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– Gracias -dijo Claire.

Salieron. La habitación quedó en silencio. Erik masticaba silenciosamente.

– ¿Queda café? -preguntó.

Ella le sirvió. Él cruzó las piernas cuidadosamente para no estropear la raya de los pantalones. Llevaban diecinueve años casados, pero la pasión se había ido por la ventana en menos de dos. Ahora pisaban arenas movedizas, pero hacía tanto tiempo que las pisaban que ya no parecía tan difícil. El mayor estereotipo del mundo es lo rápido que pasa el tiempo, pero era cierto. No parecía que hiciera tanto tiempo que hubiera desaparecido la pasión. A veces, como ahora, recordaba la época en que sólo mirarlo le cortaba la respiración.

Sin levantar la cabeza, Erik preguntó:

– ¿Has sabido algo de Aimee?

– No.

Estiró el brazo para levantarse la manga, miró el reloj y arqueó una ceja.

– Son las dos de la tarde.

– Acabará de despertarse.

– Deberíamos llamarla.

No se movió.

– ¿Con «deberíamos» -dijo Claire- te refieres a mí?

– Lo haré yo si quieres.

Claire cogió el teléfono y marcó el número de móvil de su hija. Habían regalado un teléfono a Aimee el año pasado, y ella se empeñó en añadir una tercera línea por diez dólares al mes. Erik se negó. Pero Aimee gimió, todos sus amigos -¡todos!- tenían uno, un argumento que siempre siempre hacía que Erik observara: «No somos todos, Aimee.»

Pero Aimee ya estaba preparada para eso. Cambió rápidamente de táctica y tiró de los hilos de la protección paterna: «Si tuviera mi propio teléfono, siempre estaría en contacto. Podrías encontrarme veinticuatro horas al día. Y si tuviera una urgencia…»

Eso cerró la venta. Las madres entendían esa lógica básica: el sexo y la presión de los iguales puede vender, pero nada vende más que el miedo.

La llamada fue a parar al contestador. La voz entusiasmada de Aimee -había grabado su mensaje inmediatamente después de tener el teléfono- dijo a Claire que, «bueno, deja tu mensaje». El sonido de la voz de su hija, por familiar que fuera, le dolió, aunque no sabía por qué exactamente.

Cuando sonó el tono, Claire dijo:

– Hola, cariño, soy mamá. Llámame, ¿vale?

Colgó.

Erik seguía leyendo su periódico.

– ¿No contesta?

– Caramba, ¿cómo lo has adivinado? ¿No será cuando le he dicho que me llamara?

Él frunció el ceño ante el sarcasmo.

– Seguramente no tiene batería.

– Seguramente.

– Siempre se olvida de cargarlo -dijo, meneando la cabeza-. ¿En casa de quien dormía? La de Steffi, ¿no?

– Stacy.

– Sí, eso. Podríamos llamar a casa de Stacy.

– ¿Por qué?

– Quiero que vuelva a casa. Tiene que terminar un trabajo para el jueves.

– Es domingo. Acaban de admitirla en la universidad.

– ¿Y crees que es el momento de relajarse?

Claire le pasó el inalámbrico.

– Llama tú.

– Bien.

Le dio el número. Él marcó los dígitos y se puso el teléfono junto a la oreja. Al fondo, Claire oía reír a sus hijas pequeñas. Entonces una gritó: «¡No es verdad!». Cuando descolgaron el teléfono, Erik se aclaró la garganta.

– Buenas tardes, soy Erik Biel, el padre de Aimee Biel. Me gustaría hablar con ella si está aquí.

Su cara no cambió. Su voz no cambió. Pero Claire vio que apretaba más fuerte el teléfono y sintió que algo se hundía muy dentro de su pecho.

12

Myron tenía dos pensamientos semicontradictorios sobre Miami. Uno, el tiempo era tan hermoso que podría haberse ido allí. Dos, el sol… Hacía demasiado sol. Todo era demasiado brillante. Incluso en el aeropuerto tuvo que entornar los ojos.

Eso no era un problema para los padres de Myron, los queridos Ellen y Al Bolitar, que llevaban enormes gafas de sol que se parecían sospechosamente a gafas de soldador, pero sin tanto estilo. Le esperaban los dos en el aeropuerto. Él les había pedido que no fueran, que ya tomaría un taxi, pero su padre había insistido: «¿No te recojo siempre en el aeropuerto? ¿Recuerdas cuando volviste de Chicago después de aquella tormenta?».

– De eso hace dieciocho años, papá.

