En 1936 fuimos llamados a juzgar en otra discusión. Otro tipo de brazo fuerte dijo que pondría los hechos de la disputa ante nosotros, y pediría justicia. Oí la palabra "justicia" con un estremecimiento. Y le creímos, no sin cierta prevención, en cuanto a lo difícil de la situación y a nuestra dudosa capacidad como jurado. Decididos a justificar nuestra reputación de jueces imparciales y competentes, le dijimos llanamente que no tenía razón, que no era nada más que un matón. También él se sintió insultado; estaba lastimado su sentido de la modestia y manchado su honor. Bien, pues: tomó al adversario del pescuezo, salió y lo mató, y luego volvió y nos preguntó: "Ahora, ¿tengo o no tengo razón?" Y nosotros hicimos como un eco: "¡Tiene usted razón!" con una profunda reverencia. No satisfecho todavía, nos preguntó: "¿Soy buena compañía para ustedes?", y nosotros.gritamos como uno de esos comunes grupos de casa de té: "¡Es claro que sí!" Pero, ¡cuánta modestia por parte del asesino!
Esta es la civilización humana en el Año de Nuestro Señor de 1936. Creo que la evolución del derecho y la justicia debe haber pasado por escenas como la antedicha, en su primera alborada, cuando éramos poco más que salvajes. De esa escena de la casa de té a la Corte Suprema de Justicia, donde el convicto no protesta que se le insulta con la condena, parece haber un camino largo, larguísimo, de progreso. Durante unos diez años, desde que empezamos los juicios en la casa de té, pensamos que íbamos por el camino de la civilización, pero un Dios más sabio, conociendo a los seres humanos y nuestros rasgos humanos esenciales, podía haber predicho el revés. Desde el principio debía haber sabido que íbamos a fracasar y vacilar, porque sólo somos semicivilizados al presente. Ahora, la reputación de la casa de té ha desaparecido, y hemos vuelto a caer unos sobre otros, a arrancarnos el cabello y a clavar los dientes en la carne de los demás, en el verdadero, en el gran estilo de la selva… Pero todavía no es total mí desesperanza. Esto que se llama modestia o vergüenza es al fin de cuentas una cosa buena, y también lo es el instinto de la charla. Según me parece, estamos al presente casi desprovistos de verdadera vergüenza. Pero sigamos fingiendo tener un sentido de la vergüenza, y sigamos charlando. Sólo charlando lograremos algún día el bendito estado de los ángeles.
VI. DE TENER UNA MENTE
La mente humana, se dice, es probablemente el producto más noble de la Creación. Esta es una proposición que admiten casi todos, particularmente cuando se refiere a una mente como la de Albert Einstein, que pudo demostrar la curvatura del espacio por una larga ecuación matemática, o la de Edison, que pudo inventar el gramófono y el cinematógrafo, o las mentes de otros físicos que pueden medir los rayos de una estrella que avanza o retrocede, o estudiar la constitución de los átomos invisibles, o la del inventor de las cámaras cinematográficas para obtener colores naturales. Si lo comparamos con la curiosidad sin objeto, vacilante y movediza de los monos, debemos convenir en que tenemos un noble, un glorioso intelecto, que puede comprender el universo en que hemos nacido.
La mente común, sin embargo, es encantadora más que noble. Si hubiera sido noble la mente común, seríamos seres completamente racionales, sin pecados ni debilidades ni crímenes, y ¡qué mundo insípido sería el nuestro! Seríamos mucho menos encantadores como criaturas. Soy un humanista tal que no me interesan los santos sin pecados. Pero somos encantadores en nuestra irracionalidad, nuestras inconsistencias, nuestras locuras, nuestras jaranas y nuestras alegrías de vacaciones, nuestros prejuicios, nuestras intolerancias y olvidos. Si todos tuviéramos cerebros perfectos, no tendríamos que prometernos nuevas resoluciones cada Año Nuevo. La belleza de la vida humana consiste en que al revisar, el día de fin de año, nuestras resoluciones del último Año Nuevo descubrimos que hemos cumplido una tercera parte, dejamos sin cumplir otro tanto, y no podemos recordar qué era la otra tercera parte. Pierde interés para mí un plan que ofrece la seguridad de ser cumplido hasta su último detalle. Un general que va a la batalla y está completamente seguro de la victoria, de antemano, y hasta puede predecir el número exacto de bajas, perderá todo interés en la batalla, y bien podría renunciar a todo. Nadie jugaría al ajedrez si supiera que la mente de su adversario -buena, mala o regular- es infalible. Todas las novelas serían imposibles de leer sí supiéramos exactamente cómo va a funcionar la mente de cada personaje y, por consiguiente, pudiéramos predecir el resultado exacto. La lectura de una novela no es más que la caza de una mente vacilante e impredictible que hace sus incalculables decisiones en ciertos momentos, a través de un ovillo de circunstancias. Un padre severo, que no perdona y en ningún momento se suaviza, cesa de impresionarnos como humano, y hasta un marido infiel que es siempre infiel pierde pronto el interés del lector. Imaginemos a un compositor famoso, orgulloso, a quien nadie puede inducir a que componga una ópera para cierta mujer hermosa, pero que, al saber que un odiado compositor rival piensa hacerlo, emprende inmediatamente la tarea; o a un hombre de ciencia que durante su vida se ha negado siempre a publicar sus escritos en periódicos pero que, al ver -que un hombre de ciencia rival se equivoca en una sola letra, se olvida de la regla y corre a aparecer en letras de imprenta. Ahí hemos puesto el dedo en la cualidad singularmente humana de la mente.
