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– Creí haberte oído decir que no esperan ver otra vez a Frank.

– Según Bobby, Frank se está desmoronando; no aguantará esta última serie de viajes. Ésa es sólo su impresión.

– Así, pues, ¿quién es su cliente?

– Frank, mientras no los despache.

– Eso me suena a cuento. Sé sincero Clint. ¿Por qué se han comprometido tanto con este tipo, máxime cuando el asunto parece hacerse cada vez más descabellado y peligroso?

– A ellos les gusta Frank. A mí me gusta Frank.

– Dije que fueras sincero.

Clint suspiró.

– Que me condenen si lo sé. Bobby volvió aquí fuera de sí, como un espectro. Pero no quiere abandonar. Se diría que está asiendo el toro por los cuernos, al menos hasta que Frank reaparezca, si lo hace. Ese hermano suyo, ese Candy, parece el diablo en persona, demasiado protervo para manejarlo. Bobby y Julie son tercos a veces pero no estúpidos, y yo espero que abandonen esto ahora que han visto la inmensidad del trabajo, un trabajo bueno para Dios pero no para un detective privado. Pero aquí seguimos.

Bobby y Julie se reunieron ante la mesa con Lee Chen mientras éste les pasaba la información que había conseguido hasta entonces.

– El dinero podría ser robado pero es utilizable -dijo Lee-. No he encontrado ese número de serie en ninguno de los billetes sucios… federales, del Estado o locales.

Bobby había pensado ya en diversas fuentes de las que Frank podía haber obtenido los seiscientos mil dólares, ahora en la caja de la oficina.

– Busca un negocio con un gran movimiento de metálico, donde no siempre se vaya a un banco con los recibos al final de la jornada, y tendrás un posible blanco. Digamos, un supermercado: permanece abierto hasta medianoche, y al gerente, un hombre consecuente, no se le ocurrirá cargar con un montón de metálico para su depósito automático en un Banco, de modo que habrá una caja en el supermercado. Una vez cerrado el local, si fueras Frank te «teletransportarías» adentro y emplearías tal o cual medio para abrir la caja, pondrías la recaudación del día en una bolsa, y te desvanecerías. No encontrarás grandes sumas, unos doscientos mil cada vez, pero si asaltas tres o cuatro supermercados en una hora, tendrás un buen botín.

Evidentemente, Julie había estado cavilando sobre lo mismo, porque dijo:

– Casinos. Todos tienen salas de recuento que puedes localizar en los cianotipos. Pero también tienen habitaciones secretas para hacerlo. Como cámaras acorazadas. Fort Knox les envidiaría. Empleas las facultades psíquicas que tengas para localizar una de esas habitaciones secretas y utilizando el «teletransporte» te introduces en ella cuando esté desierta, y entonces no te queda más que coger lo que te plazca.

– Frank vivió algún tiempo en Las Vegas -repuso Bobby-. Recordarás que te hablé sobre el solar adonde me llevó y donde había tenido una casa.

– Y no se limitaría a Las Vegas -dijo Julie-. Reno, Tahoe, Atlantic City, el Caribe, Macao, Francia, Inglaterra, Montecarlo…, cualquier parte en donde se apueste fuerte.

Aquella conversación sobre el fácil acceso a cantidades ilimitadas de dinero apasionó a Bobby aunque no pudiera explicarse por qué. Después de todo, Frank era quien podía practicar el «teletransporte», no él. Y, además, estaba seguro de que no volverían a ver a Frank.

Extendiendo una serie de impresos sobre la mesa, Lee Chen dijo:

– El dinero es lo menos interesante. Me pedisteis que averiguara si los polis van tras el señor Luz Azul, ¿no?

– Candy -corrigió Bobby-. Ahora tenemos un nombre para él.

Lee frunció el ceño.

– Yo prefiero señor Luz Azul. Tiene más estilo.

Entrando en la habitación, Hal Yamataka intervino:

– No confío en el juicio sobre estilos de un tipo que lleva zapatos y calcetines rojos.

Lee sacudió la cabeza.

