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Diciendo esto quitó la cadena y les hizo pasar.

A decir verdad, no sólo los dejó entrar sino que los recibió como si fueran insignes invitados. Apenas transcurridos tres minutos ambos sabían ya que el hombre se llamaba Tuong Tran Phan (había alterado el orden de sus nombres para acomodarlos a la costumbre occidental de poner el apellido en último lugar), que él y su esposa, Chinh, figuraban entre las personas que habían huido de Vietnam en barco dos años después de la caída de Saigón, que los dos habían trabajado en lavanderías y tintorerías y, a su debido tiempo, habían abierto dos tintorerías de su propiedad. Tuong insistió en coger sus abrigos. Chinh, una mujer menuda de facciones delicadas, vestida con holgados pantalones negros y una blusa amarilla de seda, dijo que les serviría unos refrescos aunque Bobby le aseguró que sólo les robarían unos minutos de su tiempo.

Bobby sabía que la primera generación de americanos vietnamitas recelaba a veces de la Policía, hasta el extremo de no solicitar ayuda cuando eran víctimas de un crimen. La Policía survietnamita a menudo era corrupta, y las autoridades norvietnamitas que habían ocupado el sur tras la retirada de los Estados Unidos habían sido asesinas. Después de quince años o más en los Estados Unidos muchos vietnamitas seguían desconfiando algo de todas las autoridades.

Sin embargo, ese recelo no afectaba a los investigadores privados en el caso de Tuong y Chinh Phan. Evidentemente, ambos habían visto tantos detectives heroicos en la televisión que tomaban todos los detectives por campeones del desvalido, caballeros andantes con relumbrantes revólveres en lugar de lanzas. Representando su papel de liberadores del oprimido, Bobby y Julie se dejaron conducir, con cierta ceremonia, hasta el sofá, que era la pieza más flamante y nueva de la sala.

Los Phan congregaron a sus hijos, unos chiquillos excepcionalmente guapos, en la sala para las presentaciones de rigor: Rocky de trece años, Sylvester de diez, Sissy de doce y Meryl de seis. Saltaba a la vista que todos eran americanos de nacimiento y educación, aunque concurría la halagüeña excepción de que eran más corteses que muchos de sus coetáneos.

Una vez concluidas las presentaciones, los niños volvieron a la cocina en donde estaban haciendo sus deberes de la escuela.

Pese a su cortés negativa, Bobby y Julie vieron que se les servía rápidamente café con leche condensada y unas exquisitas pastas vietnamitas. Los Phan tomaron también café.

Tuong y Chinh ocuparon unas butacas muy usadas y bastante menos confortables que el sofá. Casi todo su mobiliario era de estilo contemporáneo y colores neutros. En un rincón se alzaba un pequeño altar budista; sobre él había fruta y varias varas de incienso en recipientes de cerámica. Sólo estaba encendida una vara que despedía una voluta de humo azulado y fragante. Aparte de esto, los únicos elementos asiáticos eran unas mesas de laca negra.

– Estamos buscando a un hombre que podría haber vivido aquí -explicó Julie mientras cogía uno de los pastelillos que le ofrecía la señora Phan-. Se llama George Farris.

– Sí, él vivió aquí -dijo Tuong. Y su mujer asintió.

Bobby quedó sorprendido. Estaba seguro de que el apellido Farris y las señas habían sido elegidos al azar por un falsificador de documentos, de que Frank no había vivido allí jamás. Frank estaba igualmente convencido de que su verdadero apellido era Pollard y no Farris.

– ¿Le compraron esta casa a George Farris? -preguntó Julie.

– No, él había muerto -respondió Tuong.

– ¿Muerto? -exclamó Bobby.

– Cinco o seis años antes -explicó Tuong-. Un cáncer horrible.

Entonces Frank Pollard no era Farris ni había vivido allí. El carné de identidad era una falsificación absoluta.

– Hace unos meses nosotros le compramos la casa a la viuda -dijo Tuong. Hablaba un inglés bastante bueno aunque a veces suprimía el artículo delante del nombre-. No, lo que quiero decir es… a legatarios de la viuda.

– Así que la señora Farris también ha muerto, ¿no? -dijo Julie.

Tuong se volvió hacia su mujer y ambos cambiaron una mirada significativa.

