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– ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo?

– Tú eres de aquí, yo soy un recién llegado. Quisiera que me presentaras a gente, que me acompañaras para integrarme mejor.

Kyla sabía perfectamente que Trevor Rule no necesitaba que nadie lo presentara y lo integrara. Con una sonrisa como la que en ese instante le estaba dirigiendo a ella, la gente, en especial las mujeres, acudirían en tropel. Con esa sonrisa uno podía vender cualquier cosa, desde dentífrico hasta brandy. Trevor Rule tenía carisma, era el tipo de persona que atraía tanto a los hombres como a las mujeres. Todos querrían conocerlo.

– No, Trevor, lo siento, pero no puedo.

Tal vez habría aceptado si él no hubiera representado una amenaza, pero era tan atractivo… Si la veían en compañía del nuevo soltero de oro de Chandler, se dispararían los rumores. El domingo por la mañana, las amigas de su madre ya estarían hablando de boda.

Él dejó escapar un lamento y se frotó la nuca.

– Nunca creí que tuviera que recurrir a esto para conseguir que una mujer guapa salga conmigo, pero mi situación es desesperada.

– ¿Recurrir a qué?

Él le dirigió una mirada engatusadora. El ojo verde parpadeaba.

– Me debes un favor.

– ¿Alguno de vosotros conoce a este rufián?

Los dos se volvieron a la vez hacia la puerta y vieron a Babs, con Aaron en brazos. Éste llevaba en la mano tres claveles, que sujetaba en el puño bien cerrado y mojado. Había un reguero de flores tronzadas que iba desde la trastienda hasta la tienda. Los tallos habían ido soltando agua y el suelo estaba salpicado de gotas. Aaron los saludó con la otra mano.

– Dios mío, Babs, lo siento -Kyla se acercó rápidamente a su amiga y tomó a Aaron en brazos.

– No pasa nada. Sólo ha roto claveles por valor de unos diez dólares, por no hablar del jarrón en el que estaba metiendo a su osito de peluche. Debíais de estar ocupadísimos aquí dentro -sus ojos azules miraban burlonamente a Trevor y a Kyla, pasaban de uno a otro.

– Estábamos… eh… el señor Rule estaba haciendo un pedido.

Babs los miró con complicidad, esbozó una sonrisa condescendiente y dio media vuelta.

– ¿Entonces? -preguntó Trevor-. ¿Qué me dices del sábado por la noche?

– No sé -Kyla intentaba arrebatarle los claveles a Aaron porque temía que se los llevara a la boca y no sabía si eran venenosos. Cuando por fin logró quitárselos, la mano gordinflona del niño se lanzó a atrapar uno de sus pendientes.

¿Cómo iba a luchar con el niño y al mismo tiempo tomar una decisión como ésa? Podía rechazar con frialdad la invitación de Trevor, por muy encantador que se hubiera mostrado él al hacérsela. Nunca había tomado un pedido que estuviera dirigido a ella misma, pero tanto encanto en un hombre que apenas conocía la inquietaba.

Lo cierto era que le debía un favor, y si aquello era una cena de negocios…

– ¿Entonces no se trata de una cita? -se aventuró.

– No.

– Porque no quiero que luego haya equívocos.

– Entiendo.

– Quiero decir que soy viuda y no salgo con hombres.

– Ya me lo has dicho en otra ocasión.

Cierto. Entonces ¿por qué le daba tantas vueltas? Él iba a empezar a pensar que le estaba dando demasiada importancia a una simple cena.

– Está bien, te acompañaré.

– Estupendo. Te recogeré el sábado a eso de las siete. Y no te olvides de las orquídeas.

– ¿De verdad quieres que las encargue?

– Pues claro. Adiós, Aaron -pellizcó la barbilla del niño-. Hasta el sábado por la tarde, Kyla.

Segundos después de que hubiera desaparecido detrás de la puerta batiente, apareció Babs.

– «Hasta el sábado por la tarde, Kyla». ¿Ha dicho eso?

– Sí, voy a ir con él a una cena de negocios.

– Fantástico -aprobó Babs, dando palmaditas-. ¿Qué te vas a poner?

