Acomodándose en la butaca detrás de su mesa, Manfred dobló como pudo sus largos y huesudos brazos y piernas en el reducido espacio, como una araña grande se encogería hasta formar una bola minúscula.
Clint no se sentó. Había tenido una larga jornada y tenía ganas de volver a casa.
– Recibí un telefonazo del rector de la universidad -dijo Manfred-. Me pidió que cooperara con su señor Dakota hasta donde me fuese posible.
Desde hacía mucho, la Universidad de California en Irvine, la UCI, se esforzaba por figurar entre las primeras universidades del país. El rector actual y el precedente habían procurado alcanzar ese puesto privilegiado ofreciendo enormes sueldos y generosos beneficios marginales a profesores e investigadores de fama universal en otras instituciones. Sin embargo, antes de comprometer sustanciosos recursos en la oferta de un empleo magníficamente remunerado, la universidad contrataba a Dakota amp; Dakota para que investigara los antecedentes del posible miembro de la Facultad. Incluso un genial físico o biólogo podía tener demasiada sed de whisky, una nariz propensa a la cocaína o una desafortunada afición por las menores de edad. La UCI quería comprar capacidad intelectual, respetabilidad y gloria académica, no escándalo; Dakota amp; Dakota le servía bien.
Manfred apoyó los codos sobre los brazos de su butaca y unió los dedos de ambas manos, unos dedos tan largos que parecían tener unos cuantos nudillos de más.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó.
Clint abrió la bolsa de cuero y sacó el tarro de boca ancha. Lo colocó sobre la mesa del entomólogo.
El bicho que había dentro del tarro era por lo menos dos veces mayor que la cucaracha silbadora de Madagascar.
Por unos instantes, el doctor Dyson Manfred pareció quedar petrificado. No movió ni un dedo; sus ojos no parpadearon. Miraba pasmado la criatura que había en el tarro. Por fin, inquirió:
– ¿Qué es esto? ¿Una mistificación?
– Es real.
Manfred se inclinó por encima de la mesa y bajó la cabeza hasta que su nariz casi tocó el grueso cristal, detrás del que se agazapaba el insecto.
– ¿Está vivo?
– Muerto.
– ¿Dónde lo encontró…? ¡Desde luego no habrá sido aquí, en la California meridional!
– Sí.
– ¡Imposible!
– ¿Qué es? -preguntó Clint.
Manfred levantó la vista y le miró, ceñudo.
– No he visto jamás nada semejante. Y si yo no he visto nada semejante, ningún otro lo ha visto. Estoy seguro que es de los Phylum Artbropoda, que incluye arañas y escorpiones, pero me es imposible decir si se puede clasificar como un insecto, no hasta que lo haya examinado. Si es un insecto, pertenecerá a una especie desconocida. ¿Dónde lo encontró, exactamente? ¿Y cómo diablos puede interesar esto a unos detectives privados?
– Lo siento señor, pero no puedo revelarle nada sobre el caso. Debo respetar la intimidad del cliente.
Manfred hizo girar muy despacio el tarro entre sus manos, estudiando a su ocupante desde todos los ángulos.
– ¡Increíble! Necesito quedármelo. -Levantó la vista y sus ojos ambarinos no tenían ya una mirada fría y calculadora sino reluciente de emoción-. Necesito quedarme este espécimen.
– Bueno, yo pensaba dejárselo para un examen detenido -contestó Clint-. Pero eso de que usted lo posea con carácter permanente…
– Sí. Permanente.
– Eso depende de mi jefe y del cliente. Mientras tanto, queremos saber lo que es, de dónde proviene y todo cuanto usted pueda decirnos al respecto.
Con un mimo exagerado, como si manipulara el cristal más fino del mundo en lugar de uno ordinario, Manfred colocó el tarro sobre el secante.
– Haré un historial completo del espécimen con máquina fotográfica y vídeo desde cada ángulo y lo más cerca posible. Luego, será preciso disecarlo, si bien eso se hará con el máximo cuidado, se lo aseguro.
– Lo que guste usted.
