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– Max -dijo Grace-, éste es el señor Vespa.

– Hola, Max.

– ¿Ese coche es tuyo?

– Sí.

Max miró el coche y luego a Vespa.

– ¿Tiene una tele?

– Sí.

– ¡Qué guay!

Cora se aclaró la garganta.

– Ah, y ésta es mi amiga Cora.

– Encantado -saludó Vespa.

Cora miró el coche y luego a Vespa.

– ¿Eres soltero?

– Sí.

– ¡Qué guay!

Grace repitió las instrucciones a Cora por sexta vez. Cora fingió escuchar. Grace le dio veinte dólares para que pidieran unas pizzas y ese pan con queso que a Max le gustaba tanto últimamente.

A Emma la llevaría a casa la madre de una compañera de clase al cabo de una hora.

Grace y Vespa se dirigieron a la limusina. El chófer con cara de rata ya tenía la puerta abierta y estaba esperando.

– Te presento a Cram -dijo Vespa, y señaló al conductor. Cuando Cram le estrechó la mano, Grace tuvo que contener un grito.

– Encantado -dijo Cram. Su sonrisa sugería imágenes de un documental de Discovery Channel sobre depredadores marinos. Grace entró en el coche y Carl Vespa la siguió.

Había vasos de Waterford y una licorera a juego medio llena de un líquido de color caramelo y aspecto caro. Tenía, efectivamente, un aparato de televisión. Encima del asiento de Grace estaban el DVD, un compact disc de carga múltiple, los mandos del climatizador y botones suficientes para confundir a un piloto de aviación. Todo ello -los vasos, la licorera, la electrónica- resultaba excesivo, pero tal vez eso era lo que se esperaba en una limusina.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Grace.

– Es un poco difícil de explicar. -Estaban sentados uno al lado del otro con la vista al frente-. Preferiría enseñártelo, si no te importa.

Carl Vespa había sido el primer padre afligido que apareció junto a su cama del hospital. Cuando Grace salió del coma, la primera cara que vio fue la suya. No tenía ni idea de quién era, de dónde estaba, ni de qué día era. Más de una semana se había borrado de su banco de memoria. Carl Vespa se pasó días y días sentado en la habitación del hospital, durmiendo en la silla a su lado. Se aseguró de que tuviera una buena vista, música relajante, suficiente medicación para el dolor, enfermeras privadas. Se aseguró de que, en cuanto Grace pudo comer, el personal del hospital no le diera la típica bazofia.

Él nunca le pidió que le contara los detalles de esa noche porque, la verdad, ella tampoco podía darlos. En los siguientes meses hablaron durante horas y horas. Él le contaba historias, la mayoría sobre sus fracasos como padre. Había recurrido a sus contactos para entrar en su habitación del hospital la primera noche. Había pagado a la empresa de seguridad -curiosamente, la empresa del hospital estaba controlada por el crimen organizado- y luego simplemente se había sentado a su lado.

Después otros padres lo imitaron. Era extraño. Querían estar cerca de ella. Sólo eso. Así se consolaban. Su hijo había muerto en presencia de Grace y era como si una pequeña parte de sus almas, su hijo o hija perdidos para siempre, de algún modo siguiera viviendo dentro de ella. No tenía sentido y, sin embargo, Grace creía entenderlo.

Esos padres desolados iban para hablar de sus hijos muertos, y Grace los escuchaba. Suponía que les debía al menos eso. Sabía que quizás esas relaciones no fueran sanas, pero le era imposible rechazarlas. La verdad era que Grace tampoco tenía familia. Había disfrutado, al menos durante un tiempo, de su atención. Ellos necesitaban una hija; ella necesitaba unos padres. No era tan sencillo -este síndrome de la proyección mutua-, pero Grace no sabía si podía explicarlo mejor.

La limusina avanzaba hacia el sur por la autopista de Garden State. Cram encendió la radio. Por los altavoces se oyó música clásica, al parecer un concierto de violín.

– Ya sabes, claro, que se acerca el aniversario.

