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Sin dejar de mover los ojos, dijo:

– Sí, sí, lo pillo. ¿Tendré que ponerme un vestido?

– En algunas escenas, sí.

– Ya lo he hecho.

Myron arqueó una ceja.

– Profesionalmente, quiero decir. No seas listillo. Y se hizo con gusto. El vestido tiene que ser de buen gusto.

– ¿Qué? ¿No quieres nada con el escote muy bajo?

– Muy gracioso, Myron. Eres la monda. Ahora que lo pienso, ¿tendré que pasar una prueba?

– Sí.

– Por el amor de Dios, he hecho ochenta películas.

– Lo sé, Rex.

– ¿No puede echarles un vistazo?

Myron se encogió de hombros.

– Eso ha dicho.

– ¿Te ha gustado el guión?

– Sí, Rex.

– ¿Cuántos años tiene el director?

– Veintidós.

– Por Dios. Yo ya era veterano cuando él nació.

– Te pagarán el vuelo a Los Ángeles.

– ¿En primera?

– Turista, pero te puedo conseguir clase business.

– Ah, ¿a quién quiero engañar? Me sentaría en el ala con sólo el cinturón si el papel es bueno.

– Ése es el espíritu.

Una madre y una hija se acercaron a Rex y le pidieron un autógrafo. Él sonrió majestuosamente y se hinchó como un pavo. Miró a la madre y le dijo:

– ¿Son hermanas?

Ella se marchó riendo.

– Otra clienta feliz -dijo Myron.

– Estoy para complacer.

Una rubia pechugona se acercó a pedirle autógrafo. Rex la besó con fuerza. Cuando se largó, le mostró a Myron un pedazo de papel.

– Mira.

– ¿Qué es?

– Su teléfono.

– Genial.

– ¿Qué puedo decir, Myron? Amo a las mujeres.

Myron miró hacia su derecha.

– ¿Qué?

– Estaba pensando -dijo Myron- ¿cómo lo resistirá tu contrato prematrimonial?

– Qué gracioso.

Comieron pollo frito. O tal vez ternera, o gambas. Una vez en la freidora, sabía todo igual. Myron sentía los ojos de Rex posados en él.

– ¿Qué? -dijo Myron.

– Es duro reconocerlo -dijo Rex-, pero sólo me siento vivo bajo los focos. He tenido tres esposas y cuatro hijos. Les quiero a todos. Lo pasé bien con ellos. Pero sólo me siento realmente yo cuando estoy bajo los focos.

Myron no dijo nada.

– ¿Te parece lastimoso?

Myron se encogió de hombros.

– ¿Sabes otra cosa?

– ¿Qué?

– En el fondo del fondo, creo que casi todos somos así. Deseamos la fama. Queremos que la gente nos reconozca y nos pare por la calle. La gente dice que es un fenómeno nuevo, por los programas de telerealidad, pero yo creo que siempre ha sido así.

Myron estudió su lastimosa comida.

– ¿Estás de acuerdo?

– No lo sé, Rex.

– Para mí, el foco se ha reducido un poco, tú ya me entiendes. Se ha ido apagando poco a poco. He tenido suerte. Pero he conocido estrellas de un solo éxito. Esos no vuelven a ser felices. Nunca más. Pero en mi caso, como ha ocurrido lentamente, me he podido acostumbrar. E incluso ahora la gente me reconoce. Por eso ceno fuera todas las noches. Sí, sé que es horrible, pero es así. E incluso ahora, que tengo más de setenta años, sueño en volver a disfrutar del más brillante de los focos. ¿Entiendes a qué me refiero?

– Sí -dijo Myron-. Por eso te quiero.

– ¿Cómo es eso?

– Eres sincero. La mayoría de actores me dice que es sólo por el trabajo.

Rex soltó un bufido.

– Menuda tontería. Pero no es culpa suya, Myron. La fama es una droga. La más potente. Estás enganchado, pero no quieres reconocerlo. -Rex le dedicó la maliciosa sonrisa que solía derretir el corazón de las chicas-. ¿Y tú qué, Myron?

– ¿Qué pasa?

– Como he dicho, lo del foco. A mí se me ha ido apagando lentamente. Pero tú, el mejor jugador de baloncesto universitario del país, con una carrera profesional por delante…

Myron esperó.

– …y de repente clic -Rex hizo chasquear los dedos-, se apagan las luces. Cuando tenías, ¿qué? ¿Veintiuno, veintidós años?

– Veintidós -dijo Myron.

