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– ¡No puedo respirar!

– ¡Mierda, quítale las esposas!

– ¡No puedo respirar! -Myron jadeó y tensó el cuerpo-. ¡La medicina para el corazón! ¡En mi coche!

El alto abrió la puerta. Le cogió las llaves a su compañero y le quitó las esposas. Myron siguió con las convulsiones y los ojos en blanco.

– ¡Aire!

El alto estaba aterrado. Myron imaginaba lo que estaba pensando. Aquello se les había ido de las manos.

– ¡Aire!

El alto se apartó. Myron rodó fuera del coche. Se puso en pie y señaló su coche.

– ¡La medicina!

– Váyase -dijo el alto.

Myron corrió al coche. Los dos hombres, estupefactos, se quedaron mirándole. Ya se lo esperaba. Sólo querían asustarle. No preveían aquella respuesta. Eran polis de pueblo. Los ciudadanos de aquel feliz suburbio les obedecían sin rechistar. Pero él no les había hecho una reverencia. Habían perdido la serenidad y le habían agredido. Aquello podía representar problemas. Los dos querían acabar de una vez, lo mismo que Myron. Había averiguado lo que necesitaba: Big Jake Wolf estaba asustado y le preocupaba algo.

Así que cuando Myron llegó a su coche, se sentó al volante, metió la llave en el contacto, arrancó y se marchó. Miró por el retrovisor. Creía que llevaba ventaja, que los polis no le perseguirían.

No lo hicieron. Se quedaron mirando.

De hecho, parecían aliviados de verle marchar.

Sonrió. Sí, no había ninguna duda.

Myron Bolitar había vuelto.

30

Myron intentaba decidir qué hacer a continuación cuando su móvil sonó. El identificador de llamadas decía fuera de zona. Lo descolgó. Esperanza dijo:

– ¿Dónde te has metido, por Dios?

– Hola, ¿cómo va la luna de miel?

– Un asco. ¿Quieres saber por qué?

– ¿Tom no cumple?

– Sí, los hombres sois tan difíciles de seducir… No, mi problema es que mi socio no responde a las llamadas de nuestros clientes, no acude a la oficina.

– Lo siento.

– Ah, bueno, entonces todo arreglado.

– Le diré a Big Cyndi que derive las llamadas directamente a mi móvil. Iré a la oficina en cuanto pueda.

– ¿Qué pasa? -preguntó Esperanza.

Myron no quería estropearle la luna de miel más de lo que ya la había estropeado, así que dijo:

– Nada.

– Mentiroso.

– Te lo juro. No es nada.

– Bien, se lo preguntaré a Win.

– Vale, espera.

La puso al día rápidamente.

– De modo que te sientes obligado por hacer una buena obra -dijo Esperanza.

– Fui el último en verla. La acompañé y la dejé ir.

– ¿Que la dejaste ir? ¿Qué estupidez es esa? Tiene dieciocho años, Myron. Eso significa que es mayor de edad. Te pidió que la acompañaras. Tú, caballerosamente, y estúpidamente, diría yo, lo hiciste. Y ya está.

– No está.

– A ver, si acompañaras, pongamos por caso, a Win a casa, ¿te asegurarías de que entra allí sano y salvo?

– Buena analogía.

Esperanza se rió.

– Sí, bueno, vuelvo a casa.

– No, ni hablar.

– De acuerdo, ni hablar. Pero no puedes encargarte de ambas cosas tú solo. Así que le diré a Big Cyndi que me derive las llamadas. Ya me encargo. Tú juega al superhéroe.

– Pero estás de luna de miel. ¿Qué dirá Tom?

– Es un hombre, Myron.

– ¿Qué quieres decir?

– Que con tal de recibir su dosis, está contento.

– Qué estereotipo tan cruel.

– Sí, ya sé que soy mala. Podría hablar por teléfono al mismo tiempo o, qué demonios, amamantar a Héctor, y Tom ni pestañearía. Además así tendrá más tiempo de jugar al golf. Golf y sexo, Myron. Yo diría que es la luna de miel ideal de Tom.

– Te lo compensaré.

Hubo un momento de silencio.

– Esperanza…

– Hace tiempo que no hacías nada de esto -dijo ella-. Y te hice prometer que no lo harías más. Pero quizá… quizá sea bueno.

– ¿Por qué lo dices?