– ¿Y qué? ¿Crees que he olvidado el camino?

– Eso fue en el aeropuerto de Newark.

– Dieciocho minutos, Myron.

Myron cerró los ojos.

– Me acuerdo.

– Dieciocho minutos exactamente.

– Me acuerdo, papá.

– Eso es lo que tardé en ir de casa a la Terminal A del aeropuerto de Newark. Lo cronometré, ¿recuerdas?

– Lo recuerdo, sí.

Y ahí estaban los dos, con bronceados y manchas de vejez recientes. Cuando Myron bajó la escalera, su madre se acercó rápidamente y abrazó a su hijo como si fuera un prisionero de guerra de vuelta a casa en 1974. Su padre se quedó atrás sonriendo con satisfacción. Myron abrazó a su madre. Le pareció más pequeña. Eso era lo que sucedía en Miami. Tus padres se marchitaban y encogían y oscurecían, como cabezas menguantes gigantes.

– Vamos a por tu equipaje -dijo su madre.

– Lo tengo aquí.

– ¿Eso es todo? ¿Una bolsa?

– Sólo me quedo una noche.

– Aun así.

Myron la miró a la cara y después le miró las manos. Cuando vio que el temblor era más acusado, sintió una punzada en el pecho.

– ¿Qué? -dijo ella.

– Nada.

Su madre sacudió la cabeza.

– Siempre has sido un mal mentiroso. ¿Recuerdas aquella vez que Tina Ventura y tú dijisteis que no pasaba nada? ¿Crees que no lo sabía?

Primer año en el instituto. Pregunta a tus padres qué hicieron ayer y no se acordarán. Pregúntales cualquier cosa de su juventud, y es como si vieran las reposiciones por las noches.

Myron levantó las manos como si se rindiera.

– Me has pillado.

– No te hagas el listo. Y eso me recuerda…

Se acercaron al padre. Myron le besó en la mejilla. Siempre lo hacía. Nunca eres demasiado mayor para eso. La piel estaba más suelta. El aroma a Old Spice seguía allí, pero más débil de lo normal. Había algo más, otro olor, y Myron pensó que era el olor a viejo. Fueron hacia el coche.

– A ver si adivinas a quien me encontré -dijo su madre.

– ¿A quién?

– A Dotte Derrick. ¿Te acuerdas de ella?

– No.

– Por supuesto que sí. Tenía aquella cosa, aquel como-se-llame, en el patio.

– Ah, sí. Ella. Con aquella cosa.

No tenía ni idea de a quién se refería, pero así era más fácil.

– Bueno, el caso es que vi a Dotte el otro día y nos pusimos a hablar. Ella y Bob se mudaron aquí hace cuatro años. Tienen una casa en Fort Lauderdale, pero Myron, es horrible. No se le ha hecho ninguna reforma. Al, ¿cómo se llama ese sitio de Dotte? Sunshine Vista, o algo así, ¿no?

– ¿Qué más da? -dijo su padre.

– Gracias por la ayuda. En fin, ahí es donde vive Dotte. Y es un lugar espantoso. Está hecho polvo. Al, ¿a que la casa de Dotte está hecha polvo?

– Al grano, El -dijo su padre-. Ve al grano.

– Ya voy, ya voy. ¿Por dónde iba?

– Dotte no sé qué -dijo Myron.

– Derrick. Te acuerdas de ella, ¿no?

– Muy bien -dijo Myron.

– Bien, bien. En fin, Dotte todavía tiene primos en el norte. Los Levine. ¿Te acuerdas de ellos? No hay razón para que los hayas olvidado. En fin, uno de los primos vive en Kasselton. Sabes dónde está Kasselton, ¿no? Jugabas contra ellos en el instituto…

– Sé dónde está Kasselton.

– No te pongas así.

Su padre abrió los brazos desesperado.

– Al grano, El. Ve al grano.

– Vale, perdona. Tienes razón. Cuando tienes razón, tienes razón. Así que para abreviar…

– No, El, tú jamás has abreviado nada -dijo su padre-. Vaya, tú conviertes una historia corta en larga. Pero jamás, jamás has abreviado una historia.

– ¿Puedo decir algo, Al?

– Como si alguien pudiera detenerte. Como si una ametralladora o un tanque del ejército pudieran detenerte.

Myron no pudo evitar sonreír. Señoras y señores, les presento a Ellen y Alan Bolitar, o, como solía decir mamá: «Somos El Al, ya sabes, como las líneas aéreas israelíes».