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Consternado, el visitante intentó soltarse. Candy lo retuvo y se trasladó por el puente telepático existente entre ambos intentando asaltar la mente de su adversario para averiguar quién era, dónde estaba y lo que quería.

Candy no tenía poderes telepáticos propiamente dichos, nada comparable siquiera con el exiguo don telepático del intruso: no había leído nunca el pensamiento de otra persona ni sabía cómo hacerlo. Pero no necesitaba hacer nada salvo abrirse y recibir lo que el visitante quisiera darle. Se llamaba Thomas y sentía un miedo horrible de Candy, de haber hecho algo realmente tonto y de haber puesto en peligro a Julie; esa trinidad de miedos derribó sus defensas mentales y le indujo a vomitar una avalancha de información.

De hecho, fue demasiada información para que Candy le encontrara sentido, un galimatías de palabras e imágenes. Se esforzó por entresacar algunas claves que le dieran la identidad y la localización de Thomas.

Personas tontas. Cielo Vista, el Hogar, buena comida, televisión, EL MEJOR LUGAR para nosotros, Cielo Vista, las enfermeras son simpáticas, nosotros vemos los colibríes, el mundo es malo ahí fuera, demasiado malo para nosotros ahí fuera, Hogar Cielo Vista…

Con cierto asombro, Candy comprendió que el visitante era alguien con un intelecto subnormal, incluso captó la expresión «síndrome de Down», y temió no poder extraer suficientes pensamientos significativos de aquel galimatías para concretar la localización de Thomas. Según fuera su índice de inteligencia, Thomas podría no saber dónde estaba el Hogar Cielo Vista aunque vivía allí, al parecer.

Luego, una serie de imágenes surgió de la mente de Thomas, una cadena de recuerdos que le causó cierta desazón: el viaje a Cielo Vista en un coche con Julie y Bobby, el día de su ingreso en el lugar. Esto se diferenciaba de casi todos los demás pensamientos y recuerdos de Thomas en que estaba muy detallado y lo había retenido con tanta claridad que se desenvolvía como una cinta de película, proporcionando a Candy todo cuanto necesitaba saber. Vio las carreteras por donde había conducido aquel día, vio las señalizaciones pasando raudas por la ventanilla del coche, vio cada mojón en cada curva, pues Thomas se había esforzado por memorizarlo todo porque durante el viaje no cesaba de pensar: si no me gusta esto, si la gente de aquí es mala, si es demasiado difícil estar solo aquí, tengo que saber cómo encontrar el camino de vuelta a Bobby y Julie, recordar todo esto, girar a la derecha en la 7-11, no olvidar eso en la 7-11, y ahora pasar por esas tres palmeras. ¿Qué ocurrirá si ellos no vienen a visitarme? No, es malo pensar en eso, ellos me quieren y vendrán. Pero ¿y si no vienen? Mira, recuerda esa casa, has pasado por esa casa, recuerda que tiene un tejado azul…

Candy lo captó todo con tanta precisión como si se lo hubiese transmitido un geógrafo que hablase concisamente en términos de grados y minutos de longitud y latitud. Fue más de lo que necesitaba saber para hacer uso de su don. Entonces, abrió la trampa y dejó marchar a Thomas.

Se levantó de la mecedora.

Esbozó el Hogar Cielo Vista tal como había aparecido con todo detalle en la memoria de Thomas.

Esbozó la habitación de Thomas en la primera planta del ala norte, en la esquina noroeste.

Oscuridad, miles de millones de chispas candentes arremolinándose en el vacío, velocidad.

Como Julie se sentía emprendedora se detuvieron en casa sólo quince minutos, el tiempo suficiente para meter algunas toallas y mudas en una pequeña maleta. En el McDonald's de la avenida Chapman, de Orange, adquirió la cena para comer por el camino: Macs grandes, patatas fritas y Coca-Cola light. Antes de que alcanzaran la autopista de Costa Mesa, mientras Bobby sacaba todavía los paquetes de mostaza y abría los recipientes de los Mac, Julie instaló el detector radar en el espejo retrovisor, lo conectó al encendedor automático del Toyota y lo encendió. Aunque Bobby nunca había comido a gran velocidad calculó que marchaban a un promedio de ciento sesenta kilómetros por hora hacia el norte, por la Costa Mesa, luego hacia el oeste por la Riverside Freeway y, finalmente, hacia el norte por la Orange Freeway, y estaba terminando sus patatas fritas cuando se encontraron sólo a dos o tres salidas de la autopista Foothill, al este de Los Ángeles. Aunque la hora punta había pasado ya y el tráfico era muy fluido mantener aquella velocidad requirió muchos cambios de carril y no poco nervio.

– Si mantenemos este ritmo -dijo él-, no tendré ocasión de morir por el colesterol que contiene este Mac.

– Lee dice que el colesterol no nos mata.

– ¿Eso dice?

– Dice que vivimos eternamente y que todo cuanto puede hacernos el colesterol es sacarnos un poco antes de la vida. Será lo mismo si patino y doy varias vueltas de campana con este cacharro.

