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El dominical del New York Times llevaba cotilleos de clase alta. Las páginas más leídas eran los anuncios de bodas. Y allí, en la página dieciséis, en la esquina izquierda, arriba, había una fotografía de un hombre con aspecto de muñeco Ken y dientes tan perfectos que tenían que ser fundas. Tenía una hendidura en la barbilla de senador republicano. Era Stone Norman. El artículo explicaba que dirigía el BMW Investment Group, una empresa financiera próspera especializada en importantes transacciones institucionales.

Ronquido.

El anuncio del compromiso decía que Stone Norman y su futura esposa se casarían el sábado siguiente en Tavern on the Green, en Manhattan. Un reverendo celebraría la ceremonia. A continuación los recién casados empezarían su vida juntos en Scarsdale, Nueva York.

Más ronquidos. Stone hacía roncar.

Pero nada de eso era lo que le había perforado el corazón. No, lo que lo había hecho, lo que realmente dolía y le había doblado las rodillas, era la mujer que se casaba con Stone, la que sonreía con él en aquella fotografía, una sonrisa que Myron conocía demasiado bien.

Por un momento Myron sólo miró. Después rozó con el dedo la cara de la futura novia. Su biografía decía que era autora de best-sellers, nominada para el PEN/Faulkner y el National Book Award. Su nombre, Jessica Culver, y aunque no se mencionaba, durante más de una década había sido el amor de la vida de Myron Bolitar.

Se quedó mirándola.

Jessica, la mujer que era su alma gemela, iba a casarse con otro.

No la había visto desde que habían roto hacía siete años. La vida había seguido para él. Evidentemente había seguido para ella. ¿De qué se sorprendía?

Dejó el periódico y después volvió a cogerlo. Hacía toda una vida Myron le había pedido que se casara con él. Le contestó que no. Estuvieron juntos y rompieron varias veces durante una década. Pero al final Myron quería casarse y Jessica no. Se burlaba de la idea burguesa del matrimonio, los suburbios, la valla de madera, los hijos, las barbacoas, los partidos de béisbol: la vida que habían llevado los padres de Myron.

Y ahora se casaba con el gran Stone Norman y se iba a vivir al supersuburbio de Scarsdale, en Nueva York.

Myron dobló el periódico cuidadosamente y lo dejó sobre la mesita. Se levantó con un suspiro y salió al pasillo. Apagó la luz. Pasó frente al dormitorio de sus padres. La lámpara de la mesita, encendida. Oyó toser a su padre dándole a entender que seguía despierto.

– Estoy bien -dijo en voz alta.

Su padre no respondió y Myron se lo agradeció. El hombre era un maestro del equilibrismo, logrando la casi imposible gesta de demostrar su preocupación sin entrometerse ni interferir.

Jessica Culver, el amor de su vida, la mujer que siempre creyó que le estaba destinada, se casaba.

Myron tenía ganas de dormir. Pero el sueño no llegaba.

14

Tenía que hablar con los padres de Aimee Biel.

Eran las seis de la mañana. La investigadora del condado Loren Muse estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Llevaba pantalones cortos y la raída moqueta le irritaba las piernas. Había fichas e informes policiales por todas partes. En el centro estaba el calendario que había elaborado.

De la otra habitación salió un áspero ronquido. Loren llevaba más de diez años viviendo en aquel roñoso piso. Los llamaban pisos «jardín», aunque lo único que parecía crecer allí era el monótono ladrillo rojo. Eran estructuras robustas con la personalidad de celdas carcelarias, estación de paso de una gente en camino ascendente o descendente y, para algunos otros, una especie de purgatorio vitalicio.

El ronquido no procedía de un novio. Loren tenía uno -un fracaso total, llamado Pete- pero su madre, la multicasada, Carmen Valos Muse Brewster Loquefuera, antaño deseable, ahora gastada, vivía entre hombres y por eso estaba con ella. Sus ronquidos tenían la flema de un fumador empedernido con mezcla de demasiados años de vino barato y una vida estrafalaria.

Las migas de galleta dominaban el mostrador de la cocina. Un tarro de mantequilla de cacahuete abierto, con el cuchillo saliendo como un Excalibur, surgía en medio a modo de torre de vigilancia. Loren estudió el registro de llamadas, los cargos de la tarjeta de crédito, los informes de los pases de autopista. Dibujaban un panorama interesante.