– Nosotros, los chinos, hemos pasado miles de años elaborando una figura impresionante que represente a todos los asiáticos para hacer perder el equilibrio a estos desventurados occidentales, y vosotros, los japoneses, lo echáis todo a perder haciendo esas películas Godzilla. Quien haga películas Godzilla no puede ser inescrutable.

– ¡Ah! ¿Sí? Preséntame a alguien que entienda una película Godzilla después de haber visto la primera.

Formaban una pareja interesante: uno, delgado, moderno, de facciones delicadas, un hijo entusiasta de la era del silicio; el otro, cuadrado, ancho, con una cara tan contundente como un martillo, un individuo que tenía tan alta tecnología como una roca.

Pero para Bobby lo más interesante era que, hasta aquel momento, no había reflexionado sobre el hecho de que un porcentaje desproporcionado de la pequeña plantilla de Dakota amp; Dakota era asiático-americano. Había dos más, Nguyen Tuan Phu y Jamie Quang, ambos vietnamitas. Cuatro de los once empleados. Aunque él y Hal gastaban bromas a veces sobre el Este y el Oeste, Bobby nunca había pensado que Lee, Hal, Nguyen y Jamie compusieran un cuadro inferior de empleados; tenían su personalidad, tan diferentes unos de otros como las manzanas de las peras o las naranjas de los melocotones. Pero Bobby intuyó que aquella predilección por los colaboradores asiático-americanos revelaba algo acerca de sí mismo, algo más que una ceguera racial evidente y admirable, pero no podía imaginar lo que era.

– Y nada resulta más inescrutable que el concepto general de Mothra -dijo Hal-. Por cierto, Bobby, Clint se ha ido a casa con Felina. Todos deberíamos tener esa suerte.

– Lee nos estaba hablando del señor Luz Azul -dijo Julie.

– Candy -corrigió Bobby.

Mostrando los datos que había extraído de diversos registros policiales de todo el país, Lee explicó:

– Casi todas las agencias policiales empezaron a estar enlazadas por ordenadores hace sólo nueve años. Es decir, el acceso electrónico a sus archivos se remonta a esa fecha. Pero, durante ese tiempo, ha habido setenta y ocho asesinatos brutales en nueve estados, y todos tienen las suficientes similitudes para sugerir la posibilidad de un único causante. Cuidado, es sólo una posibilidad. Pero el FBI se interesó lo bastante el año pasado para dedicar a ello un equipo de tres hombres, uno en la oficina y dos en el exterior, para coordinar las investigaciones locales y estatales.

– ¿Tres hombres? -exclamó Hal-. Eso no suena a alta prioridad.

– El Bureau se demora siempre demasiado -dijo Julie-. Y, como durante los últimos treinta años, las espectaculares sentencias criminales no han estado de moda, los chicos malos les superan en número más que nunca. Tres hombres a jornada completa…, eso es un serio compromiso a estas alturas.

Escogiendo un impreso del montón que había sobre la mesa, Lee resumió los datos esenciales en él.

– Todos esos asesinatos tienen los siguientes puntos en común: primero, se mordió a las víctimas, a casi todas en la garganta, aunque casi ninguna parte del cuerpo es sagrada para ese individuo; segundo, muchas de las víctimas fueron apaleadas y sufrieron lesiones en la cabeza. Pero la pérdida de sangre causada por los mordiscos, usualmente la vena yugular y la arteria carótida en la garganta, fue el principal factor causante de la muerte en cada caso, cualesquiera que fuesen las otras lesiones.

– Entonces, además de todo eso, el tipo es un vampiro, ¿no? -dijo Hal.

Tomando en serio la cuestión, pues, verdaderamente era preciso considerar cada posibilidad en aquel extraño caso por muy extravagante que pareciera, Julie dijo:

– No un vampiro en un sentido sobrenatural. Según lo que hemos averiguado, por una razón u otra la familia Pollard posee grandes dones. ¿Recordáis a ese ilusionista de la televisión, el asombroso Randi, que ofrece cien mil pavos a quien demuestre poseer poderes psíquicos? Pues ese clan Pollard le dejaría en bancarrota. Pero eso no significa que esas personas tengan algo sobrenatural. No son demonios, ni poseídos, ni hijos del diablo…, nada de eso.