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– Y ella no es una persona que imagine tales cosas -añadió la señora Phan.

– ¿Dónde encontraron a la otra hija? -preguntó Julie.

– Síganme, por favor. -Tuong les hizo volver sobre sus pasos, atravesar la sala y el comedor hacia la cocina.

Los cuatro niños Phan estaban sentados alrededor de una mesa. Tres de ellos leían muy aplicados unos libros de texto y tomaban notas. No había televisión ni radio para distraerlos y todos parecían disfrutar de su estudio. Incluso Meryl, que estaba todavía en el parvulario y probablemente no tendría deberes para casa, leía un cuento.

Bobby observó dos gráficos de muchos colores, pegados a la pared, cerca del frigorífico. El primero mostraba el curso de cada niño y el resultado de los exámenes parciales desde el comienzo del curso escolar, en septiembre. El otro tenía una lista de las tareas caseras que correspondían a cada pequeño.

En todo el país las universidades se veían ante un dilema porque un elevado porcentaje de los mejores aspirantes al ingreso eran de origen asiático. Los negros y los hispanos se quejaban de que se les postergaba en favor de otra minoría, y los blancos clamaban racismo cuando se les negaba la admisión en beneficio de un estudiante asiático. Algunos atribuían el éxito de los americanos asiáticos a una conspiración, pero Bobby vio una explicación muy sencilla de sus logros por toda la casa Phan: ellos se esforzaban más. Hacían suyos los ideales sobre los que se había fundado el porvenir del país…, incluyendo el trabajo serio, la honradez, la abnegación dirigida a un objetivo y la libertad para ser lo que uno se propusiera ser. Aunque pareciera irónico, su gran éxito se debía, en parte, al hecho de que muchos americanos aborígenes habían terminado considerando esos mismos ideales con cinismo.

La cocina daba a un cuarto de estar, amueblado con la misma humildad que el resto de la casa.

– Una mayor de las chicas Farris apareció aquí, junto al sofá -dijo Tuong-. Diecisiete años.

– Una chica muy guapa -añadió, entristecida, Chinh.

– Ella, al igual que su madre, había sido mordida. Así lo dice nuestra vecina.

– ¿Qué me dicen de las otras víctimas, la hija más joven y el hermano de la señora Farris? -preguntó Julie-. ¿También fueron mordidos?

– No lo sé -respondió Tuong.

– La vecina no vio sus cuerpos -aclaró Chinh.

Todos quedaron en silencio por un momento, mirando el suelo en donde se había encontrado muerta a la chica, como si la enormidad del crimen fuera tal que la sangre pudiera reaparecer en la flamante alfombra. La lluvia retumbaba en el tejado.

– ¿No les molesta a veces vivir aquí? -preguntó Bobby-. No porque los asesinatos tuvieran lugar en estas habitaciones sino porque el asesino ande todavía suelto. ¿No les preocupa la idea de que pueda volver cualquier noche?

Chinh asintió.

– El peligro está en todas partes -dijo Tuong-. La propia vida es un peligro. Lo menos arriesgado es no haber nacido. -Una leve sonrisa animó su rostro por un instante y luego se esfumó-. El abandonar Vietnam en una embarcación minúscula fue más peligroso que esto.

Mirando hacia la mesa de la cocina, Bobby vio que los cuatro niños seguían inmersos en sus estudios. La perspectiva de que el asesino visitara algún día el escenario de sus crímenes no les conmovía.

– Además de la tintorería -explicó Chinh-, nosotros remozamos casas y las vendemos. Ésta es la cuarta. Tal vez residamos aquí unos años más, rehaciendo una habitación tras otra, y luego la vendamos con el consiguiente beneficio.

Tuong dijo:

– Por culpa de los asesinatos, varias personas se abstuvieron de mudarse aquí después de los Farris. Pero peligro significa también oportunidad.

– Cuando terminemos con la casa -siguió Chinh-, ésta no habrá sido tan sólo reconstruida. También estará limpia, espiritualmente limpia. ¿Comprenden? Se habrá restablecido la inocencia de la casa. Nosotros habremos ahuyentado el mal que el asesino trajo aquí y habremos dejado nuestra huella espiritual en estas habitaciones.

Afirmando con la cabeza, Tuong agregó:

– Y eso es una gran satisfacción.

