– No lo habrán soltado, ¿verdad?
– No, los chicos todavía lo están interrogando. Parece que está cagado de miedo. Lo primero que hizo fue insistir en llamar a su puto abogado. Lo cual me hace sospechar que oculta algo.
– No lo suelten hasta que el agente Tully y yo podamos hablar con él. Estaremos ahí dentro de media hora.
– Claro, no hay problema. Me muero de ganas de volverla a ver, O'Dell.
Ella colgó, agarró su chaqueta y ya estaba a punto de salir cuando se dio cuenta de que debía llamar a Tully. Palpó su chaqueta para comprobar que llevaba el teléfono móvil en el bolsillo. Lo llamaría de camino. No, aquello no significaba que estuviera actuando por su cuenta. No iba a saltarse ninguna de las normas de Cunningham. Simplemente, no quería arruinar la comida del agente Tully con su hija.
Eso fue lo que se dijo. Pero el hecho era que quería comprobar aquella pista ella sola. Si Manx había atrapado a Albert Stucky, o incluso a Walker Harding, quería tenerlo para ella sola.
Capítulo 50
A medida que el sol avanzaba y la luz se filtraba hasta allá abajo, Tess fue viendo lo que era en realidad aquel infecto agujero. El cráneo incrustado en la pared de tierra no era el único resto humano que las rodeaba. Otros huesos afloraban en extraños ángulos de las paredes desiguales y del suelo fangoso, lustrosos y lavados por la lluvia.
Al principio, Tess se dijo que era un enterramiento antiguo, tal vez una fosa común de alguna batalla de la Guerra Civil. Luego, descubrió un sujetador negro de aros y un zapato de cuero de mujer con el tacón roto sobresaliendo del suelo. Ninguna de ambas cosas parecía lo bastante antigua o deteriorada como para llevar enterrada allí más que unas cuantas semanas, o tal vez algunos meses.
En un rincón había un amontonamiento de barro reciente. La tierra parecía fresca, a pesar de que la lluvia la había apelmazado. Tess miraba fijamente aquel montón, pero no se atrevía a acercarse y procuraba mantenerse alejada de él como si fuera a derrumbarse de pronto, revelando algún nuevo horror. Si es que eso era posible.
Los rayos del sol resultaban maravillosamente reconfortantes, pero no durarían mucho. Logró arrastrar suavemente a la mujer hasta el centro del agujero para que le diera el sol. La manta de lana había empezado a secarse. Tess la extendió sobre unas rocas, dejando a la mujer desnuda, pero bañada por el sol.
Tess empezaba a acostumbrarse al olor acre que despedía su compañera. Ya podía permanecer a su lado sin sentir náuseas. La mujer había defecado varias veces en un rincón y se había revolcado accidentalmente en sus propias heces. Tess deseó tener algo de agua para limpiarla. Al pensarlo, recordó lo seca y áspera que tenía la boca y la garganta. Sin duda la mujer se encontraba ya en estado de deshidratación. Sus convulsiones se habían transformado en un suave temblor y sus dientes habían dejado de castañetear. Hasta su respiración parecía haber recuperado su ritmo normal. Ahora, al darle el sol en la piel, Tess notó que había cerrado los ojos, como si al fin fuera capaz de descansar. ¿O había decidido dejarse morir finalmente?
Tess se sentó sobre una rama rota y examinó de nuevo el foso. Sabía que podía salir trepando. Lo había intentado dos veces, y las dos había alcanzado la cima. Al asomarse por encima del borde, la había inundado un alivio tal que había sentido ganas de llorar. Pero cada vez había vuelto a bajar, aliviando cuidadosamente la presión sobre su tobillo herido.
Aunque no quería pensar en aquel demente, se daba cuenta de que aquel pozo tal vez fuera un lugar seguro. Él debía de haber arrojado a la mujer allí, esperando que sus heridas y la intemperie la mataran. En algún momento regresaría para arrojar un poco de lodo sobre ella y formar otro montón. Cuando descubriera que Tess había huido del cobertizo, tal vez no pensara en buscarla allí.