– No tengo ni idea. Caramba, tengo cosas más importantes en que pensar. Como las estrías cuando me pongo el bikini. No me puedo creer lo de las estrías. Culpa del niño, ya sabes.

Al cabo colgaron. Myron condujo sintiéndose vulnerable por el coche. Si la policía decidía seguir vigilándole o Rochester le ponía otro sabueso, el coche era un inconveniente. Pensando en esto, llamó a Claire. Ella contestó al primer timbre.

– ¿Has averiguado algo?

– La verdad es que no, pero ¿te importa que te cambie el coche?

– Por supuesto que no. Iba a llamarte de todos modos. Rochester acaba de marcharse.

– ¿Y?

– Hemos hablado un rato, intentando descubrir alguna relación entre Aimee y Katie. Pero ha surgido otra cosa. Algo que debería hablar contigo.

– En un par de minutos estaré en tu casa.

– Te esperaré fuera.

En cuanto Myron bajó del coche, Claire le lanzó las llaves del otro.

– Creo que Katie Rochester huyó de casa.

– ¿Por qué lo dices?

– ¿Has conocido a su padre?

– Sí.

– Eso lo dice todo, ¿no?

– Tal vez.

– Pero, más que nada, ¿has conocido a la madre?

– No.

– Se llama Joan. Tiene un gesto… como si esperara que le dieran un bofetón.

– ¿Habéis descubierto alguna relación entre las chicas?

– A las dos les gustaba pasar el rato en el centro comercial.

– ¿Eso es todo?

Claire se encogió de hombros. Estaba horrible. La piel le tiraba todavía más. Parecía que hubiera perdido cinco kilos en un día. Su cuerpo se balanceaba al caminar, como si una fuerte ráfaga fuera a derribarla.

– Almorzaban a la misma hora. Fueron a una clase juntas en los últimos cuatro años, la de pe con el señor Valentine. Nada más.

Myron meneó la cabeza.

– Has dicho que había surgido algo.

– La madre. Joan Rochester.

– ¿Qué le pasa?

– Puede pasar desapercibido porque, como he dicho, se encoge y parece asustada todo el rato.

– ¿Qué pasa desapercibido?

– Le tiene miedo al marido.

– ¿Y qué? A mí también me da miedo.

– Sí, vale, pero hay otra cosa. Le tiene miedo, sí, pero no está asustada por su hija. No tengo pruebas, pero ésa es la sensación que he tenido. Mira, ¿recuerdas cuando mi madre tuvo el cáncer?

En el último año de instituto. La pobre mujer había muerto al cabo de seis meses.

– Por supuesto.

– Conocía a gente que pasaba por lo mismo, un grupo de apoyo de familiares. Un día hicimos un picnic, adonde podías llevar amigos. Pero era raro, sabías exactamente quién estaba pasando por aquel tormento y quien era sólo amigo. Conocías a un compañero de sufrimientos y lo sabías. Era una vibración.

– ¿Y Joan Rochester no capta esa vibración?

– Tiene otras, pero no la de «mi hija ha desaparecido». He intentado verla a solas. Le he pedido que me ayudara con el café. Pero no he averiguado nada. Te juro que pasa algo. Está asustada, pero no como yo.

Myron se lo pensó. Había un millón de explicaciones, sobre todo la más obvia -las personas reaccionan de forma diferente al estrés-, pero confiaba en la intuición de Claire. La cuestión era: ¿qué significaba? ¿Y qué podía hacer al respecto?

– Deja que lo piense -dijo por fin.

– ¿Has hablado con el señor Davis?

– Todavía no.

– ¿Y con Randy?

– Estoy en ello. Por eso necesito tu coche. La policía me ha echado del campus del instituto esta mañana.

– ¿Por qué?

No quería hablarle del padre de Randy, de modo que dijo:

– Todavía no estoy seguro. Mira, deja que me ponga en marcha, ¿vale?

Claire asintió y cerró los ojos.

– Estará bien -dijo Myron, acercándose a ella.

– Por favor. -Claire levantó una mano-. No pierdas el tiempo consolándome, ¿de acuerdo?

Myron asintió y subió al todo terreno. Meditó sobre su siguiente destino. Tal vez volver al instituto y hablar con el director, y que llamara a Randy o a Harry Davis a su despacho. Pero después, ¿qué?