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– ¿Y pensó que tal vez había ido al supermercado?

– No lo sabía. No me dijo nada.

– ¿Simplemente cogió y se largó?

– Sí.

– ¿Y usted no le preguntó adónde iba?

– Yo estaba arriba. Oí el motor del coche.

– Bien, pues esto es lo que necesitamos saber. -Perlmutter apartó las manos de la barriga. La butaca crujió cuando se inclinó hacia delante-. Usted lo llamó al móvil. Casi enseguida. ¿No es así?

– Sí.

– Pues verá, ahí está el problema. ¿Por qué no le contestó? O sea, si quería hablar con usted…

Grace vio adonde quería ir a parar.

– ¿Cree que su marido… esto… sufrió un accidente en cuanto salió? ¿O tal vez alguien lo secuestró minutos después de marcharse de casa?

Grace no lo había pensado.

– No lo sé.

– ¿Alguna vez usa usted la autopista de Nueva York?

El cambio de tema la desconcertó.

– No mucho, pero sí, la he usado.

– ¿Ha ido alguna vez a Woodbury Commons?

– ¿El centro comercial de restos de serie?

– Sí.

– Sí, he estado allí.

– ¿Cuánto tiempo cree que se tarda en llegar?

– Media hora. ¿Fue allí?

– Lo dudo, no a esa hora. Las tiendas están cerradas. Pero usó su tac en el peaje de esa salida a las diez y veintiséis. Eso lleva a la Carretera Diecisiete y… diablos, es la que yo tomo para ir a los Poconos. Si calculamos diez minutos más o menos, cabe suponer que su marido fue derecho allí en cuanto salió de casa. Y de allí, en fin, ¿quién sabe adónde fue? La Interestatal Ochenta está a cincuenta kilómetros. Desde allí uno se puede ir a California.

Grace permaneció inmóvil.

– Así que saque sus propias conclusiones, señora Lawson. Su marido se marcha de casa. Usted lo llama de inmediato. Él no contesta. Al cabo de más o menos media hora, según sabemos, viaja en coche por Nueva York. Si alguien lo hubiera atacado o si hubiera sufrido un accidente… bueno, es imposible que lo secuestrasen y luego empleasen su tac en un plazo tan breve de tiempo. ¿Entiende lo que quiero decir?

Grace le devolvió la mirada.

– Que soy una histérica abandonada por su marido.

– No es eso ni mucho menos. Sólo que… Bueno, ya no podemos seguir investigando. A no ser… -Se acercó un poco más-. Señora Lawson, ¿hay algo más que, a su juicio, podría servirnos de ayuda?

Grace procuró no mostrarse abochornada. Echó una ojeada detrás de ella. El agente Daley no se había movido. Tenía una copia de la foto extraña en su bolso. Se acordó de Josh el Pelusilla y de que la tienda no había abierto. Había llegado el momento de contarlo. En realidad, tenía que habérselo contado a Daley cuando fue a su casa.

– No sé si viene al caso -empezó a decir mientras cogía el bolso. Sacó una copia de la foto y se la entregó a Perlmutter.

El capitán cogió unas gafas de leer, las limpió con el faldón de la camisa y se las puso. Daley se acercó y se inclinó por encima de su hombro. Grace les explicó que había encontrado la foto entre las demás. Los dos policías la miraron como si hubiera sacado una navaja y hubiera empezado a afeitarse la cabeza.

Cuando Grace acabó, el capitán Perlmutter señaló la foto y preguntó:

– ¿Y está segura de que ése es su marido?

– Eso creo.

– Pero ¿no está segura?

– Estoy bastante segura.

Él asintió como hace uno cuando cree estar hablando con un loco.

– ¿Y las otras personas de la foto? ¿La joven con la cara tachada?

– No las conozco.

– Pero su marido… Dijo que no era él, ¿no?

– Sí.

– Así que si no es él…, bueno, esta foto sería intrascendente. Y si es él… -Perlmutter se quitó las gafas-. Pues le mintió. ¿No es así, señora Lawson?

Sonó el móvil. Grace lo cogió en el acto y miró el número.

Era Jack.

Por un momento no se movió. Grace quería disculparse, pero Perlmutter y Daley la observaban. Dadas las circunstancias, no podía pedir que la dejaran sola. Pulsó el botón para responder y se acercó el teléfono al oído.