– Sí -contestó ella, aunque había hecho todo lo posible para pasarlo por alto. Habían transcurrido quince años desde aquella terrible noche en el Boston Garden. Los periódicos habían publicado los típicos artículos de conmemoración titulados «¿Dónde están ahora?». Los padres y los supervivientes lo vivían de manera distinta. La mayoría participaba porque lo veía como una forma de mantener vivo el recuerdo de lo sucedido. Se publicaron artículos desgarradores sobre los Garrison, los Reed y los Weider. El guardia de seguridad, Gordon MacKenzie, a quien se atribuía el mérito de haber salvado muchas vidas porque abrió las salidas de emergencia cerradas con llave, en la actualidad era capitán de policía en Brookline, un barrio residencial de Boston. Hasta Carl Vespa había permitido que lo fotografiaran con su mujer, Sharon, los dos sentados en su jardín, todavía con el mismo aspecto que si los hubiesen vaciado por dentro.

Grace había seguido el camino contrario. Con su carrera artística en pleno auge, no quería dejar siquiera entrever que se aprovechaba de la tragedia. Había resultado herida, y nada más, y pretender otra cosa le habría recordado a esos actores acabados que de pronto salían de no se sabía dónde para derramar lágrimas de cocodrilo cuando moría una estrella a la que detestaban. No quería saber nada. La atención debía centrarse en los muertos y en quienes éstos dejaron atrás.

– Ha solicitado otra vez la libertad condicional -dijo Vespa-. Me refiero a Wade Larue.

Grace lo sabía, claro.

La culpa de la desbandada de esa noche había recaído en Wade Larue, que actualmente residía en la Penitenciaría de Walden, situada en las afueras de Albany, en el estado de Nueva York. Fue él el autor de los disparos que sembraron el pánico. El argumento de la defensa fue muy interesante: adujo que Wade Larue no lo hizo -a pesar de los restos de pólvora hallados en sus manos, de que el arma le pertenecía, de que las balas coincidían con el arma, de los testigos que lo vieron disparar-, pero si lo hizo, estaba demasiado drogado para acordarse. Ah, y por si ninguna de estas razones resultaba convincente, Wade Larue tampoco podía adivinar que disparar un arma causaría la muerte de dieciocho personas y heridas a varias docenas más.

El caso suscitó polémica. La fiscalía lo acusó de dieciocho asesinatos, pero el jurado no lo vio así. El abogado de Larue acabó pactando para rebajarlo a dieciocho homicidios sin premeditación. Nadie se preocupó mucho por la sentencia. El único hijo de Carl Vespa había muerto esa noche. ¿Qué pasó cuando murió el hijo de Gotti en un accidente automovilístico? Nunca más se oyó hablar del hombre que conducía el otro coche, un cabeza de familia. Algo parecido, pensaba casi todo el mundo, sucedería a Wade Larue, sólo que esta vez lo más probable era que el público en general aplaudiera el desenlace.

Durante un tiempo mantuvieron a Wade Larue aislado en la Penitenciaría de Walden. Grace no siguió la historia de cerca, pero los padres -padres como Carl Vespa- continuaron llamando y escribiendo. Necesitaban verla de vez en cuando. Como superviviente, se había convertido en una especie de receptáculo, un receptáculo portador de los muertos. Aparte de la recuperación física, esa presión emocional -esa responsabilidad enorme, imposible- fue en gran medida la razón por la que Grace se fue al extranjero.

Al final, trasladaron a Larue a la zona común con los demás reclusos. Corrió el rumor de que sus compañeros de presidio le propinaron palizas y abusaron de él pero, por alguna razón, sobrevivió. Carl Vespa había renunciado a asestar el golpe. Tal vez fuese una señal de misericordia. O tal vez fuese todo lo contrario. Grace no lo sabía.

– Al final dejó de declararse totalmente inocente, ¿lo sabías? -dijo Vespa-. Reconoce haber disparado, pero afirma que enloqueció cuando se fue la luz.

Lo cual tenía sentido. Por su parte, Grace había visto a Larue una sola vez. La llamaron a declarar, aunque su testimonio no tenía nada que ver con la culpabilidad o inocencia del acusado -prácticamente no recordaba nada de la desbandada, y menos aún de quién había disparado-, y sí mucho que ver con encender las pasiones del jurado. Pero Grace no necesitaba vengarse. Para ella, Wade Larue estaba desquiciado por la droga y no era más que un colgado más digno de compasión que de odio.