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No esperaba volver a sonreír nunca más.

Incluso cuando se obligó a pensar en Amy, en la maravillosa niña que le había dejado Jason, consiguió que un rastro de felicidad disipara un poco la pena. Mantuvo la mirada al frente sin hacer caso del viento helado que la sacudía y le lanzaba el pelo sobre el rostro.

Mientras miraba, un grupo de maquinaria pesada entró en el cráter, envueltos en las nubes negras de los tubos de escape y el sonido agudo de los motores. Las excavadoras y las palas mecánicas atacaron el pozo con más fuerza. Levantaban enormes cantidades de tierra y la volcaban en los camiones, que iban y venían por rutas marcadas en el terreno ya explorado. Ahora se imponía la velocidad por encima de todo lo demás, incluso a riesgo de ocasionar más daños a los restos del aparato. Lo que todos estaban desesperados por conseguir eran las cajas negras. Eso era más importante que preocuparse por convertir un fragmento de un par de centímetros en algo mucho más pequeño.

Sidney advirtió que la nieve comenzaba a cuajar; otra preocupación añadida para los investigadores, pensó, al verles correr de aquí para allá con sus linternas, y que sólo se detenían para clavar banderitas en la tierra que se cubría de blanco. Cuando se acercó un poco más, distinguió las figuras vestidas de caqui de la Guardia Nacional que vigilaban sus sectores, con los fusiles al hombro, aunque sin dejar de mirar hacia el cráter. Como un poderoso imán, el lugar del accidente atraía la atención de todos. Al parecer, el precio que había que pagar por las innumerables alegrías de la vida era la amenaza constante de una muerte súbita e inexplicable.

Dio otro paso y el pie tropezó con algo cubierto por la nieve. Se agachó para ver qué era, y recordó las palabras del policía joven: «Hay cosas por todas partes. ¡Por todas partes!». Se detuvo por un instante, pero luego continuó buscando con la curiosidad innata de los seres humanos. Un momento más tarde, corría a trompicones como un pelele descoyuntado por el camino de tierra mientras lloraba a moco tendido.

No vio al hombre hasta que se lo llevó por delante. Los dos cayeron al suelo, él tan sorprendido como ella, o quizá más.

– Joder -gruñó Lee Sawyer, que cayó de culo sobre un montículo, sin aire en los pulmones. Sidney, en cambio, se levantó de un salto y continuó la enloquecida carrera. Sawyer la siguió hasta que se le trabó la rodilla, una vieja secuela de la persecución de un atlético ladrón de bancos durante más de veinte largas manzanas sobre pavimento. «¡Eh!», le gritó mientras avanzaba a la pata coja y se masajeaba la rodilla. Alumbró con la linterna en dirección a la mujer.

Sidney Archer volvió la cabeza y él alcanzó a ver su perfil en el arco de luz. Por una fracción de segundo captó la expresión de terror en sus ojos. Después ella desapareció.

Sawyer regresó a paso lento al lugar donde la había visto por primera vez. Alumbró el suelo con la linterna. ¿Quién demonios era ella y qué estaba haciendo aquí? Entonces encogió los hombros. Probablemente era una vecina curiosa de la zona que había visto algo que ahora deseaba no haber visto. Un minuto más tarde, la linterna de Sawyer confirmó sus sospechas: Se agachó para recoger un zapatito de niña. Parecía diminuto e indefenso en su manaza. Sawyer miró hacia el lugar por donde había desaparecido Sidney y soltó un fuerte suspiro. Su corpachón comenzó a temblar sacudido por una furia descontrolada mientras contemplaba el terrible agujero en la tierra. Luchó por dominar el ansia de gritar a todo pulmón. Eran contadas las ocasiones a lo largo de su carrera en las que Lee Sawyer había deseado negar a las personas que había detenido la oportunidad de ser juzgadas por sus iguales. Esta era una de esas ocasiones. Rezó para que el día que encontrara a los responsables de este horrendo acto de violencia, ellos intentaran algo, cualquier cosa que le diera la más mínima ocasión de evitarle al país el coste y todo el circo informativo que produciría un juicio de esta clase. Se metió el zapatito en un bolsillo del abrigo y, renqueando, se alejó para ir a hablar con Kaplan. Era hora de volver a la ciudad. Tenía una cita en Washington por la tarde. La investigación de Arthur Lieberman debía comenzar.

