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– Sidney, no hace falta ser un genio para deducir la pregunta que todos queremos ver contestada. ¿A qué iba Jason a Los Ángeles?

El tono de Rowe no dejaba lugar a dudas. Quería una respuesta a la pregunta.

– ¿Qué le importa a Tritón lo que él hacía en su tiempo libre?

– Sid, a Tritón le importa todo lo que hacen sus empleados. -Rowe soltó un sonoro suspiro-. Hay compañías enteras que se pasan el día intentando robarnos la tecnología y los empleados. Tú lo sabes.

Sidney enrojeció de furia.

– ¿Estás acusando a Jason de vender la tecnología de Tritón al mejor postor? Eso es absurdo y tú lo sabes.

Su marido no estaba aquí para defenderse y ella no estaba dispuesta a dejar pasar la insinuación.

– Yo no digo que lo piense, pero hay otros aquí que sí.

– Jason nunca haría tal cosa. Se peló el culo trabajando para esa compañía. Tú eras su amigo. ¿Cómo se te ocurre hacer semejante acusación?

– Vale, pero explícame qué estaba haciendo en un avión a Los Ángeles en lugar de estar pintando la cocina, porque estoy a punto de cerrar la compra que permitirá a Tritón guiar al mundo en el siglo XXI, y no puedo permitir que nada ni nadie me haga perder esa oportunidad porque no se repetirá.

El tono de su voz era el apropiado para provocar la furia más total en Sidney Archer.

– No puedo explicarlo. Ni siquiera intentaré explicarlo. No sé qué coño está pasando. Acabo de perder a mi marido, ¡maldita sea! No hay cadáver, no hay ropas. No queda nada de él y ¿tú estás sentado allí diciéndome que crees que él te estafaba? Que te den por saco.

El Ford se salió un poco del camino y Sidney apeló a todas sus fuerzas para controlarlo. Aminoró la marcha cuando el vehículo se metió en un bache enorme. La sacudida fue tremenda. Cada vez le resultaba más difícil ver entre la nieve arremolinada por el viento.

– Sid, por favor, tranquilízate. -De pronto la voz de Rowe tenía una nota de pánico-. Escucha, no pretendía inquietarte todavía más. Lo siento. -Hizo una pausa y después añadió deprisa-: ¿Puedo hacer algo por ti?

– Sí, puedes decirles a todos los de Tritón que se vayan a tomar por el culo. Tú, el primero.

Desconectó el teléfono y lo arrojó sobre el asiento. Lloraba tanto que tuvo que detenerse a un lado del camino. Temblaba como si estuviera sumergida en hielo. Por fin, se desabrochó el cinturón de seguridad y se tendió en el asiento con un brazo sobre el rostro durante unos minutos. Después arrancó otra vez el coche y continuó el viaje. A pesar del cansancio, pensaba a la misma velocidad que el motor del Explorer. Jason se había inquietado al saber que ella tenía una reunión en Nueva York. Probablemente tenía preparada la historia de la entrevista para un nuevo trabajo por si surgía una emergencia. Su encuentro con Nathan Gamble y compañía lo había calificado como tal. Pero ¿por qué? ¿En qué estaba metido? ¿Y todas aquellas noches de trabajar hasta la madrugada? ¿Las reticencias? ¿Qué había estado haciendo?

Miró el reloj del salpicadero y vio que casi eran las cuatro. Su mente funcionaba a toda velocidad, pero no pasaba lo mismo con el resto. Apenas podía mantener los ojos abiertos y había llegado el momento de enfrentarse al problema de dónde pasar el resto de la noche. Se aproximaba a la ruta 29. Entró en la autopista y siguió hacia el sur en lugar de regresar al norte. Media hora más tarde, Sidney atravesó las calles desiertas de Charlottesville. Pasó por delante del Holiday Inn y otros alojamientos, y finalmente abandonó la ruta 29 para seguir por Ivy Road. No tardó mucho en llegar al Boar's Head Inn, uno de los mejores hoteles de la zona.

