Sonó el móvil. De nuevo el identificador de llamadas no le dio información. La tecnología de identificación de llamadas era inútil. Las personas que deseabas evitar se limitaban a anular el servicio.
– ¿Diga?
– Hola, guapo, he recibido tu mensaje.
Era Gail Berruti, su contacto de la compañía telefónica. Había olvidado por completo las llamadas que le llamaban «cabrón». Ahora parecían inofensivas, sólo una broma de niños, aunque quizá, sólo quizá, guardara una relación. Según Claire, Myron llevaba destrucción. Tal vez alguien relacionado con su pasado hubiera decidido vengarse y había involucrado a Aimee en ello.
Era la peor de las especulaciones.
– Hacía siglos que no sabía nada de ti -dijo Berruti.
– Sí, he estado ocupado.
– O desocupado, diría yo. ¿Cómo estás?
– Estoy bien. ¿Has podido rastrear los números?
– No es un rastreo, Myron. Me decías eso en tu mensaje. «Rastrea el número.» No es un rastreo. Sólo he tenido que buscarlo.
– Como tú quieras.
– No «como tú quieras». Ya lo sabes. Es como en la tele. ¿Has visto alguna vez rastrear un número en la tele? Siempre dicen que mantengas al otro al teléfono para poder rastrear la llamada. Eso es una estupidez. Se localiza enseguida. De inmediato. No se tarda nada. ¿Por qué hacen eso?
– Para mantener el suspense -dijo Myron.
– Es una imbecilidad. En la tele lo hacen todo al revés. El otro día estaba viendo una serie de polis y tardaban cinco minutos en hacer una prueba de ADN. Mi marido trabaja en el laboratorio forense de John Jay. Tienen suerte si consiguen una confirmación de ADN en un mes. En cambio lo del teléfono, que se puede hacer en minutos mirando un ordenador, para eso tardan años. Y los malos siempre cuelgan justo antes de que los localicen. ¿Has visto alguna vez que funcione el rastreo? Nunca. Me pone enferma.
Myron intentó que Berruti volviera al tema.
– ¿Me has buscado el número?
– Lo tengo aquí. Pero es curioso: ¿para qué lo necesitas?
– ¿Desde cuando te preocupa eso?
– Tienes razón. Vale, vamos al grano. Primero, quienquiera que fuera quería permanecer anónimo. La llamada se hizo desde una cabina.
– ¿Dónde?
– La situación es cerca del 110 de Linvingston Avenue, en Livingston, Nueva Jersey.
El centro de la ciudad, pensó Myron. Cerca de su Starbucks y su tintorería. Myron no sabía qué pensar. ¿Un punto muerto? Tal vez. Pero se le ocurrió una idea.
– Necesito que me hagas dos favores más, Gail -dijo Myron.
– Un favor significa gratis.
– Semántica -dijo Myron-. Sabes que siempre te compenso.
– Sí, lo sé. ¿Qué necesitas?
Harry Davis daba una clase sobre A Separate Peace de John Knowles. Intentaba concentrarse, pero las palabras le salían como si las leyera de un apuntador en una lengua que no comprendiera del todo. Los alumnos tomaban notas. Se preguntó si verían que no estaba del todo allí, que sólo cubría el expediente. Sospechaba que no se enteraban, eso era lo más triste.
¿Por qué querría hablar con él Myron Bolitar?
No le conocía personalmente, pero no te paseabas por los pasillos del instituto durante más de dos décadas sin saber quién era. Toda una leyenda. Ostentaba todos los récords de baloncesto de la escuela.
¿Por qué quería hablar con él?
Randy Wolf sabía quién era. Su padre le había advertido que no hablara con él. ¿Por qué?
– Señor D. Eh, señor D.
La voz atravesó la niebla de su cabeza.
– Sí, Sam.
– ¿Puedo ir al baño?
– Ve.
Harry Davis se detuvo entonces. Dejó la tiza y miró las caras de los alumnos. No, no sonreían. La mayoría miraba la libreta de apuntes. Vladimir Khomenko, un alumno de intercambio, apoyaba la cabeza en la mesa, probablemente durmiendo. Otros miraban por la ventana. Algunos estaban tan caídos en las sillas, con las columnas como de gelatina, que a Davis le sorprendía que no resbalaran al suelo.
