V. DE TENER MÚSCULOS FUERTES
Otra consecuencia importante del hecho de que seamos animales y tengamos cuerpos mortales es que somos susceptibles al asesinato, y al hombre común no le gusta el asesinato. Es cierto que tenemos un deseo divino de conocimiento y sabiduría, pero con el conocimiento vienen también diferencias de puntos de vista y, por lo tanto, disputas. En un mundo de inmortales, las discusiones durarían siempre, porque no puedo imaginar un modo de resolver una discusión si ninguno de los inmortales que discuten quiere admitir que está equivocado. En un mundo de mortales, la situación es diferente. La parte que discute se hace generalmente tan molesta a juicio de su oponente -y cuando más molesta parezca tanto más embarazosamente acertados son sus argumentos- que el último le da muerte, y con ello termínala discusión. Si "A" mata a "B", "A" tiene razón; y si "B" mata a "A", "B" tiene razón. Este, casi no necesitamos recordarlo, es el viejo, viejísimo método de resolver discusiones entre brutos. En el reino animal, el león siempre tiene razón.
Esto es, básicamente, tan cierto en cuanto a la sociedad humana, que ofrece una buena interpretación de la historia del hombre, hasta en los tiempos presentes. Después de todo, Galileo se retractó de haber descubierto ciertas ideas acerca de la redondez de la tierra y del sistema solar. Se retractó porque tenía un cuerpo mortal, susceptible de asesinato o de tortura. Habría exigido infinitas molestias discutir con Galileo si no hubiese tenido un cuerpo mortal, y jamás se le podría haber convencido de que estaba equivocado; y eso habría sido un eterno engorro. Pero, según estaban las cosas, una cámara de tortura, o la celda de una prisión, para no hablar del cadalso o de la pira, bastaban para demostrar cuan equivocado estaba. El clero y los caballeros de la época estaban dispuestos a decidir las cosas con Galileo. El hecho de que Galileo se convenció de su error, afirmó la creencia del clero de aquella época en que los demás tenían razón. Así se resolvió muy limpiamente el asunto.
Hay algo conveniente, y cómodo y eficiente, en este método de resolver disputas. Las guerras de depredación, las guerras religiosas, el conflicto de Saladino y los cristianos, la Inquisición, la quemazón de brujas, la más moderna prédica del Evangelio cristiano y la proselitización de herejes con cañoneras, la defensa de la Carga del Hombre Blanco por los mismos medios, la propagación de la civilización en Etiopía por los tanques y aeroplanos de Mussolini: todo esto se realiza según esta lógica animal que ha heredado toda la humanidad. Si los italianos tienen mejores cañones y apuntan mejor y matan más gente, Mussolini lleva la civilización a Etiopía, y sí, en cambio, los etíopes tienen mejores cañones y apuntan mejor y matan más gente, entonces Haile Selassie lleva la civilización a Italia.
En nosotros hay algo del noble león que desdeña las discusiones. De ahí nuestra glorificación del soldado porque pronto arregla las disensiones. La forma más rápida para hacer callar a un hombre que cree tener razón, y que muestra ser propenso a discutir, es colgarle. Los hombres recurren al habla solamente cuando no tienen poder para forzar su convicción sobre los otros. En cambio, los hombres que proceden y que tienen poder para hacerlo, rara vez hablan. Desprecian las discusiones. Al fin y al cabo, hablamos a fin de influir sobre la gente, y si sabemos que podemos influir a la gente o dominarla, ¿dónde está la necesidad de hablar? A este respecto, ¿no es acaso decepcionante que la Liga de las Naciones hablara tanto durante las últimas guerras de Manchuria y Etiopía? Fue en verdad patético. Hay algo de ominoso en esta cualidad de la Liga de las Naciones. Por otra parte, este método de resolver discusiones por la fuerza puede ser llevado a veces al absurdo, si no hay sentido del humor, como cuando los japoneses llegan a creer que pueden terminar con el sentimiento antijaponés entre los chinos si los bombardean y ametrallan bien. Por eso es que siempre tardo en admitir que somos animales racionales.
