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– Y no pega.

– Siéntate. -Peter le despidió con un gesto-. Y pide tú sólito. No voy a ayudarte.

Cuando Cingle se levantó para saludarle, los cuellos no es que se volvieran a mirarla, sino que se quebraron. Se saludaron y se sentaron.

– Así que eres el amigo de Win -dijo Cingle.

– Ese soy yo.

Ella le estudió un momento.

– No pareces psicótico.

– Me gusta pensar que soy su contrapeso.

No había papeles frente a ella.

– ¿Tienes el informe policial? -preguntó él.

– No hay ninguno. Ni siquiera hay una investigación oficial todavía.

– ¿Qué tienes, entonces?

– Katie Rochester sacó dinero de un cajero. Después se largó. No hay pruebas, aparte de lo que dicen los padres, que sugieran que pasara otra cosa.

– La investigadora que fue a buscarme al aeropuerto… -empezó Myron.

– Loren Muse. Es buena, francamente.

– Sí, Muse. Me hizo muchas preguntas sobre Katie Rochester. Creo que tienen algo sólido que me vincula con ella.

– Sí y no. Tienen algo sólido que relaciona a Katie y a Aimee. No creo que te relacione directamente a ti.

– ¿Es decir?

– Sus últimos cargos de cajero.

– ¿Qué pasa?

– Las dos chicas usaron el mismo Citibank de Manhattan.

Myron calló, intentando asumirlo.

Se acercó el camarero. Era nuevo. Myron no le conocía. Normalmente Peter hacía que el camarero le trajera algunos aperitivos. Esta vez no.

– Estoy acostumbrada a que los hombres me miren -dijo Cingle-. Pero el dueño no deja de mirarme como si me hubiera meado en el suelo.

– Echa de menos a mi ex novia.

– Qué bonito.

– Adorable.

Cingle miró a Peter a los ojos, agitó los dedos enseñándole una alianza y gritó en su dirección:

– Está a salvo. Ya estoy casada.

Peter se volvió.

Cingle se encogió de hombros y le habló de los cargos de cajero. Aimee aparecía claramente en la cámara de seguridad. Myron intentó entenderlo. No se le ocurrió nada.

– Hay algo más que deberías saber.

Myron esperó.

– Una mujer, Edna Skylar. Es doctora en el St. Barnabas. Los polis lo mantienen en secreto porque el padre de Rochester es un pirado, pero parece que la doctora Skylar vio a Katie Rochester en la calle, en Chelsea.

Le contó la historia, que Edna Skylar había seguido a la chica al metro, que iba con un hombre, y que Katie le había pedido que no se lo dijera a nadie.

– ¿Lo ha investigado la policía?

– ¿Investigar qué?

– ¿Han intentado averiguar dónde está Katie, quién era el hombre o algo?

– ¿Por qué? Katie Rochester tiene dieciocho años. Cogió dinero antes de largarse. Tiene un padre con conexiones que probablemente abusaba de ella de alguna forma. La policía tiene otras preocupaciones. Delitos de verdad. Muse se encarga de un doble homicidio en East Orange. Tienen pocos hombres. Y lo que vio Edna Skylar confirma lo que ya sabían.

– ¿Que Katie Rochester se fugó?

– Sí.

Myron se echó atrás.

– ¿Y el detalle de que usaran el mismo cajero?

– O es una asombrosa coincidencia…

Myron meneó la cabeza.

– Ni hablar.

– Estoy de acuerdo. Ni hablar. O eso o planearon la fuga las dos. Había una razón para que las dos eligieran ese cajero. No sé cuál. Pero tal vez lo planearan juntas. Katie y Aimee iban al mismo instituto, ¿no?

– Sí, pero no he hallado ninguna relación entre las dos.

– Tienen dieciocho años, se gradúan en el mismo instituto, son de la misma ciudad. -Cingle se encogió de hombros-. Tiene que haber algo.

Estaba en lo cierto. Necesitaba hablar con los Rochester para enterarse de lo que sabían. Tendría que ser cuidadoso. No quería abrir esa caja de Pandora. También quería hablar con la doctora Edna Skylar y conseguir una buena descripción del hombre que acompañaba a Katie Rochester, saber exactamente dónde la había visto, qué metro había cogido y en qué dirección.