– Es muy triste -dijo-. ¿De dónde puede provenir semejante hombre?

– ¿De qué hombre está hablando, señor Phan? -preguntó Julie.

– Del que mató a la señora Farris, a su hermano y a dos hijas.

Algo pareció retorcerse en el estómago de Bobby. Le había gustado instintivamente Frank Pollard y, por tanto, su inocencia no le había ofrecido la menor duda, pero de súbito el gusano del recelo horadó la hermosa y reluciente manzana de su convicción. ¿Sería sólo una coincidencia que Frank llevara consigo el carné de identidad de un hombre cuya familia había sido asesinada… o sería Frank el responsable? En aquel momento masticaba un trozo de pastelillo de crema y, aunque era sabroso, se le atragantó.

– Fue hacia fines de julio -dijo Chinh-. Durante la ola de calor que tal vez recuerden ustedes. -Sopló su café para enfriarlo. Bobby observó que Chinh hablaba un inglés perfecto casi todo el tiempo, y sospechó que sus ocasionales lagunas eran deliberados errores que cometía para no parecer más ilustrada que su marido, una cortesía sutil y absolutamente asiática-. Nosotros compramos casa el octubre pasado.

– La Policía no cogerá nunca al asesino -afirmó, enfáticamente, Tuong Phan.

– ¿Tenía una descripción de él? -inquirió Julie.

Bobby miró sin querer a Julie. Parecía estar tan consternada como él pero no le dirigió la típica mirada de «ya te lo había dicho».

– ¿Cómo los asesinaron? -preguntó ella-. ¿Pistola? ¿Estrangulamiento?

– Cuchillo, me parece. Vengan conmigo. Les enseñaré el lugar en donde encontraron sus cuerpos.

La casa tenía tres dormitorios y dos cuartos de baño. Uno de ellos estaba siendo reconstruido. Habían quitado los azulejos de las paredes y el suelo y utilizaban madera de roble de calidad para rehacer los armarios.

Julie entró en el baño siguiendo a Tuong y Bobby permaneció en el umbral con la señora Phan.

El martilleo silbante de la lluvia levantaba ecos por el respiradero del techo.

– El cuerpo de la hija Farris más joven apareció aquí, sobre el suelo -explicó Tuong-. Tenía trece años. Horrible. Mucha sangre. Las juntas entre azulejos permanentemente manchadas. Hubo que quitarlos.

Luego, los condujo hacia el dormitorio que compartían sus hijas. Las camas y mesillas gemelas así como dos pequeñas mesas dejaban poco espacio para más cosas. Pero Sissy y Meryl habían conseguido acumular un buen montón de libros.

Tuong Phan siguió explicando:

– El hermano de la señora Farris, que había venido para pasar una semana con ella, fue muerto aquí, en su cama. Sangre en paredes y alfombra.

– Nosotros vimos la casa antes de que pasara a la lista del agente inmobiliario, antes de que volvieran a pintar las paredes y se cambiara la alfombra -dijo Chinh Phan-. Esta habitación fue la peor. Me dio pesadillas durante algún tiempo.

Todos siguieron la marcha camino del dormitorio principal, amueblado con parquedad: una cama de matrimonio con sus mesillas de noche y las correspondientes lámparas, pero nada de escritorios ni cómodas. Las ropas que no cabían en el armario estaban alineadas a lo largo de una pared en cajas de cartón con tapadera de plástico transparente.

Aquella sobriedad se le antojó a Bobby similar a la suya y la de Julie. Quizás ellos tuvieran también un sueño para el que trabajaban y ahorraban.

– La señora Farris fue hallada dentro de esta habitación, en su cama -dijo Tuong-. Se le habían hecho unas cosas horribles. Se la había mordido, pero no escribieron nada de ello en los periódicos.

– ¿Mordido? -inquirió Julie-. ¿Cómo fue eso?

– Probablemente el asesino. En la cara, la garganta… y otros lugares.

– Si no se publicó nada de eso en los periódicos -dijo Bobby-, ¿cómo saben ustedes lo de los mordiscos?

– La vecina que encontró los cuerpos vive todavía en la puerta de al lado. Ella asegura que tanto la hija mayor como la señora Farris fueron mordidas.