He pensado siempre que la Liga de las Naciones es una excelente Escuela de Lenguas Vivas, que se especializa en la traducción de idiomas modernos y da a los oyentes una práctica excelente, porque primero hace que un cabal orador pronuncie un perfecto discurso en inglés, y después de enterado así el auditorio del tono y el contenido del discurso, lo hace pronunciar en un francés fluente, infalible, clásico, por un traductor profesional, con entonación, acento y todo. En verdad, es mejor que la Escuela Berlitz; es una escuela notable para aprender idiomas modernos y la forma de hablar en público. Uno de mis amigos, por cierto, me informó que al cabo de seis meses en Ginebra se había curado de la costumbre del ceceo, que durante años le molestaba. Pero lo sorprendente es que aun en esta Liga de las Naciones, consagrada al cambio de opiniones, en una institución que no puede tener otro propósito que el de hablar, haya una discusión entre Grandes Habladores y Pequeños Habladores, pues los Grandes Habladores son los que tienen Grandes Puños y los -Pequeños Habladores son los que tienen Pequeños Puños, lo cual demuestra que todo este aparato es muy tonto, si no falso. ¡Como si las naciones con Pequeños Puños no pudieran hablar tan inteligentemente como las otras! Es decir, sí no queremos decir otra cosa que hablar… No puedo menos de pensar que esta creencia inherente en la elocuencia del Puño Grande pertenece a esa herencia animal de que he hablado. (No me gustaría emplear aquí el término "bruto", pero parece el más adecuado a este respecto.)
Es claro que el quid de la cosa reside en el hecho de que la humanidad está dotada de un instinto de charla así como de un instinto de pelea. La lengua, históricamente hablando, es tan vieja como el puño o como el brazo fuerte. La capacidad para hablar distingue al hombre de los animales, y la mezcla de palabrerío y golpes parece ser un rasgo peculiarmente humano. Esto parecería apuntar a la permanencia de instituciones como la Liga de las Naciones, o el Senado de los Estados Unidos, o una convención de comerciantes: todo lo que dé al hombre una oportunidad para hablar. Parece que los hombres estamos destinados a charlar a fin de encontrar quién tiene razón. Bien está eso: la charla es una característíca de los ángeles. El rasgo peculiarmente humano reside en el hecho de que charlamos hasta cierto punto, hasta que una de las partes de la discusión, aquella que tiene el brazo más fuerte, se siente tan incómoda o enfurecida -"la incomodidad conduce naturalmente al furor", dicen los chinos-, hasta que esa parte incómoda y por lo tanto enfurecida cree que esta charla ya ha durado bastante, golpea la mesa, toma a su adversario por el cuello, le da un puñetazo, y entonces mira a su rededor y pregunta al público, que es el jurado: "¿Tengo o no razón?" Y, como podemos verlo en cualquier café, el público responde invariablemente: "¡Tiene usted razón!" Sólo los humanos resuelven las cosas así. Los ángeles resuelven sus discusiones nada más que con la charla; los brutos resuelven sus discusiones con sus músculos y garra; los seres humanos son los únicos que los resuelven con una extraña confusión de músculos y charla. Los ángeles creen decididamente en la razón; los brutos creen decididamente en la fuerza; y sólo los seres humanos creen que la fuerza es la razón. De los dos, el instinto de charla, o el esfuerzo por descubrir quién tiene razón, es, claro está, el instinto más noble. Algún día deberemos charlar y nada más. Esa será la salvación de la humanidad. Por ahora debemos contentarnos con el método de café y la psicología de café. No importa que resolvamos una discusión en un café o en la Liga de las Naciones; en los dos sitios somos consciente y característicamente humanos.
He presenciado dos de esas escenas de café, o de casa de té, una en 1931-32, y otra en 1936. Y lo más divertido es que en estas dos refriegas hubo la mezcla de un tercer instinto, la modestia. En el asunto de 1931 estábamos en la casa de té y había una persona en discusión con otra, y nosotros, se suponía, éramos los jueces en el asunto. La acusación era por algo así como un robo de cierta propiedad. El tipo de brazo fuerte se sumó al principio a la discusión, pronunció un discurso para justificarse, habló de su infinita paciencia con su vecino: ¡cuánto refrenamiento, cuánta magnanimidad, cuánto altruismo de motivos en su deseo de cultivar el huerto del vecino! Lo gracioso fue que nos alentó a seguir con nuestra charla mientras escapaba subrepticiamente de la sala y completaba el robo plantando una verja en torno a la propiedad robada, para venir luego a pedirnos que fuéramos a ver si no tenía razón. Fuimos todos, vimos la verja que era llevada cada vez más al oeste, porque aun en ese momento estaban cambiándola. "Y bien, pues, ¿tengo o no tengo razón?" Dimos el veredicto: "¡No tiene razón!"… algo de insolencia hubo en nosotros al decir tal cosa. Entonces el tipo del brazo fuerte protestó que se le insultaba en público, que se lastimaba su sentido de la modestia, y se manchaba su honor. Enfurecido y orgulloso salió de allí, limpiándose el polvo de los zapatos con burlón desprecio, pensando que no éramos buena compañía para él. ¡Imaginad un hombre como ése creyéndose insultado! Por eso digo que el tercer instinto de la modestia complica las cosas. Luego la casa de té perdió buena parte de su reputación como lugar para la científica solución de disputas privadas.