– La cuestión es -dijo Cingle- que si Katie y Aimee son fugitivas, tiene que haber una razón.

– Yo pensaba lo mismo -dijo Myron.

– Puede que no quieran que las encuentren.

– Cierto.

– ¿Qué vas a hacer?

– Encontrarlas de todas maneras.

– ¿Y si quieren seguir ocultas?

Myron pensó en Aimee Biel, también en Erik y en Claire. Buena gente. De fiar, sólidos. Se preguntó por qué motivo habría huido Aimee de ellos, qué habría sido tan malo para que hiciera algo así.

– Cruzaré ese puente cuando llegue -dijo.

Win estaba sentado solo en un rincón del poco iluminado club de striptease. Nadie le molestaba. Le conocían. Si quería que se acercara alguien, ya se lo haría saber.

La canción de la máquina de discos era una de las más pútridas de los ochenta, «Broken Wings» de Mr. Misten Myron aseguraba que era la peor canción de la década. Win consideraba que «We Built This City on Rock-n-Roll» de Starship era peor. La discusión duró una hora sin resolverse. Así que, como hacían a menudo en esa clase de situaciones, acudieron a Esperanza para desempatar, pero ella optó por «Too Shy» de Kajagoogoo.

A Win le gustaba sentarse en ese reservado del rincón, mirar y pensar.

Había un gran equipo de béisbol de la liga en la ciudad. Varios jugadores habían ido al «club de caballeros», un eufemismo realmente inspirado para un local de striptease, a pasar el rato. Las chicas trabajadoras se volvieron locas. Win observó a una stripper de una edad cuestionablemente legal trabajarse a uno de los mejores pitchers del equipo.

– ¿Cuántos años has dicho que tenías? -preguntó la stripper.

– Veintinueve -dijo el pitcher.

– Uau. -Ella meneó la cabeza-. No pareces tan mayor.

Win dibujó una sonrisa melancólica. Juventud.

Windsor Horne Lockwood III había nacido rico. No fingía que no. No le gustaban los multimillonarios que se jactaban de su perspicacia empresarial habiendo empezado con los millones de papá. El genio es prácticamente irrelevante de todos modos para obtener enormes riquezas. De hecho, puede ser un estorbo. Si eres lo bastante listo para ver los riesgos, puedes intentar evitarlos. Esa clase de pensamiento -el razonamiento- nunca ha hecho ganar grandes riquezas.

Win empezó la vida en los lujos de la aristocracia de Filadelfia. Su familia pertenecía a la junta de la Bolsa desde sus inicios. Tenía un antepasado directo que había sido primer secretario del Tesoro del país. Win no sólo había nacido con una cuchara de plata en la boca, sino con un suelo de plata a sus pies.

Y se le notaba.

Ése había sido su problema. Desde sus primeros años, con cabello rubio, piel saludable y delicados rasgos, con una expresión naturalmente fija que parecía de desdén, la gente le odiaba a primera vista. Mirabas a Windsor Horne Lockwood III y veías elitismo, riqueza inmerecida, alguien que siempre te miraría desde arriba con su nariz perfectamente esculpida y todos tus fallos aparecían en una ola de resentimiento y envidia frente a aquel chico aparentemente blando, mimado y privilegiado.

Le había acarreado incidentes desagradables.

A los diez años, Win se había separado de su madre en el zoo de Filadelfia. Un grupo de estudiantes de una escuela pública de la ciudad le encontró con su americana azul del emblema en el bolsillo y le pegaron una paliza. Le habían hospitalizado y casi pierde un riñón. El dolor físico fue duro. La vergüenza de ser un niñito asustado fue peor.

No quería volver a experimentarlo.

La gente hace juicios rápidos basados en la apariencia. No hay mucho que decir. Sí, también estaban los prejuicios obvios contra los afroamericanos, judíos o lo que fuera. Pero a Win le preocupaban más los prejuicios de tipo doméstico. Si, por ejemplo, ves a una mujer con sobrepeso comiéndose un donut, te repugna. Haces juicios rápidos: es indisciplinada, perezosa, dejada, probablemente estúpida y sin duda le falta autoestima.