Pero les quería. A unos más que a otros. Aunque todos le importaban. Eran toda su vida. Y por primera vez, después de tantos años, Harry Davis empezaba a sentir que se le escapaba aquello de las manos.
31
A Myron le dolía la cabeza, y enseguida supo por qué. Todavía no había tomado café. Así que se fue al Starbucks con dos ideas: cafeína y teléfono público. De la cafeína se encargó un camarero grunge con perilla y unos pelos tan largos en la frente que parecían pestañas gigantes. El problema del teléfono público le daría más trabajo.
Myron se sentó fuera y miró el cuerpo del delito. Era un teléfono terriblemente público. Se acercó a él. Había pegatinas que anunciaban números 800 para llamar con descuento. El más prominente ofrecía «llamadas nocturnas gratis» y tenía una foto de una luna menguante por si no se sabía lo que significaba nocturno.
Myron frunció el ceño. Quería preguntar al teléfono quien había marcado su número y le había llamado cabrón y le había dicho que pagaría por lo que había hecho. Pero el teléfono no quería hablar con él. Así había sido el día.
Volvió a sentarse e intentó planificar lo que tenía que hacer. Seguía queriendo hablar con Randy Wolf y Harry Davis. Probablemente no le dirían gran cosa -probablemente no querrían hablar con él- pero ya pensaría en la forma de hostigarlos. También quería entrevistarse con Edna Skylar, la doctora que trabajaba en St. Barnabas que decía haber visto a Katie Rochester en Nueva York. Quería más detalles del encuentro.
Llamó a la centralita del St. Barnabas y tras un par de breves explicaciones, Edna Skylar se puso al teléfono. Myron le explicó lo que quería.
Ella pareció molesta.
– Les pedí a los investigadores que no mencionaran mi nombre.
– No lo han hecho.
– ¿Y usted cómo se ha enterado?
– Tengo buenos contactos.
La doctora se lo pensó un momento.
– ¿Cuál es su relación con esto, señor Bolitar?
– Otra chica ha desaparecido.
Ninguna respuesta.
– Creo que puede haber una relación entre esa chica y Katie Rochester.
– ¿Cómo?
– ¿Podemos vernos? Se lo explicaré todo.
– La verdad es que yo no sé nada.
– Por favor. -Hubo una pausa-. Doctora Skylar…
– Cuando vi a la Rochester, me dejó claro que no quería saber nada.
– Lo comprendo. Sólo necesito unos minutos.
– Tengo pacientes durante una hora. Ruedo recibirle a mediodía.
– Gracias -dijo Myron, pero Edna Skylar ya había colgado.
Litio Larry Kidwell y los Cinco Medicados arrastraron los pies por el Starbucks. Larry se dirigió directamente a su mesa.
– Cuatrocientos ochenta y ocho planetas el día de la creación, Myron. Cuatrocientos ochenta y ocho. Y yo no he visto ni un penique. ¿Sabes lo que te digo?
Larry estaba tan horrible como siempre. Geográficamente, estaban muy cerca de su antiguo instituto, pero ¿qué había dicho su restaurador predilecto, Peter Chin, de que los años pasan pero el corazón sigue siendo el mismo? Bien, pero sólo el corazón.
– Es bueno saberlo -dijo Myron. Miró el teléfono público y de forma fulminante se le ocurrió una idea-: Espera.
– ¿Qué?
– La última vez que nos vimos había cuatrocientos ochenta y siete planetas, ¿no?
Larry pareció confundido.
– ¿Estás seguro?
– Del todo. -A Myron le iba la cabeza a cien por hora-. Y si no me equivoco, dijiste que el siguiente era el mío. Dijiste que iba a por mí y algo de golpear a la luna.
A Larry se le iluminaron los ojos.
– Golpea el cuarto menguante. Te odia.
– ¿Dónde está el cuarto menguante?
– En el sistema solar Aerolus. Junto a Guanchomitis.
– ¿Estás seguro, Larry? ¿Estás seguro de que no…?
Myron se levantó y le llevó hasta el teléfono público. Larry se encogió. Myron le señaló la pegatina, la imagen del cuarto menguante del anuncio de las llamadas nocturnas. Larry jadeó.