El agente McKenna miró ansioso a Sidney mientras la ayudaba a apearse del coche patrulla.

– Señora Archer, ¿está segura de que no quiere que llame a alguien para que venga a buscarla?

Sidney, blanca como un papel, con los miembros convulsos, las manos y las ropas sucias de tierra por la caída, meneó la cabeza con fuerza.

– ¡No! ¡No! -Se apoyó contra el coche. Le temblaban los brazos y los hombros, pero al menos había conseguido recuperar el equilibrio. Cerró la puerta del vehículo y comenzó a caminar con paso vacilante hacia el Ford. Vaciló y entonces se volvió. El agente McKenna, junto al coche, la miraba con atención.

– ¿Eugene?

– ¿Sí, señora?

– Tenía usted razón. No es un lugar para quedarse mucho tiempo. -Pronunció las palabras con el tono hueco de alguien que ha perdido totalmente el espíritu. Se volvió una vez más, caminó hasta el Ford y entró en el coche.

El agente Eugene McKenna asintió despacio. La nuez prominente se movió rápidamente arriba y abajo mientras él intentaba dominar las lágrimas. Abrió la puerta del coche patrulla y se desplomó en el asiento. Cerró la puerta para que el ruido de los sollozos no fuera más allá.

Mientras Sidney emprendía el camino de regreso, sonó el teléfono móvil que tenía a su lado. El ruido totalmente inesperado le produjo tal sobresalto que estuvo a punto de perder el dominio del Explorer. Miró el aparato con una expresión de incredulidad. Nadie sabía dónde estaba. Echó un vistazo a su alrededor como si alguien la estuviese vigilando desde la oscuridad. Los árboles desnudos eran los únicos testigos de su viaje de regreso a casa. Por lo que ella sabía, era la única persona viva a la redonda. Extendió una mano y, lentamente, cogió el teléfono.

Capítulo 15

– Por amor de Dios, Quentin, son las tres de la mañana.

– No te llamaría a menos que fuera realmente importante.

– No tengo muy claro qué quieres que te diga. -La mano de Sidney tembló un poco mientras sostenía el teléfono móvil. Aminoró la marcha; había pisado el acelerador cada vez más a medida que continuaba la conversación hasta que se encontró viajando a una velocidad peligrosa por la angosta carretera.

– Te lo acabo de decir. Oí que tú y Gamble hablabais en el viaje de regreso desde Nueva York. Creí que vendrías a mí, Sidney, no que irías a Gamble. -La voz era suave pero mostraba una cierta irritación.

– Lo siento, Quentin, pero él me preguntó. Tú no.

– Intentaba darte un respiro.

– Te lo agradezco, de verdad. Pero Gamble se dirigió a mí. Se mostró muy amable, pero tuve que decirle algo.

– ¿Y tú le dijiste que no sabías por qué Jason estaba en ese avión? ¿Esa fue tu respuesta? ¿Que no tenías la menor idea de que estuviera en ese avión?

Sidney intuyó otros pensamientos ocultos en sus palabras. ¿Cómo podía decirle a Rowe algo diferente a lo que le había dicho a Gamble? Incluso si le contaba la historia de Jason sobre el viaje a Los Ángeles, ¿cómo decirle que ahora sabía que Jason no había ido a entrevistarse con otra compañía? Estaba en una situación insostenible y no veía la forma de salir de ella. Decidió cambiar de tema.

– ¿Cómo se te ocurrió llamarme al coche, Quentin? -Le inquietaba saber que él había sido capaz de localizarla.

– Llamé a tu casa, después a la oficina. El único lugar que quedaba era el coche -respondió él-. Si quieres que te diga la verdad, estaba preocupado por ti. Y… -Su voz se interrumpió bruscamente, como si hubiera decidido un instante demasiado tarde no comunicar su pensamiento.

– ¿Y qué?

Rowe vaciló un momento, pero después se dio prisa en acabar la frase.