En menos de veinte minutos, estaba acostada en una cómoda habitación con hermosas vistas que en esos momentos no le interesaban lo más mínimo. Qué día de pesadillas, todas ellas absolutamente reales, pensó antes de cerrar los ojos. Sidney Archer se quedó dormida cuando sólo faltaban dos horas para el amanecer.

Capítulo 16

A las tres de la mañana, hora de Seattle, comenzó a llover una vez más. El guardia refugiado en la pequeña garita acercó las manos y los pies al calefactor. En un rincón de la garita había una gotera; el agua se deslizaba por la pared y formaba un charco en la raída moqueta verde. El guardia miró la hora. Le faltaban cuatro horas para acabar el turno. Se sirvió el resto de café caliente que le quedaba en el termo y deseó estar bien abrigado en su cama. Las naves estaban alquiladas a diferentes compañías. Algunas de ellas estaban vacías, pero todas eran vigiladas por guardias armados las veinticuatro horas del día. La cerca metálica estaba coronada con alambre de espino, pero no era el alambre afilado como una navaja que instalaban en las prisiones. Había cámaras de vídeo ubicadas a intervalos regulares por todo el lugar. Era un lugar difícil de asaltar.

Difícil pero no imposible.

La figura estaba vestida de negro de la cabeza a los pies. Tardó menos de un minuto en escalar la cerca en la parte de atrás, y evitó sin problemas el alambre de espino. Después corrió al amparo de las sombras. El ruido de la lluvia borraba por completo los sonidos de su carrera. En la mano izquierda llevaba sujeto un artilugio electrónico en miniatura que provocaba interferencias. En el camino pasó por delante de tres cámaras de vídeo pero ninguna registró su imagen.

Llegó a la puerta lateral de la nave 22, sacó una ganzúa de la mochila y la metió en la cerradura del candado. Tardó diez segundos en abrirlo.

Subió los escalones metálicos de dos en dos después de echar una ojeada al interior con las gafas de visión nocturna. Entró en un cuarto pequeño y encendió la linterna. Sin perder ni un segundo, abrió el archivador y sacó la cámara de vigilancia. Quitó la cinta de vídeo, la metió en un bolsillo de la mochila, cargó la cámara con otra cinta nueva y la colocó otra vez en el archivador. Cinco minutos más tarde, el intruso se había marchado. El guardia todavía no había acabado su última taza de café.

Amanecía cuando el Gulfstrean V despegó del aeropuerto de Seattle, y en unos minutos subió por encima de los nubarrones de tormenta. La figura vestida de negro llevaba ahora vaqueros y una sudadera, y dormía plácidamente en una de las lujosas butacas, con el pelo oscuro caído sobre el rostro juvenil. Al otro lado del pasillo, Frank Hardy, director de una empresa especializada en seguridad y contraespionaje industrial, leía con atención cada una de las páginas de un informe muy largo. Al alcance de la mano tenía un maletín de metal donde estaba guardada la cinta de vídeo de la cámara del archivador. Una azafata entró en la cabina y le sirvió otra taza de café. Hardy miró el maletín. Frunció el entrecejo y, en un gesto inconsciente, se pasó los dedos por las arrugas de la frente. Después, dejó a un lado el informe, se arrellanó en el asiento y miró a través de la ventanilla. Tenía mucho en qué pensar. En aquel momento no era un hombre feliz. Tensó y destensó los músculos de la barbilla y del vientre mientras el reactor volaba rumbo al este.

El Gulstream alcanzó la altitud de crucero en su vuelo que acabaría en Washington D.C. Los rayos del sol se reflejaron en el distintivo de la compañía pintado en la cola. El águila rampante representaba a una organización sin igual. Era más conocida en el mundo que la Coca-Cola, más temida que la mayoría de las grandes multinacionales que, comparadas con ella, eran viejos dinosaurios que esperaban la llegada inevitable de la extinción. Como un águila, avanzaba intrépida hacia el siglo XXI, extendiéndose por todos los rincones del mundo.

Tritón Global no se conformaba con menos.