Sacando el permiso de conducir falsificado del bolsillo, Bobby tapó con dos dedos el nombre y las señas y dejó sólo visible la fotografía.

– ¿Conocen ustedes a este hombre?

– No -contestó Tuong, y Chinh negó con la cabeza.

Cuando Bobby hubo guardado el permiso, Julie preguntó:

– ¿Saben ustedes qué aspecto tenía George Farris?

– No -respondió Tuong-. Como les he dicho, murió de cáncer mucho antes de que su familia fuera asesinada.

– Pensé que ustedes podrían haber visto alguna foto de él aquí, en la casa, antes de que se retiraran las pertenencias de los Farris.

– No. Lo siento.

Bobby dijo:

– Ustedes mencionaron antes que no compraron la casa por medio de un agente inmobiliario. ¿Se arreglaron con los herederos?

– Sí. Otro hermano de la señora Farris lo heredó todo.

– ¿Tendrían ustedes por casualidad su nombre y dirección? -preguntó Bobby-. Creo que necesitaremos hablar con él.

Capítulo 33

Llegó la hora de cenar. Derek se despertó. Todavía adormilado pero hambriento. Se apoyó sobre Thomas cuando se encaminaban hacia el comedor. Comieron de todo: espaguetis, albóndigas, ensalada, buen pan, pastel de chocolate, leche fría.

De vuelta a su habitación, vieron la televisión. Derek se quedó dormido otra vez. Era una noche de televisión pésima. Thomas suspiró, disgustado. Al cabo de una hora más o menos, apagó el televisor. Ninguno de los espacios era bastante interesante para mirarlo. Sólo tonterías, demasiado estúpidas incluso para un subnormal, como dijo Mary que era él. Tal vez gustara a los imbéciles. Probablemente, no.

Después, fue al lavabo. Se cepilló los dientes. Se lavó la cara sin mirarse al espejo. No le gustaban los espejos porque todos le enseñaban lo que era.

Una vez se puso el pijama, se metió en la cama y apagó la luz aunque eran sólo las ocho y media. Se puso de costado con la cabeza recostada sobre dos almohadas y estudió el cielo nocturno enmarcado en la ventana más próxima. Ni una estrella. Nubes. Lluvia. A él le gustaba la lluvia. Cuando se desataba una tormenta era como una tapadera sobre la noche y entonces no sentías que podías flotar y sumergirte en esa oscuridad hasta desaparecer.

Escuchó la lluvia. Ésta le susurraba. Y derramó lágrimas sobre la ventana.

Allá, a lo lejos, la «cosa malévola» estaba suelta. Ondas de feo aspecto surgían de ella, como el agua se ondula en un estanque cuando dejas caer una piedra. La «cosa malévola» era como una piedra enorme que se deja caer en la noche, una cosa que no pertenece a este mundo. Esforzándose un poco, Thomas podía sentir las ondas que circulaban sobre su cabeza.

Alargó un brazo. Las sentía. Una cosa palpitante. Fría y llena de furia. Vil. Quiso acercarse más, averiguar lo que era.

Intentó televisarle algunas preguntas. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué quieres? ¿Por qué te propones hacer daño a Julie?

Repentinamente, la «cosa malévola» empezó a atraerle hacia sí como un enorme imán. No había sentido nunca nada semejante. Cuando intentaba enviar sus pensamientos a Bobby y Julie ninguno de los dos le captaba ni le atraía hacia sí como aquella «cosa malévola».

Una parte de su mente pareció desenrollarse como una madeja, y el cabo suelto se dirigió hacia la noche, hacia la oscuridad, hasta encontrar a la «cosa malévola». Súbitamente, Thomas estuvo muy cerca de la «cosa malévola», demasiado cerca. Ella le rodeaba por completo, enorme, fea y tan extraña que Thomas se sintió como si hubiese caído en una piscina llena de hielo y cuchillas de afeitar. No sabía si era un hombre, no podía ver su forma, sólo sentirla, tal vez fuera bonita por fuera pero.su interior era palpitante, lóbrego y de una profunda malevolencia. El notó que la «cosa malévola» estaba comiendo. Su alimento estaba todavía vivo y se debatía. Thomas se asustó mucho e inmediatamente intentó desligarse, pero por un momento la horrenda cosa le retuvo y él logró escapar imaginando que el cordel mental que él había desenrollado se enrollaba de nuevo por sí solo hasta formar de nuevo la madeja.