Изменить стиль страницы

– Será mejor que cambies a otra cosa -dijo Thomas.

Como había pasado la hora punta, y como Julie conocía todos los atajos pero, sobre todo, como Julie no estaba de humor para ser prudente o respetar las leyes de tráfico, los dos tardaron muy poco desde la oficina hasta su domicilio, en el extremo este de Orange.

Durante el camino, Bobby le contó lo de la cucaracha de Calcuta que había formado parte de su zapato cuando él y Frank llegaron a aquel puente rojo del jardín de Kyoto.

– Pero cuando saltamos al monte Fuji, mi zapato estaba impecable y la cucaracha había desaparecido.

Ella aminoró la velocidad en un cruce y no obedeció la señal del semáforo al no haber ningún coche a la vista.

– ¿Por qué no me contaste eso en la oficina?

– No era el momento de entrar en detalles.

– ¿Qué crees que le sucedió a la cucaracha?

– No lo sé. Eso es lo que me fastidia.

Se encontraban en la avenida Newport, más allá del desfiladero Crawford. Las farolas de sodio proyectaban una luz extraña sobre la calzada.

En la cima de las colinas, a la izquierda, varias casas inmensas de estilos francés y Tudor lanzaban destellos cual gigantescos transatlánticos de lujo y parecían fuera de lugar, en parte porque el valor disparatado del terreno obligaba a construir casas de un tamaño desproporcionado si se consideraba lo exiguo del solar donde se alzaban, y en parte porque los estilos arquitectónicos Tudor y francés desentonaban con aquel paisaje casi tropical. Todo formaba parte del circo californiano que Bobby adoraba aunque aborreciese una parte de él. Aquellas casas no le habían molestado jamás y, dados los graves problemas que él y Julie afrontaban, no podía explicarse por qué le molestaban ahora. Quizás estuviera tan nervioso que aquellas pequeñas discordancias le recordaran el caos que había estado a punto de aniquilarle durante sus viajes con Frank.

– ¿Necesitas acaso conducir tan aprisa? -preguntó.

– Sí -replicó, tajante, ella-. Quiero volver cuanto antes a casa, hacer las maletas y partir hacia Santa Bárbara para averiguar lo que podamos sobre la familia Pollard y terminar de una vez con este espeluznante y maldito caso.

– Si te sientes así, ¿por qué no lo dejamos ahora mismo? Cuando Frank regrese le devolvemos su dinero, su tarro de diamantes rojos y le decimos que lo sentimos mucho, que nos parece un gran chico pero no queremos saber nada más del asunto.

– No podemos.

Él se mordió el labio inferior y repuso:

– Lo sé. Pero no puedo explicarme por qué estamos obligados a persistir en ello.

Remontaron la colina y aceleraron hacia el norte, más allá de la entrada Rocking Horse Ridge. Su finca estaba sólo a dos o tres calles a la izquierda. Por fin, cuando ella frenaba para girar, le miró de reojo y preguntó:

– ¿No sabes de verdad por qué no podemos dejarlo?

– No. ¿Crees saberlo tú?

– Lo sé.

– Entonces, dímelo.

– Te lo imaginarás a su debido tiempo.

– No seas misteriosa. No es tu estilo.

Julie condujo el Toyota de la compañía hacia su finca y luego entró en su calle.

– Si te digo lo que opino, te inquietarás. Entonces, lo negarás, discutiremos, y yo no quiero discutir contigo.

– ¿Por qué habríamos de discutir?

Ella metió el coche por el camino de entrada, lo aparcó, apagó los faros y el motor y se volvió hacia él. Sus ojos brillaron en la oscuridad.

– Cuando comprendas por qué no podemos dejarlo no te gustará lo que eso nos hará representar y aducirás que estoy equivocada, que nosotros somos una pareja de buenos chicos. Pues te gusta vernos como una pareja de buenos chicos, con excelentes entendederas pero al mismo tiempo inocentes, como un joven Jimmy Stewart y una Donna Reed. Te quiero por eso, la verdad, por ser un soñador del mundo y de nosotros, y me dolerá que quieras discutir.