– Escuche, señor Karaghiosis, usted parece enormemente indiferente a esto. ¿Entiende usted bien lo que le he dicho? Esto podría ser una especie inédita, lo cual sería extraordinario. Porque, ¿cómo puede pasar inadvertida durante tanto tiempo una especie que produce individuos de semejante tamaño? Esto va a ser una noticia sensacional en el mundo de la entomología, señor Karaghiosis, una noticia verdaderamente sensacional.
Clint miró el bicho, dentro de la botella.
– Sí -respondió-. Me lo figuraba.
Capítulo 32
Desde el hospital, Bobby y Julie se dirigieron en un Toyota de la compañía a la parte occidental y llana del condado, Garden Grove, buscando el 884 Serape Way, las señas del permiso de conducir que Frank tenía a nombre de George Farns.
Julie atisbo por las ventanillas salpicadas de lluvia y entre las escobillas del parabrisas para observar con claridad los números de las casas.
La calle estaba flanqueada por brillantes farolas de sodio vaporizado y casas de una sola planta de treinta años de antigüedad Se habían construido en dos modelos básicos de tipo cajón, pero se daba la ilusión de individualidad empleando material vanado. Unas eran de estuco con adornos de ladrillo. Otras, también de estuco pero con paneles de cedro, o piedra de Bouquet Canyon o roca volcánica California no era solo Beverly Hills, Bel Air y Newport Beach, no era sólo mansiones y villas a orillas del mar, como constituía la imagen televisiva. El diseño del hogar económico había hecho accesible el sueño californiano a las oleadas de inmigrantes que afluían desde hacia décadas del este, y ahora desde costas más distantes…, como evidenciaban las pegatinas en lengua vietnamita y coreana de los coches aparcados a lo largo de Serape.
– La próxima manzana -dijo Julie-. Por mi lado.
Algunas personas opinaban que esos vecindarios representaban el baldón del país, pero para Bobby eran la esencia de la democracia. Él había crecido en una calle parecida a la Serape Way, al norte en Anaheim y no Garden Grove, y nunca le había parecido fea. Recordaba haber jugado con otros chicos en los largos atardeceres de verano, cuando el sol se ponía con destellos anaranjados y rojizos y las siluetas plumosas de las palmeras se perfilaban en el cielo como oscuros dibujos a lápiz cuando llegaba el crepúsculo, el aire solía oler a jazmín y se llenaba con los gritos de alguna gaviota rezagada que volaba a lo lejos, por el oeste. Recordaba lo que significaba ser un niño con bicicleta en California…, los paisajes para explorar, las grandes posibilidades de aventura; cada calle de casas de estuco, parecía exótica vista por primera vez desde el sillín de una Schwinn.
Dos árboles coral presidían el patio del número 884 Serape. Los capullos blancos de las azaleas despedían un suave resplandor en la tenebrosa noche.
Teñida por las farolas de sodio vaporizado, la lluvia semejaba oro fundido. Pero cuando Bobby se apresuró detrás de Julie por la entrada, la lluvia se dejó sentir casi tan fría como el aguanieve en su cara y manos. A pesar de llevar una chaqueta de nailon con capucha bien forrada, se estremeció.
Julie llamó al timbre. La luz del porche se encendió y Bobby sintió que alguien les espiaba por la mirilla de la puerta. Se echó la capucha hacia atrás y sonrió.
La puerta se abrió con una cadena de seguridad y un hombre asiático atisbo por la rendija. Tendría unos cuarenta años, era bajo, delgado, con el pelo negro tornándose gris en las sienes.
– ¿Digan?
Julie le mostró el carné de investigador privado y le explicó que buscaban a alguien llamado George Farris.
– ¿Policía? -El hombre frunció el ceño-. Nada malo, no se necesita Policía.
– Mire, no se trata de eso, somos investigadores privados -aclaró Bobby.
El hombre entornó los ojos. Pareció a punto de darles con la puerta en las narices pero de pronto sonrió radiante:
– ¡Ah, ustedes son IP! Como en la televisión.