– ¿Y cómo lo superaste? Yo también te quiero, por cierto. O sea que dime la verdad.

Myron cruzó las piernas. Sintió que se ruborizaba.

– ¿Te gusta el programa nuevo?

– ¿Cuál? ¿El del teatro?

– Sí.

– Es una mierda. Es peor que desnudarse en la Ruta 17 en Lodi, Nueva Jersey.

– ¿Y lo sabes por experiencia?

– Deja de cambiar de tema. ¿Cómo lo superaste?

Myron suspiró.

– Todos dicen que lo superé asombrosamente bien.

Rex levantó las palmas hacia el cielo y curvó los dedos como diciendo: «Venga, venga.»

– ¿Qué quieres saber exactamente?

Rex lo pensó.

– ¿Qué hiciste primero?

– ¿Después de la lesión?

– Sí.

– Rehabilitación. Mucha rehabilitación.

– ¿Y cuando fuiste consciente de que tus días de baloncesto habían terminado?

– Volví a la Facultad de Derecho.

– ¿Dónde?

– En Harvard.

– Muy impresionante. Así que fuiste a la Facultad de Derecho. ¿Y después qué?

– Ya sabes qué, Rex. Me saqué el título, abrí la agencia de deportes, expandí los servicios de agente, y ahora represento a actores y a escritores. -Se encogió de hombros.

– Myron…

– ¿Qué?

– Te he pedido la verdad.

Myron cogió el tenedor, pinchó un pedacito y masticó lentamente.

– Las luces no sólo se apagaron, Rex. Yo tuve un corte de corriente total. Un apagón vital.

– Lo sé.

– Por lo tanto necesitaba dejarlo atrás.

– ¿Y?

– Y ya está.

Rex meneó la cabeza y sonrió.

– ¿Qué?

– La próxima vez -dijo Rex. Cogió su tenedor-. Me lo dirás la próxima vez.

– Eres un plomo.

– Pero me quieres, ¿recuerdas?

Cuando acabaron con la comida y la bebida, era tarde. Dos días seguidos bebiendo. Myron Bolitar, alcohólico de las estrellas. Se aseguró de que Rex volvía sano y salvo a su casa y él fue al piso de sus padres. Tenía la llave. Entró sin hacer ruido para no despertarles. Aunque no servía de nada.

La tele estaba encendida. Su padre, sentado en la sala. Cuando Myron entró, fingió que se despertaba. Era mentira. Su padre siempre esperaba despierto a que volviera. Daba igual la hora que fuera y que ya hubiera cumplido los cuarenta.

Myron se quedó de pie detrás del sillón de su padre. Su padre se volvió y le sonrió con la sonrisa que reservaba para decirle que era una creación única a los ojos del hombre y ¿cómo se podía mejorar eso?

– ¿Lo has pasado bien?

– Rex es un buen hombre -dijo Myron.

– Me gustaban sus películas. -Su padre asintió exageradamente con la cabeza-. Siéntate un momento.

– ¿Qué pasa?

– Siéntate, por favor.

Myron se sentó, unió las manos y las apoyó en las rodillas. Como cuando tenía ocho años.

– ¿Se trata de mamá?

– No.

– Su Parkinson está empeorando.

– El Parkinson es así, Myron. Avanza.

– ¿Puedo hacer algo?

– No.

– Al menos debería decir algo.

– No. Es mejor que no. ¿Qué vas a decir que tu madre no sepa ya?

Ahora le tocó a Myron asentir exageradamente con la cabeza.

– Entonces ¿de qué quieres hablar?

– De nada. Bueno, tu madre quiere que hablemos.

– ¿Sobre qué?

– El dominical del New York Times de hoy.

– ¿Cómo dices?

– Lo que han publicado. Tu madre piensa que te afectará y quiere que hablemos. Pero yo no lo creo. Lo que voy a hacer es darte el periódico y dejar que lo leas a solas. Si quieres hablar, ya sabes dónde estoy, ¿vale? Si no, no es necesario.

Myron frunció el ceño.

– ¿En The New York Times?

– En la sección de Estilo del dominical. -Su padre se puso de pie e indicó con la barbilla un montón de dominicales-. Página dieciséis. Buenas noches, Myron.

– Buenas noches, papá.

Su padre se fue por el pasillo. No era necesario ir de puntillas. Su madre podía dormir en un concierto de rock. Su padre era el vigilante nocturno, y su madre la princesa durmiente. Myron se levantó. Cogió el dominical, buscó la página dieciséis, vio la foto y sintió que un bisturí le perforaba el corazón.