus juicios. Con una serie de maniobras magistrales, sacudió a los mercados financieros casi desde el momento en que asumió la presidencia. Les demostró quién era el jefe. -Burns hizo una pausa para echar otro leño al fuego-. De hecho, dirigió la Reserva de la manera que me agrada pensar que lo hubiese hecho yo de haber tenido la oportunidad.