«Veamos -pensó Loren-, a ver si nos aclaramos.»

• 1:56 Aimee Biel utiliza el cajero del Citibank en la Calle 52, el mismo que utilizó Katie Rochester hace tres meses. Raro.

• 2:16 Aimee Biel llama a la casa de Livingston de Myron Bolitar. La llamada dura unos segundos.

• 2:17 Aimee llama a un móvil registrado a nombre de Myron Bolitar. La llamada dura tres minutos.

Asintió para sí misma. Parecía lógico que Aimee Biel probara primero en casa de Bolitar y al no obtener respuesta -eso explicaría la brevedad de la primera llamada- recurriera al móvil.

Sigamos:

• 2:21 Myron Bolitar llama a Aimee Biel. Esta llamada sólo dura un minuto.

Por lo que habían podido averiguar, Bolitar pasaba a menudo la noche en Nueva York en el piso del Dakota de Windsor Horne Lockwood III, un amigo. La policía conocía a Lockwood; a pesar de una educación lujosa y privilegiada, era sospechoso de varias agresiones y, sí, un par de homicidios. El hombre tenía la reputación más alocada que había visto Loren. Pero eso no parecía relevante en el caso que la ocupaba.

La cuestión era que probablemente Bolitar estaba en el piso de Manhattan de Lockwood. Guardaba su coche en un aparcamiento cercano. Según el vigilante nocturno, Bolitar se había llevado el coche alrededor de las 2:30.

Todavía no tenían pruebas, pero Loren estaba bastante segura de que Bolitar había ido al centro a recoger a Aimee Biel. Estaban intentando encontrar los vídeos de vigilancia de las tiendas cercanas. Puede que el coche de Bolitar saliera en alguno. Pero por ahora parecía una conclusión bastante correcta.

Más cronología temporal:

• 3:11 había un cargo en la tarjeta Visa de Bolitar de una estación de servicio Exxon en la Ruta 4, en Fort Lee, Nueva Jersey, al salir del puente Washington.

• 3:55 el pase de autopista del coche de Bolitar mostraba que había tomado la Garden State Parkway en dirección sur, cruzando el peaje del condado de Bergen.

• 4:08 el pase de autopista salía en el peaje del condado de Essex, mostrando que Bolitar seguía en dirección sur.

Eso era todo en cuanto a peajes. Podía haber cogido la Salida 145 para ir a su casa de Livingston. Loren dibujó la ruta. No tenía sentido. No irías hasta el puente Washington para volver a la autopista. Y aunque lo hicieras, no tardarías cuarenta minutos en llegar al peaje de Bergen. A esa hora de la noche, no llegaría a veinte minutos.

¿Adónde había ido Bolitar, entonces?

Volvió a la cronología temporal. Había un hueco de más de tres horas, pero a las 7:18, Myron Bolitar hizo una llamada al móvil de Aimee Biel. No hubo respuesta. Lo intenta dos veces más esa mañana. Sin respuesta. Ayer llamó al teléfono de la casa de los Biel. Ésa fue la única llamada que duró más de unos segundos. Loren se preguntó si habría hablado con los padres.

Cogió el teléfono y marcó el número de Lance Banner.

– ¿Qué hay? -preguntó él.

– ¿Has hablado con los padres de Aimee de Bolitar?

– Todavía no.

– Creo que ahora podría ser el momento -dijo Loren.

Myron tenía una nueva rutina matinal. Lo primero que hacía era coger el periódico y enterarse de las bajas de guerra. Miraba los nombres. Todos. Se aseguraba de que Jeremy Downing no estaba en la lista. Después volvía atrás y leía con calma todos los nombres otra vez, el rango, el lugar de nacimiento y la edad. Era todo lo que ponían. Pero Myron imaginaba que cada chico muerto en la lista era otro Jeremy, como aquel encantador chico de diecinueve años que vive en tu calle, porque, por simple que parezca, es así. Durante unos minutos Myron imaginaba qué significaba esa muerte, que esa vida joven, esperanzada, llena de sueños, se hubiera ido para siempre, imaginaba lo que estarían pensando los padres.