– No creo que suceda tal cosa -dijo él-. Eres la mejor conductora que he visto en mi vida.

– Gracias, Bobby. Y tú el mejor pasajero.

– Tan sólo me pregunto…

– ¿El qué?

– Si verdaderamente no morimos, sólo vamos hacia adelante, y no tengo el menor motivo para preocuparme… ¿Por qué diablos nos molestamos en coger estas Coca-Colas bajas en calorías?

Thomas rodó sobre la cama y se levantó.

– ¡Vete, Derek! ¡Él está llegando!

Derek, que estaba viendo a un caballo parlante en la televisión, no oyó a Thomas.

El televisor estaba en el centro de la habitación, entre las dos camas. Cuando Thomas llegó allí y agarró a Derek para hacerle prestar atención, oyó un sonido cómico alrededor de ellos, no cómico para reírse sino cómico para pasmarse, como si alguien silbara pero sin silbar. También sopló viento, dos o tres ráfagas, tampoco fue caliente ni frío pero le hizo estremecerse.

Empujando a Derek fuera de su butaca, Thomas dijo:

– ¡La «cosa malévola» ha llegado, sal de aquí, vete, como te dije antes, ahora mism o!

Derek le puso una cara tonta y luego sonrió, como si se figurase que Thomas estaba haciéndose el gracioso, igual que los Tres Comparsas. Había olvidado la promesa que había hecho a Thomas. Había pensado que la «cosa malévola» iba a escalfar huevos para el desayuno y, cuando los huevos escalfados no aparecieron en su plato, se figuró que estaba a salvo pero ahora no lo estaba, y no lo sabía.

Más silbidos entre cómicos y misteriosos. Más viento.

Dando un empellón a Derek para hacerle caminar hacia la puerta, Thomas gritó:

– ¡Corre!

El silbido cesó, el viento cesó y, de súbito, como si viniera de la nada, la «cosa malévola» se plantó allí, entre ellos y la puerta.

Era un hombre, como Thomas había supuesto, pero también algo más que un hombre. Era oscuridad condensada en la forma de un hombre, como si un trozo de noche hubiese entrado por la ventana, y no sólo porque llevara camiseta negra de manga corta y pantalones negros, sino también porque era todo oscuro por dentro, se podía ver.

Derek se asustó al instante. Ahora que podía verlo con sus propios ojos, no necesitó que le dijeran que aquello era la «cosa malévola». Pero no vio que era demasiado tarde para correr, y se fue derecho hacia la «cosa malévola» como si pudiera apartarla de su camino, que debía de ser lo que se figuraba, porque ni siquiera Derek era lo bastante tonto para imaginar que pudiera derribarla… pues ¡era tan grande!

La «cosa malévola» lo agarró y lo alzó antes de que pudiera esquivarla, lo alzó del suelo como si no pesara más que una almohada. Derek gritó, y la «cosa malévola» lo estrelló contra la pared con tal fuerza que sus gritos cesaron y los retratos de la mamá, el papá y el hermano de Derek cayeron de la pared, pero no de la que había aguantado el golpe de Derek sino de la del otro lado de la habitación.

La «cosa malévola» se movió con rapidez. Eso era lo peor de todo, lo rápida que era. Estrelló a Derek contra la pared, la boca de Derek se abrió pero no dejó escapar ni un sonido, la «cosa malévola» le golpeó otra vez, más fuerte, aunque la primera vez fuera lo bastante fuerte para cualquiera, y los ojos de Derek se pusieron raros. Luego, la «cosa malévola» lo cogió desde la pared y lo descargó sobre la mesa de trabajo. La mesa tembló como si fuera a derrumbarse pero no lo hizo. La cabeza de Derek quedó colgando sobre el borde de la mesa, de modo que Thomas la veía al revés, con los ojos parpadeantes y la boca abierta del todo pero sin dejar escapar ni un sonido. El miró desde la cara de Derek, por encima del cuerpo de Derek, a la «cosa malévola», quien le miraba sonriente, como si todo aquello fuese una broma cómica para reírse, lo que no era ni mucho menos. Luego, cogió las tijeras del borde de la mesa, las que Thomas usaba para hacer sus poemas pictóricos, las que casi habían caído al suelo cuando golpeó a Derek contra la mesa. Introdujo las tijeras dentro de Derek para sacarle sangre, dentro del pobre Derek, que no haría daño a nadie salvo a sí mismo, que no sabría cómo hacer daño. Y la «cosa malévola» hizo penetrar otra vez las tijeras para sacar más sangre en otro lugar de Derek, y otra vez y otra. La sangre no salía sólo de los cuatro lugares del pecho y el vientre de Derek por donde habían penetrado las tijeras, sino también por la boca y la nariz. La «cosa malévola» levantó a Derek de la mesa, con las tijeras todavía clavadas, y lo arrojó como si fuera una almohada. Derek cayó sobre su cama, de espaldas sobre su cama, con las tijeras todavía dentro de él, y no se movió, y se fue al «lugar maldito», según se podía ver. Y lo peor fue que todo sucedió muy de prisa, demasiado aprisa para que Thomas pudiera pensar cómo hacer para detenerlo.