– Nada especial -al ver que su amiga abría la boca sorprendida, suspiró con resignación-. Quiero decir que no tiene importancia, porque no es una cita, no vamos a salir los dos solos para ver si nos gustamos, ¿entiendes?

– Claro, claro.

– Pues eso. Es una cena de negocios y me ha pedido que vaya con él para presentarle gente y ayudarlo a integrarse en la ciudad.

– Ajá.

– ¡Eso es lo que me ha dicho!

– Ajá.

– No se trata de la típica cita chico-chica.

– Ajá.

– Él mismo lo dijo, que no era una cita.

Cinco

Pero parecía un cita.

Kyla no recordaba haberse puesto tan nerviosa mientras se vestía para su primera cita de adolescente, ni tampoco para el baile de graduación ni para su boda. No quería pensar en Richard ni en su boda. Pero no querer pensar en ello implicaba que aquella «cita» con Trevor Rule significaba algo, y no hacía más que repetirse que no era así.

Sin embargo, se maquillaba con torpeza. Nada le salía bien. Tuvo que pintarse la raya del ojo tres veces. Aaron, que parecía tener cuatro manos, se lo revolvía todo. Su madre y su padre no hacían más que entrar y salir de su habitación. Para recordarle la hora, para decirle qué tiempo hacía, para preguntarle cosas y ofrecerle su ayuda… No la dejaban en paz.

Por suerte, esa noche Babs tenía una «cita importante», así que no estaba revoloteando a su alrededor. Había insistido en que se comprara un vestido nuevo para la ocasión, aunque ella le había recordado que no se podía considerar una «ocasión».

Cuando por fin se había rendido, habían vuelto a discutir sobre qué vestido debía comprarse. Babs se había apuntado a ir de compras con ella sin que nadie la invitara.

– Este vestido amarillo me gusta -había dicho Kyla. Babs la había mirado y se había llevado el dedo índice a los labios, metiéndoselo en la boca entreabierta para darle a entender que era demasiado ñoño, infantil-. Muy elocuente -había comentado ella con sarcasmo.

Babs había puesto los brazos en jarras.

– ¿Qué quieres parecer: Mata Hari o Blancanieves?

– Me gustaría parecer yo misma.

– Pruébate otra vez el negro.

– Es demasiado… demasiado…

– Exacto -dijo Babs, agitando el vestido ante Kyla con impaciencia-. Es estupendo y te hace parecer tú misma. ¿A que sí? -consultó a la intimidada dependienta que estaba arrinconada contra la pared del probador.

– Sí.

Kyla había salido de la tienda con el vestido negro sabiendo que cometía un error. Habría preferido el amarillo. El negro era demasiado sofisticado. Trevor pensaría… Dios sabía qué pensaría.

Sus temores se vieron confirmados cuando se subió la cremallera del vestido negro de cóctel y contempló su reflejo en el espejo. La seda se ceñía a su figura como un guante. El negro contrastaba con el cutis de su rostro, embellecido con polvos y sombra de ojos, y brillo de labios de color melocotón. El pelo, brillante y sedoso, se lo había recogido en un moño estudiadamente desarreglado. Se había dejado un mechón suelto, que le caía por los hombros y se sujetaba con un pasador a la altura de la oreja. Llevaba un collar de perlas de una vuelta y pendientes de perla.

Al oír el timbre de la puerta, sacó las orquídeas de la caja y las pinchó apresuradamente en el vestido. Con las prisas, se pinchó con el imperdible, y se alegró de que Aaron, que repetía cuanto oía, no estuviera en la habitación para oír las palabrotas que escaparon de sus labios.

Las orquídeas habían provocado otra discusión entre Babs y ella esa misma tarde.

– Son las cuatro y media y todavía no has preparado el pedido de Trevor.

– Ni pienso hacerlo -había replicado Kyla.

– ¿Cómo que no? Pues yo ya le he mandado la factura…

– Que tú… ¿Qué?

– Es un cliente, Kyla. Ha hecho un pedido y se lo he cobrado. Ahora tenemos que cumplir con las flores.

Kyla miró amenazadoramente a su amiga y agarró una caja para las orquídeas.

– No lo hagas -advirtió Babs, que supervisaba los movimientos de su amiga por encima del hombro de ésta-. Pidió dos flores, no una.