Eso no significaba que quisiera quedarse. Odiaba sentirse atrapada. Y aquel agujero le recordaba demasiado al oscuro sótano donde la encerraban sus tíos para castigarla. De niña, estar encerrada bajo tierra durante una hora era aterrador. Pero estar encerrada un día o dos, era inimaginable. Ni siquiera de mayor había logrado recordar qué había hecho para merecer semejante castigo. Por el contrario, a menudo había estado dispuesta a creer a su tía cuando le decía que era un demonio y la arrastraba a aquella húmeda cámara de tortura. Cada vez que aquello ocurría, Tess suplicaba perdón y lamentaba a gritos lo que había hecho.
– No se aceptan tus disculpas -le decía siempre su tío, riendo.
En la oscuridad, Tess rezaba una y otra vez para que su madre fuera a rescatarla, recordando sus últimas palabras: «Volveré, Tessy». Pero nunca había vuelto. Nunca había regresado a por ella. ¿Cómo había podido dejarla con aquellas personas tan malvadas?
A medida que fue creciendo y haciéndose más fuerte, su tía ya no pudo con ella. Fue entonces cuando intervino su tío. Sólo que el castigo elegido por él tenía lugar de noche, cuando se introducía sigilosamente en el dormitorio de Tess. Cuando ésta intentó impedirle el paso, él quitó la puerta del dormitorio. Al principio, ella gritaba, sabiendo que, sin la puerta para amortiguar su voz, su tía tenía que oírla. No tardó mucho en darse cuenta de que su tía siempre la había oído, siempre lo había sabido todo. Pero, sencillamente, no le importaba.
Tess huyó a Washington D. C. a los quince años. Rápidamente aprendió que podía ganar dinero haciendo lo que su tío le había enseñado a hacer gratis. A los quince años ya follaba con congresistas y generales de cuatro estrellas. De eso hacía casi veinte años, y sin embargo hacía muy poco que había logrado escapar de aquella vida. Por fin había emprendido una vida elegida. Y no pensaba acabarla allí. Ahora no. No en aquella tumba remota, donde nadie la encontraría nunca.
Se puso en pie y se acercó a la mujer. Se agachó junto a ella y le puso suavemente la mano sobre el hombro.
– No sé si puedes oírme. Me llamo Tess. Quiero que sepas que vamos a salir de aquí. No permitiré que mueras aquí.
Tess acercó un tronco para sentarse junto a la mujer a la luz del sol. Tenía que descansar el tobillo. Enterró los dedos en el barro. A pesar de que sentía contra la piel las viscosas lombrices, el barro aliviaba las grietas, los cortes y las contusiones de sus pies.
Observó los salientes de las rocas y las raíces, intentando idear un plan. Justo cuando empezaba a pensar que sería imposible, la mujer se movió ligeramente a su lado y, sin abrir los ojos, dijo:
– Me llamo Rachel.
Capítulo 51
Maggie no sabía qué esperaba. ¿Podían ser Albert Stucky o Walker Harding tan estúpidos como para dejarse atrapar por la policía local de Newburgh Heights? Sin embargo, cuando Manx la introdujo en la sala de interrogatorios, se le cayó el alma a los pies. Aquel hombre joven y atractivo parecía más un estudiante universitario que el curtido delincuente al que Manx le había descrito al insistir en que parecía culpable de algo. El chico hasta se levantó al verla entrar en la habitación, incapaz de abandonar sus buenos modales a pesar de lo incómodo de su situación.
– Ha habido un tremendo malentendido -le dijo como si ella fuera la nueva cara de la razón.
Llevaba unos pantalones chinos y un jersey de cuello redondo. Tal vez Manx considerara que, en Newburgh Heights, los ladrones vestían así.
– Siéntate de una puta vez, chaval -le espetó Manx como si el muchacho fuera a abalanzarse sobre ella.
Maggie pasó junto a Manx y se sentó a la mesa, frente al joven. Este volvió a deslizarse en la silla, retorciéndose las manos sobre la mesa, mirando a Manx y a los otros dos agentes uniformados que había en la habitación.
– Soy la agente especial Margaret O'Dell, del FBI -esperó a que el chico fijara los ojos en ella.