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– Por un caso que llevo -dijo la abogada-. Un hombre inocente acusado injustamente.

– ¿No lo son todos?

– No -contestó despacio Sandra Koval-. No todos.

Grace se acercó más a ella.

– Tú no eres la abogada de Jack -dijo-. Eres su hermana.

Sandra Koval fijó la mirada en su coca-cola.

– He llamado a tu facultad de derecho. Han confirmado mi sospecha. Sandra Koval es tu nombre de casada. La mujer que se licenció allí era Sandra Lawson. Lo he comprobado en LawMar Securities, la empresa de tu abuelo. Sandra Koval figura como miembro del consejo de administración.

Sandra Koval sonrió sin alegría.

– Vaya, veo que eres una pequeña Sherlock.

– Así que, ¿dónde está? -preguntó Grace.

– ¿Cuánto tiempo lleváis casados?

– Diez años.

– ¿Y en todo ese tiempo cuántas veces ha hablado Jack de mí?

– Prácticamente nunca -admitió Grace.

Sandra Koval extendió las manos.

– Pues ahí tienes. ¿Por qué habría de saber dónde está?

– Porque te llamó.

– Eso es lo que tú dices.

– Pulsé el botón de rellamada.

– Ya, es lo que me has dicho por teléfono.

– ¿Quieres decir que no te llamó?

– ¿Cuándo se supone que tuvo lugar esa llamada?

– ¿Se supone?

Sandra Koval se encogió de hombros.

– Siempre tiene que salir la abogada.

– Anoche -dijo Grace-. A eso de las diez.

– Pues ya tienes la respuesta. Yo no estaba aquí.

– ¿Dónde estabas?

– En mi hotel.

– Pero Jack llamó a tu extensión.

– Si lo hubiese hecho, nadie habría descolgado. No a esa hora. Habría saltado el contestador.

– ¿Hoy has escuchado los mensajes?

– Claro. Y no, no había ninguno de Jack.

Grace intentó asimilarlo.

– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Jack?

– Hace mucho tiempo.

– ¿Cuánto?

Apartó la mirada.

– No hemos vuelto a hablar desde que se fue al extranjero.

– De eso hace quince años.

Sandra Koval bebió otro sorbo.

– ¿Cómo es que sabía tu número de teléfono? -preguntó Grace.

No contestó.

– Vivís en el doscientos veintiuno de North End Avenue, Kasselton. Tenéis dos líneas de teléfono, una de voz y otra de fax. -Sandra repitió los dos números de memoria.

Las dos mujeres se miraron fijamente.

– Pero ¿nunca has llamado?

– Nunca.

El teléfono de manos libres chirrió.

– ¿Sandra?

– Sí.

– Hester quiere verte en su despacho.

– Ahora voy. -Sandra Koval apartó la mirada-. Tengo que irme.

– ¿Por qué intentó llamarte Jack?

– No lo sé.

– Tiene problemas.

– Eso dices tú.

– Ha desaparecido.

– No por primera vez, Grace.

Ahora la sala parecía más pequeña.

– ¿Qué pasó entre Jack y tú?

– No soy yo quien debe contarlo.

– Y una mierda.

Sandra cambió de posición en la silla.

– ¿Has dicho que ha desaparecido?

– Sí.

– ¿Y Jack no te ha llamado?

– Pues de hecho, sí.

Eso la desconcertó.

– Y al llamar, ¿qué ha dicho?

– Que necesitaba espacio. Pero no quería decir eso. Era en clave.

Sandra hizo una mueca. Grace sacó la foto y la puso en la mesa. La sala pareció quedarse sin aire. Sandra Koval bajó la mirada y Grace advirtió que daba un respingo.

– ¿Y esto qué coño es?

– ¡Qué curioso! -exclamó Grace.

– ¿Qué?

– Jack dijo exactamente lo mismo cuando la vio.

Sandra seguía mirando la foto.

– Es él, ¿no? -preguntó Grace-. ¿En medio, con barba?

– No lo sé.

– Claro que lo sabes. ¿Quién es la rubia que está a su lado?

Grace puso la foto ampliada de la joven en la mesa. Sandra Koval alzó la vista.

– ¿De dónde las has sacado?

– De Photomat -se apresuró a responder Grace. A Sandra Koval se le ensombreció el rostro. No se lo creyó-. Es Jack, ¿sí o no?