La mente humana es encantadora en su irrazonabilidad, sus prejuiciosinveterados, y su vacilación e impredictibilidad.Si no hemos aprendido esta verdad, nada hemos aprendido de un siglo de estudio de la psicología humana. En otras palabras, nuestras mentes conservan todavía la cualidad sin objeto, la cualidad chapucera de la inteligencia de los simios.
Consideremos la evolución de la mente humana. Nuestra mente fue originalmente un órgano para presentir el peligro y conservar la vida. Considero sólo un accidente que esa mente haya llegado, con el tiempo, a apreciar la lógica y a comprender una correcta ecuación matemática. No fue creada con ese propósito, por cierto. Fue creada para oler comida, y si después de oler comida también puede oler una abstracta fórmula matemática, tanto mejor. Mi concepción del cerebro humano, como de todos los cerebros animales, es la de que está constituido como un pulpo o una estrella de mar con tentáculos; tentáculos para palpar la verdad y comerla. Hoy hablamos todavía de "palpar" la verdad, más que de "pensarla". El cerebro, junto con los demás órganos sensorios, constituye los tentáculos. Cómo sienten la verdad esos tentáculos, es todavía en física un misterio tan grande como la sensibilidad a la luz de la púrpura en la retina del ojo. Cada vez que el cerebro se disocia del aparato sensorio colaborador y se embarca en lo que se llama "pensamiento abstracto", cada vez que se aparta de lo que William James llamó realidad perceptual y escapa al mundo de la realidad conceptual, se desvitalíza, deshumaniza y degenera. Todos procedemos según el falso concepto de que la verdadera función de la mente es pensar, falso concepto que ha de conducir a serios errores en la filosofía a menos que revisemos nuestra noción del mismo término "pensar". Es un falso concepto que puede dejar desilusionado al filósofo cuando salga de su estudio y mire a la multitud en el mercado. ¡Como si pensar tuviera mucho que ver con el comportamiento cotidiano!
El extinto James Harvey Robinson ha tratado de mostrar, en The Mind in the Making, cómo resultó gradualmente nuestra mente, y opera todavía sobre cuatro capas subyacentes: la mente animal, la mente salvaje, la mente infantil y la mente civilizada tradicional, y nos ha mostrado además la necesidad de adquirir una mente más crítica, si queremos que continúe la actual civilización humana. En mis momentos científicos me inclino a convenir con él, pero en mis momentos más sabios dudo de la factibilidad, o aun de la deseabilidad, de tal paso de progreso general. Prefiero que nuestra mente sea encantadora por irrazonable, como al presente. Me indignaría ver un mundo en que todos fuéramos seres perfectamente racionales. ¿Desconfío del progreso científico? No, desconfío de la santidad. ¿Soy antiintelectual? Quizá sí, quizá no. Lo único que ocurre es que estoy enamorado de la vida, y por estarlo desconfío profundamente del intelecto. Imaginemos un mundo en que no haya crónicas de crímenes en los diarios, en que todos sean tan omniscientes que ninguna casa se incendie jamás, que ningún aeroplano tenga un accidente, que ningún marido abandone a su mujer, que ningún pastor se fugue con una joven del coro, que ningún rey abdique su trono por amor, que ningún hombre cambie de parecer y todos procedan a cumplir con lógica precisión una carrera que se preparó a los diez años de edad: ¡adiós, entonces, a este feliz mundo humano! Toda la excitación y la incertidumbre de la vida habrían desaparecido. No habría literatura porque no existiría pecado alguno, ni mal comportamiento, ni debilidades humanas, ni pasiones violentas, ni prejuicios, ni irregularidades ni, lo peor de todo, sorpresa alguna. Sería como una carrera de caballos en que cada uno de los cuarenta o cincuenta mil espectadores supiera cuál iba a ganar. La' falibilidad humana es la esencia misma del color de la vida, así como las caídas son lo que presta color e interés a una carrera de obstáculos. ¡Imaginad un doctor Johnson sin sus prejuicios de intolerante! Si todos fuéramos seres completamente racionales, veríamos entonces que, en lugar de elevarnos a una perfecta sabiduría, degeneraríamos hasta ser autómatas, y la mente humana sólo serviría para registrar ciertos impulsos tan infaliblemente como un medidor de gas. Eso sería inhumano, y cualquier cosa inhumana es mala.