Él casi empezó a discutir con ella sobre su deseo de discutir con ella. Luego, la miró fijamente por un momento y al fin dijo:

– Tengo la sensación de no estar enfrentándome con nada, de que cuando todo esto termine y yo comprenda por qué estaba tan determinado a llevarlo hasta el fin, mis motivaciones no serán tan nobles como ahora me lo parecen. Es una maldita sensación sumamente esotérica. Como si yo mismo no me conociera.

– Tal vez nos pasemos toda la vida aprendiendo a conocer cómo somos. Y tal vez no lo sepamos jamás… por completo.

Ella le besó fugazmente y se apeó del coche.

Mientras la seguía por la acera hasta la entrada, Bobby miró el cielo. La claridad del día había sido efímera. Un cúmulo de nubarrones ocultaba la luna y las estrellas. El cielo estaba muy oscuro. Tuvo la extraña certeza de que un peso enorme y terrible caía sobre ellos, negro sobre el fondo oscuro del cielo y por tanto invisible, pero cayendo de prisa, cada vez más…

Capítulo 51

Candy procuró refrenar su furia, que se revolvía como un perro de presa intentando romper su correa.

Se mecía sin pausa mientras el tímido visitante cobraba audacia. Sintió repetidas veces la mano invisible sobre su cabeza. Al principio, le tocó como un guante de seda vacío y permaneció así unos instantes antes de retirarse. Pero cuando él fingió no interesarse por las manos ni la persona a quien pertenecía, el visitante se hizo cada vez más atrevido y la mano más pesada y menos nerviosa.

Aunque Candy no hacía el menor esfuerzo por explorar la mente del intruso por miedo de espantarle, algunos pensamientos del extraño llegaron a él. No creyó que el visitante se diera cuenta de que las imágenes y las palabras de su mente estaban deslizándose en la suya; surgían de él como el agua goteando por los agujeros de una regadera.

El nombre de «Julie» le llegó varias veces. Y, en cierto momento, una imagen fluctuó junto con el nombre: una mujer atractiva de pelo castaño y ojos oscuros. Candy no sabía a ciencia cierta si era el rostro del visitante o el de alguna conocida del visitante…, ni siquiera si era el rostro de alguien que existiese de verdad. Había ciertos aspectos que le hacían parecer irreal: irradiaba una luz pálida, y las facciones eran tan afables y serenas que semejaban la fisonomía sagrada de una santa en una Biblia ilustrada.

La palabra «mariposa» surgió varias veces de la mente del visitante, como «recuerda la mariposa» o «no seas como la mariposa». Y cada vez que esa palabra atravesaba su mente, el visitante se retiraba aprisa.

Pero volvió una vez y otra, porque Candy no hizo nada para hacerle sentirse rechazado.

Candy se mecía sin pausa. El asiento dejaba oír un ruido adormecedor: cric… cric… cric.

Él esperaba.

Y mantenía abierta la mente.

… cric… cric… cric…

Por dos veces el nombre «Bobby» escapó de la mente del visitante. Y la segunda vez le acompañó la imagen borrosa de una cara, otra cara muy afable. Idealizada, como la de Julie. Candy creyó reconocerla pero la faz de Bobby no estaba tan clara como la de Julie y no quiso concentrarse en ella porque el visitante podría percibir su interés y asustarse.

Durante su largo y paciente intercambio con el tímido intruso, otras muchas palabras e imágenes llegaron a Candy pero no supo cómo interpretarlas:

… hombres con trajes espaciales…

… «cosa malévola»…

… un hombre con una máscara…

… el Hogar…

… «personas tontas»…

… un albornoz, una barra de Hershey a medio comer y un pensamiento súbito y frenético: atrae bichos, nada bueno, atrae bichos… debo ser limpio…

Transcurridos más de diez minutos sin contacto, Candy temió que el intruso se hubiese ido de modo definitivo.

Pero, súbitamente, regresó. Esta vez el contacto fue más intenso, más íntimo que nunca.

Cuando Candy sintió que el visitante estaba más confiado, creyó llegado el momento de actuar. Representó su mente como una trampa de acero y al visitante como un ratón inquisitivo, luego hizo que la trampa se disparara y el visitante quedó atrapado en ella.