– La verdad es que no lo sé. Nunca lo he visto con barba.

– ¿Por qué te llamó justo después de ver esta foto?

– No lo sé, Grace.

– Mientes.

Sandra Koval se puso en pie con un esfuerzo.

– Tengo una reunión.

– ¿Qué le ha pasado a Jack?

– ¿Por qué estás tan segura de que no se ha fugado?

– Estamos casados. Tenemos dos hijos. Sandra, tienes una sobrina y un sobrino.

– También tenía un hermano -replicó ella-. Tal vez ninguna de las dos lo conozcamos bien.

– ¿Lo quieres?

Sandra se quedó inmóvil, con los hombros encorvados.

– Déjalo estar, Grace.

– No puedo.

Meneando la cabeza, Sandra se dirigió hacia la puerta.

– Pienso encontrarlo -dijo Grace.

– No cuentes con ello.

Y salió.

10

«Vamos -pensó Charlaine-, no te metas donde no te llaman.»

Corrió las cortinas y volvió a ponerse los vaqueros y el jersey. Guardó el camisón en el fondo del cajón después de doblarlo parsimoniosamente, con mucho cuidado, sin saber muy bien por qué. Como si Freddy fuera a darse cuenta de que estaba arrugado.

Cogió una botella de agua con gas y la mezcló con un poco de zumo Twister de su hijo. Charlaine se sentó en un taburete junto a la encimera de mármol. Se quedó mirando el vaso. Trazó curvas con el dedo en la superficie empañada. Echó un vistazo a la nevera empotrada, el nuevo modelo 690 con puerta de acero inoxidable. No había nada en ella: ningún dibujo de los niños, ninguna foto de la familia, ni manchas de dedos, ni siquiera imanes. Cuando tenían la vieja Westinghouse amarilla, la puerta estaba cubierta de cosas. Había vitalidad y color. La cocina reformada, la que tanto había anhelado, ahora se le antojaba estéril, mortecina.

¿Quién era el asiático al volante del coche de Freddy?

No es que lo tuviese vigilado, pero desde luego Freddy recibía muy pocas visitas. De hecho, no recordaba haber visto nunca a nadie. Eso no significaba que no recibiera ninguna, claro. Ella no se pasaba todo el día atenta a lo que ocurría en la otra casa. No obstante, un barrio tenía su propia rutina. Unas determinadas vibraciones, por así decirlo. Un barrio era una entidad, un cuerpo, y cuando había algo fuera de lugar, se notaba.

El hielo de su bebida se fundía. Charlaine aún no había tomado siquiera un sorbo. Debía ir al supermercado. Las camisas de Mike estarían listas para recoger en la lavandería. Había quedado a comer con su amiga Myrna en el Baumgart's de Franklin Avenue. Clay tenía karate con el maestro Kim después de la escuela.

Pensó en la lista de tareas pendientes e intentó fijarse un orden. Todo trivialidades. ¿Le daría tiempo de ir al supermercado y volver a casa antes de comer? Seguramente no. Y los congelados no podían quedarse en el coche. Eso tendría que esperar.

Dejó de darle vueltas a eso. Ya estaba bien.

A esas horas Freddy ya debía de estar en el trabajo.

Siempre había sido así. Su perverso baile duraba desde las diez hasta las diez y media más o menos. A las once menos cuarto, Charlaine oía abrirse la puerta del garaje y veía salir el Honda Accord. Freddy trabajaba, como Charlaine sabía, en H amp;R Block. La oficina se hallaba en el mismo centro comercial que el Blockbuster donde ella alquilaba los DVD. Tenía el escritorio junto a la ventana. Ella evitaba pasar por delante, pero a veces, cuando aparcaba, veía a Freddy mirar por la ventana, abstraído, con un lápiz apoyado en los labios.

Charlaine encontró las páginas amarillas y buscó el número de teléfono. Un hombre que se identificó como el supervisor dijo que el señor Sykes no había llegado pero lo esperaban de un momento a otro. Ella fingió decepción.

– Me dijo que estaría a esta hora. ¿No suele llegar a las once?

El supervisor reconoció que sí.

– ¿Y dónde está? Realmente necesito esas cifras.

El supervisor se disculpó y le aseguró que el señor Sykes la llamaría en cuanto llegara a la oficina. Charlaine colgó.

¿Y ahora qué?