– ¿Jack?

– ¿Qué tal?

Al oír su voz, debería haber sentido un profundo alivio. Pero no fue así.

– Te he llamado a casa. ¿Dónde estás? -preguntó Jack.

– ¿Que dónde estoy yo?

– Oye, no puedo hablar mucho tiempo. Siento haberme marchado así.

Intentaba hablar con naturalidad, pero no lo conseguía.

– Necesito unos días -dijo él.

– Pero ¿qué dices?

– ¿Dónde estás, Grace?

– En la comisaría.

– ¿Has llamado a la policía?

Grace cruzó una mirada con Perlmutter. Él le hizo una seña como si dijera: «Deme el teléfono, señora. Ya me ocuparé yo».

– Oye, Grace, sólo te pido unos días. Yo… -Jack calló. Y a continuación dijo algo que aumentó su pavor-. Necesito espacio.

– Espacio -repitió ella.

– Sí, un poco de espacio. Eso es todo. Por favor, dile a la policía que me disculpe. Tengo que colgar. ¿De acuerdo? Volveré pronto.

– ¿Jack?

No contestó.

– Te quiero -dijo Grace.

Pero se había cortado la comunicación.

8

Espacio. Jack dijo que necesitaba espacio. Y eso significaba que algo iba mal.

Poco importaba que «necesitar espacio» fuera una de esas expresiones New Age pobres, empalagosas y cursis, vacías de significado, y que «necesitar espacio» fuera un eufemismo espantoso para decir «estoy taaaan harto». Eso habría podido ser una pista, pero en este caso iba mucho más allá.

Grace ya estaba en su casa. Había murmurado unas disculpas a Perlmutter y Daley. Los dos hombres la miraron con cara de pena y le dijeron que esas cosas formaban parte de su trabajo y que lo sentían. Grace movió la cabeza en un solemne gesto de asentimiento y se dirigió a la puerta.

Con esa llamada, había averiguado algo crucial.

Jack tenía problemas.

Grace no había exagerado. La desaparición de Jack no se debía a que hubiera huido de ella o al miedo al compromiso. No había sido algo planeado ni esperado. Tampoco había ocurrido por casualidad. Ella había recogido la foto en la tienda. Jack la había visto y se había ido corriendo.

Y ahora estaba en grave peligro.

Le habría sido imposible explicárselo a la policía. Para empezar, no la habrían creído. Le habrían dicho que deliraba o que era de una ingenuidad rayana en la deficiencia mental. Tal vez no a la cara. Tal vez le habrían seguido la corriente, y eso habría sido, además de irritante, una pérdida de tiempo. Ya presuponían que Jack la había abandonado antes de la llamada. Su explicación no los habría hecho cambiar de opinión.

Y tal vez mejor así.

Grace intentó leer entre líneas. Jack mostró preocupación cuando supo que había intervenido la policía. Eso era evidente. Cuando ella dijo que estaba en la comisaría, el pesar en su voz fue real. No lo fingió.

Espacio.

Ésa era la principal pista. Si él simplemente le hubiese dicho que iba a pasar unos días fuera, porque necesitaba poner en orden sus ideas, o que se había fugado con una cabaretera que había conocido en el Satin Dolls, bueno, quizá no le hubiese creído, pero habría estado dentro de lo posible. Pero Jack no había dicho eso. Había dado razones específicas para su desaparición. Incluso se había repetido.

Jack necesitaba espacio.

Los códigos de parejas. Todas los tienen. La mayoría eran bastante absurdos. Por ejemplo, había una escena de una película de Billy Crystal, El showman de los sábados donde el cómico al que interpretaba Crystal -Grace no se acordaba del nombre, apenas se acordaba de la película- señalaba a un viejo con un peluquín espantoso y decía: «¿Eso es un peluquín? Yo sin ir más lejos creía que era su pelo auténtico». Así que ahora, cada vez que Jack y ella veían a un hombre que tal vez llevaba peluquín, uno se volvía hacia el otro y preguntaba: «¿Yo sin ir más lejos?». Y el otro coincidía o no. Grace y Jack empezaron a usar «Yo sin ir más lejos» para otras mejoras estéticas: operaciones de nariz, implantes de pecho, cualquier cosa.